martes, 19 de diciembre de 2023

Alimentos ecológicos: el timo de la estampita.


 Ahora que mucha población se preocupa tanto por lo que come y, además, está concienciada con la preservación del medio ambiente, ha surgido una pasión por todo lo ecológico.

Ecológico. Bonito término. Suena bien, aunque resulte que muchos no sepan exactamente qué significa, al menos en alimentación porque en la mayoría de los casos se confunden churras con merinas.

Cuando pensamos en «comer ecológico» creemos que comemos más sano. Puede ser, pero… no es oro todo lo que reluce.

De hecho, esa obsesión por los alimentos ecológicos no tiene demasiado fundamento. Lo «natural» frente a lo… ¿sintético? ¿químico? Nadie mejor para hacernos reflexionar sobre estos conceptos que uno de los primeros nutricionistas de nuestro país: el doctor Grande Covián.

«Nada más natural, ecológico y biológico que la bacteria del cólera, y nada más artificial, sintético y químico que el cloro. Pero gracias al agua clorada no morimos de cólera.»

Amén.

De todas formas, en este revoltijo que algunos tienen con los conceptos se asocia «ecológico/orgánico» con «natural» y lo «no ecológico» con «artificial/¿inorgánico?». Según esto, una lechuga no ecológica es de plástico.

Vamos a intentar poner un poco de orden y concierto en este tema definiendo qué es realmente un «producto ecológico» en alimentación.

La producción ecológica (también llamada biológica u orgánica) es un sistema de GESTIÓN Y PRODUCCIÓN agroalimentaria basado en el uso de prácticas agrícolas y ganaderas donde SE REDUCE el impacto medioambiental mediante el uso LIMITADO de sustancias químicas no naturales.

Sin ánimo de quitarle funciones a los señores de la Real Academia de la Lengua Española, voy a aclarar un par de palabras que aparecen en el párrafo anterior: ni reducir, ni limitar es igual que eliminar. Un producto ecológico tiene una serie de normas de PRODUCCIÓN respetuosas con el medio ambiente, y eso está muy bien, pero no necesariamente quiere decir que el producto resultante sea mejor desde un punto de vista nutricional.

Todo eso de que reduce el impacto medioambiental suena también muy bien ¿a que sí? Pues voy a matizar un par de cositas.

La producción ecológica es respetuosa con el medio ambiente porque utiliza sustancias naturales para mejorar el entorno y reducir el riesgo de contaminación en suelo y agua.

Genial, de verdad. En cuanto hemos leído lo de «sustancias naturales» ya nos hemos puesto muy contentos. Ojo, ni es oro todo lo que reluce, ni todo lo natural es sano (para el que todavía no lo tenga claro, que se vuelva a leer la frase de Grande Covián).

Por ejemplo, la piretrinas, un pesticida NATURAL que es muy tóxico. Si acaba en el agua se carga a los peces que beben en el río y puestos a cargarse insectos, para eso es un insecticida, se carga a los malos y a los que no hacen daño a nadie.

Otro ejemplo de sustancia natural muy chunga son los purines. Son residuos orgánicos compuestos mayoritariamente por agua y excrementos animales, que al fermentarse tienen un efecto medioambiental malo, malísimo. Es parecido al estiércol, abono natural donde los haya y también súper contaminante (a pesar de ser natural). Bueno, pues el purín líquido (mezcla de 85% de agua con excrementos y diversos vertidos) se utiliza como fuente renovable de nutrientes utilizada para evitar el uso de fertilizantes minerales nitrogenados, pero cuya producción y transporte requieren mucha energía. Además, para rematar, contamina el agua y los pobres peces que beben en el río lo acaban pagando.

Un informe de la EFSA (Autoridad de Seguridad Alimentaria Europea) del año 2017 reveló que en un muestreo aleatorio se hallaron restos de pesticidas en productos que decían no emplear estas sustancias. Para que te fíes tú de lo ecológico.

Otra idea que se nos queda en la mente cuando pensamos en alimentos ecológicos es que no llevan aditivos. Falso. Sí que llevan, aunque se deben constreñir a una lista concreta que, en el caso de nuestro país, establece la legislación europea. Tienen más limitaciones que un producto no ecológico, pero llevarlos, los llevan. 

Más ideas falsas sobre este tipo de alimentos: son artesanales. Las imágenes de marketing de muchas marcas así nos lo hacen pensar. Un tarro con un trozo de tela tapando la tapa de plástico y con una cuerda, cuanto más áspera, mejor; colores verdes y ocres en el etiquetado que nos recuerdan los bosques en otoño; la foto de una abuelita con un delantal y una cuchara de palo en la mano… Son muchas las maneras de predisponer nuestro cerebro a pensar que aquello que compramos está hecho a mano. Bueno, pues no. Salvo que uno se compre la miel en algún pueblo perdido de la montaña (donde aún no han desaparecido las abejas), lo de «hecho a mano» es una quimera. Grandes industrias alimentarias que producen alimentos ecológicos poseen unas cadenas de envasado y producción que dejan en mantillas a muchas fábricas del sector automovilístico.

