Ciencia y ética
son dos conceptos que a veces no consiguen congeniar. Es más, suscitan mucha
polémica. Para algunos la ética es una disciplina que nada tiene que ver con la
ciencia y por tanto no debe tenerse en cuenta. Sin embargo, para otros, la
ética debe tenerse en cuenta siempre, independientemente del campo en el que
uno se desenvuelva; para quienes así piensan debe haber una especie de reglamento
interno donde las líneas rojas nos impidan traspasar ciertos límites.
Esta polémica
se hace más aguda cuando los intereses militares se meten por en medio. La
seguridad nacional ha estado muchas veces, más de las que pensamos, detrás de
las investigaciones científicas. Y en cuestiones de seguridad nacional, local o
del tipo que sea (incluso paranoica) los militares son los primeros en
presentarse como adalides de la misma.
Nos guste o no,
la guerra ha sido uno de los principales estímulos para que la ciencia se
desarrolle y con ella la tecnología derivada de sus investigaciones. Pero esto
no es nuevo, ha ocurrido desde la Antigüedad.
Algunos eruditos documentan que la aparición de la rueda, en la
Mesopotamia de hace más de seis mil años, se debió al interés por desarrollar
carros de combate y no carretas para hacer más llevadera la carga de los
campesinos o de la gente común.
Los conflictos
bélicos tuvieron (tienen) una importancia crucial en los avances científicos.
En la Primera Guerra Mundial, el afán por cargarse al enemigo de la manera más
eficaz desarrolló la ciencia química de forma vertiginosa: el uso de agentes
químicos (cloro, fosgeno o el gas mostaza) y la producción de distintos
explosivos se basaron en las investigaciones propiciadas por los estamentos
militares.
Algo parecido
ocurrió en la Segunda Guerra Mundial donde también había que masacrar al
pérfido enemigo como fuera. En esta ocasión el desarrollo se centró en la
ingeniería y en las comunicaciones. Turing y su desencriptación de la máquina
nazi Enigma es un claro exponente (si quieres saber más clica AQUÍ). Este conflicto bélico supuso el
punto de arranque para el posterior desarrollo de los actuales ordenadores,
aunque también fue el punto de partida de un campo algo más peligroso a medio y
largo plazo: la física atómica y nuclear.
Es cierto que,
y quizás para compensar, los científicos que trabajaron a las órdenes de los
militares, una vez terminado el conflicto bélico, retornaron a sus puestos
civiles (la mayoría universidades o centros de investigación pública y civil)
donde aplicaron sus nuevos conocimientos adquiridos en las instalaciones
militares para otros usos menos cruentos y con una utilidad más benigna.
Llegados a este
punto cabría realizar un acto de reflexión: ¿hasta qué punto es responsable un
científico en el resultado final de su trabajo cuando la idea, o el proyecto
inicial, parte de un estamento superior a él? ¿Es suficiente con decir aquello
de «Obedecía órdenes»?
Se especula
también mucho sobre la voluntariedad de algunos científicos que participaron en
algunos proyectos en épocas de guerra, pero también es verdad que a algunos la
cosa se les fue de las manos y el tiro les salió por la culata (nunca mejor
dicho hablando de militares).
Esto es lo que
le pasó al pobre de Einstein. A finales de los años treinta, a punto de liarse
parda la cosa con la segunda de las guerras mundiales, un amigo de Einstein le
chivó que los nazis estaban haciendo ensayos con uranio, que la reacción en
cadena tan potente que este elemento era capaz de crear podía ser la materia de
partida para elaborar bombas sumamente destructivas. Einstein, alarmado y
consciente del peligro, escribió una carta de aviso al presidente Roosevelt
avisando de las maniobras alemanas para que estuviera al loro. El motivo de la
carta fue de lo más inocente y sus intenciones honestas, pero el resultado fue
desalentador porque ¿qué hizo el presidente norteamericano?, poner a sus
investigadores a trabajar sobre lo mismo para tener una bomba mejor que la de
los alevosos nazis.