También tendemos a pensar que los alimentos ecológicos son más nutritivos/saludables. Pues no necesariamente. Depende del alimento.

Por ejemplo, una vaca que vive suelta en el campo y se alimenta de la hierba que el prado le da, sí puede tener una calidad en la carne que no hay en una vaca estabulada, todo el día encerrada y comiendo de un pesebre. Pero el problema es que esa vaca «libre» no lo está siempre, hay momentos en que se las encierra y comen pienso igual que sus congéneres de granja intensiva.

Caso aparte es el de los cerdos de raza ibérica. Estos por su genética (o sea, la raza) ya tienen una composición cárnica especial y súper saludable. Además, si viven sueltos en la dehesa comiendo bellota, mejor que mejor, aunque algunos pueden comer también pienso, lo que influye en la composición nutricional del jamón y también en el precio.

Más ejemplos: los huevos «ecológicos» son el resultado de las gallinas que viven sueltas en un área más o menos amplia. Generalmente, comen el mismo pienso que las que están encerradas en jaulas, solo que lo tienen que recoger del suelo y no del comedero, pero el alimento suele ser muy similar. El huevo que producen tiene una composición nutricional muy parecida a la de un huevo obtenido en una explotación intensiva, aunque, eso sí, es tres veces más caro porque en la superficie donde se podrían tener cien gallinas solo pueden estar quince. Cuando pagamos esos precios por este tipo de huevos estamos comprando que la gallina es más feliz, algo que también es plausible, pero que nada tiene que ver con nuestra salud.

Ahora que la cesta de la compra está por las nubes quizás es hora de mirar con más detenimiento este tipo de productos: tengamos claro qué estamos comprando.

 




 

 

viernes, 1 de diciembre de 2023

La suerte y la Ciencia

 


Retomo la actividad en el blog con una entrada de la sección «Cagadas de la Ciencia» aunque lo que viene a continuación son en realidad grandes descubrimientos. Si los pongo en esta sección es porque lo que se inventó no se buscaba y fue fruto del azar… y de algo más.

 

Vamos a hablar de la serendipia en la Ciencia.

 

Para los que el término «serendipia» no les suene, aquí viene la definición de la R.A.E.: «Hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual. El descubrimiento de la penicilina fue una serendipia.»

 

Al hilo de lo que nos dice la R.A.E. cabría pensar que ese hallazgo, al ser fruto de la casualidad, se consiguió de pura chiripa. Pero no es así.

La casualidad favorable, que sería la definición de «chiripa» no es serendipia. Cuando nos suena la flauta, y lo hace de manera armoniosa, uno se congratula y se felicita por la suerte que ha tenido. En cambio, la serendipia requiere algo más que suerte, necesita sagacidad, es decir, algo sale de manera fortuita, pero hay que saber aprovechar esa fortuna y obtener conclusiones yendo más allá del hecho fortuito. En Ciencia se sabe bastante al respecto y como muestra los ejemplos que vienen a continuación.

 

Empecemos por la serendipia más famosa, y a la que alude precisamente la R.A.E.: el descubrimiento de la PENICILINA.

Alexander Fleming era un científico británico que buscaba sustancias que se cargaran a las bacterias y no dañaran los tejidos. Esto último, lo de no dañar los tejidos, le traía de cabeza, porque sustancias que mataran bacterias había muchas, la mayoría de los ácidos sin ir más lejos, pero también se cargaban al hospedador de las bacterias, es decir al paciente (si alguno tiene dudas al respecto que mire en la hemeroteca lo que les pasó a los que pusieron en práctica la idea de Donald Trump de tomar lejía para acabar con el coronavirus).

Unos días antes de irse de vacaciones, allá por el mes de julio de 1928, Fleming dejó listas unas cincuenta placas de cultivo en las que había inoculado varias cepas de estafilococos patógenos. El buen hombre se marchó de descanso estival y cuando regresó en septiembre se encontró que una de las placas se había contaminado con moho y alrededor de este había una zona sin colonias bacterianas, mientras que en las zonas más alejadas donde no había moho las bacterias habían colonizado la superficie.

«¡Vaya por Dios!» se podría haber dicho Fleming (puede que lo dijera, aunque no había nadie presente ese día), «Pues a la basura esta placa que se ha estropeado» también podría haber dicho; pero eso no lo dijo porque lo que la mayoría de los mortales habría hecho ante una situación así no fue lo que hizo Fleming (y aquí radica la diferencia entre chiripa y serendipia). La sagacidad de este genio consistió en sentir curiosidad y mirar qué había pasado. «¿Por qué alrededor del moho no han aparecido las bacterias?» se podría haber dicho también. Miró la placa al microscopio y observó que las bacterias sí habían aparecido, pero estaban muertas y las colonias no habían proliferado.

El moho había liberado una sustancia que se había cargado a las bacterias. El moho se llamaba Penicilliun notatum y la sustancia liberada se llamó penicilina. Con esta serendipia se descubrieron los antibióticos. ¡Eureka!

Este es, de lejos, el descubrimiento científico más conocido como fruto del azar (y de la sagacidad). Pero no es el único.

 

Otra serendipia, o una chiripa unida a la sagacidad, fue lo que le pasó al ingeniero estadounidense Percy Spencer en 1945. Este señor experimentaba con el magnetrón, un aparato que produce señales de radio. Un día que manejaba ese aparato de ondas, la barra de turrón de cacahuete que llevaba en el bolsillo se derritió. En lugar de maldecir por la mancha (puede que lo hiciera su señora esposa o quien se encargara de limpiarle la ropa) supuso que las ondas eran las responsables de ese fenómeno por lo que decidió probar de nuevo, pero con un huevo crudo y granos de maíz. Con esos dos ingredientes le dio al magnetrón y el resultado fue que el huevo le explotó en la cara y el maíz se convirtió en palomitas. Con restos de huevo en la barba, Percy acababa de inventar el MICROONDAS.

La empresa para la que investigaba este ingeniero patentó el uso del magnetrón para cocinar, aunque aquel microondas inicial no se parecía mucho a los de ahora: pesaba 340 kilos, tenía el tamaño de una nevera de las grandes, y tardaba más de veinte minutos en calentarse y ponerse a funcionar (además costaba unos 50 mil dólares al cambio actual). Con esas características es comprensible que no tuviera mucho éxito, pero luego se cambiaron algunos aspectos técnicos y la cosa mejoró hasta conseguir, veinte años después, una apariencia similar a la de hoy en día.

 

Sigamos con más serendipias científicas.

 

Si a Fleming se le cayó un hongo encima de la placa de un experimento, a Charles Goodyear lo que se le cayó fue azufre sobre caucho en una estufa. Este señor con apellido de marca de neumático vivía en Connecticut y buscaba conseguir un caucho de buena calidad, es decir, que con el calor no se ablandara y con el frío no se agrietara que es lo que le pasa al caucho natural. Empezó añadiendo cinc a esta goma producto del árbol Ficus elástica, pero la cosa no funcionaba. Sin embargo, un día se le cayó una poco de azufre en una muestra de caucho que estaba en una estufa, cuando la mezcla se enfrió dio un producto duro, resistente y maleable a la vez, acaba de inventar el proceso llamado VULCANIZACIÓN que aplicado en los neumáticos hace que estos sean más resistentes. El nombre del proceso es un homenaje a Vulcano, dios romano del fuego y los volcanes (lugares con una buena cantidad de azufre precisamente). A propósito de nombres, antes he mencionado que este inventor tenía nombre de marca de neumático, en realidad es al revés, la famosa marca de ruedas debe su nombre a este señor porque al fundarse la empresa se quiso homenajear así al inventor de un proceso que revolucionó la fabricación de neumáticos.

 

Una serendipia en toda regla también fue lo que le ocurrió a Roy Plunkett en 1938. Este químico norteamericano andaba investigando gases refrigerantes. Un día obtuvo una muestra congelada con tetrafluoretileno y comprobó que esa muestra se había polimerizado dando una cosa sólida y cerosa que resultó ser politetrafluoretileno (PTFE) que, dicho así, además de ser un trabalenguas, a muchos no les sonará de nada, pero que luego fue bautizado con un nombre más corto y fácil de pronunciar: TEFLÓN.

Además, resultó que ese PTFE, teflón para los amigos, no se alteraba con ningún producto químico y era antiadherente: en su superficies resbalaba todo. Entonces Plunkett se dijo «A mí esto no me sirve para hacer refrigerantes, pero… ¿y si lo pongo en una sartén?» Acababa de inventar uno de los productos más útiles para cocinar.

 

Hubo muchas más serendipias constatadas en la Ciencia; el velcro, la dinamita… y quién sabe cuántas más que no fructificaron porque al científico de turno le faltó sagacidad para obtener rédito de ellas.

La suerte se nos puede presentar a todos, pero no todos sabemos aprovecharla.

 

 


NOTA: Me gustaría pedir disculpas por el abandono del blog durante tanto tiempo. Quehaceres de diversa índole me apartaron de este espacio que adoro pero que me pide un tiempo que muchas veces no me sobra.