Por eso a
Einstein, un pacifista de pro, un antimilitarista convencido, ahora se le
considera el padre de la bomba atómica. Pero, como leí en un artículo de
revisión, culpar a este científico del bombardeo de Hiroshima es como culpar a
Jesucristo de las muertes en la hoguera por parte de la Inquisición: una
interpretación torticera.
La importancia
de la estrategia militar para apoyar el desarrollo de la investigación
científica está llena de ejemplos, pero hoy me centraré brevemente en uno muy
ilustrativo: el PROYECTO MANHATTAN.
Este proyecto
de investigación marcó el inicio de lo que se ha llamado Big Science (tema que
será tratado más adelante en el blog). Este programa fue desarrollado por EEUU
con la colaboración de Canadá y Reino Unido para elaborar una bomba atómica.
Fue un proyecto a gran escala (de ahí el nombre Big Science) donde
intervinieron numerosos científicos (muchos de ellos eminentes y reputados como
Enrico Fermi o Niels Börh) y técnicos expertos en múltiples materias, además de
una inversión de mucha pasta con instalaciones punteras y modernísimas (matar
es más rentable que sanar, por lo que se ve).
Por si alguno os
preguntais qué relación tiene Manhattan con las bombas, os diré que no tiene nada que ver y por eso
mismo le pusieron ese nombre, para despistar a los alemanes y que se creyeran
que era otra cosa si la expresión llegaba a sus oídos, o a sus radios.
Para poner en
funcionamiento tan ambicioso plan, los estados intervinientes no repararon en
gastos e invirtieron a lo grande. Dicen que participaron más de medio millón de
personas, la mayoría desconocedoras de lo que realmente se estaba cociendo ahí.
Proyecto
Manhattan tuvo dos figuras visibles que pusieron cara y nombre a la dirección.
A la cabeza de la sección puramente científica se encontraba Robert
Oppenheimer, un profesor de física teórica en la Universidad de California. El
jefe responsable de la parte militar del asunto fue el general Leslie Groves en
cuyo currículo se encuentra la supervisión de la construcción del Pentágono.
Las
investigaciones que se realizaron se basaban en una reacción llamada fisión
nuclear del uranio enriquecido y que, básicamente, consiste en que cuando un
isótopo de uranio (235U) se divide en dos átomos forma, por un
lado, un isótopo de un gas llamado kriptón (92Kr) y, por otro lado,
un isótopo de bario (141Ba). Cuando estos dos isótopos se crean al
dividirse el uranio, la reacción despide muchísimo calor, una energía que se
emplea para que en una bomba compuesta de mucho uranio enriquecido se convierta
en un arma muy destructiva.
El 16 de julio
de 1945 se hizo la primera prueba (Prueba Trinity) donde se detonó una bomba de
plutonio (siguiendo unas pautas de fisión semejantes a las del uranio). El
lugar elegido para lanzarla fue Alamogordo, un lugar del estado de Nuevo
México, en un desierto llamado Jornada del Muerto (el nombre de marras ya era
toda una declaración de intenciones). Por cierto, en esta prueba intervino como
supervisor el hermano de Oppenheimer, Frank, que luego fue defenestrado y
denunciado por Robert (el jefe del proyecto) por ser un comunista subversivo. A
lo que se ve, a Robert Oppenheimer, dirigir proyectos de bombas se le daba bien,
pero trabajar el amor fraternal no era su fuerte.
El ‘éxito’ de
la Prueba Trinity dio vía libre para que los militares se decidieran a lanzar
otras bombas, pero en un lugar nada desierto, ni de vegetación ni, lo que fue
peor, de personas. El sitio que tuvo el inmenso honor de sufrir las devastadoras
consecuencias del primer ataque por bombas atómicas fue, primero Hiroshima y tres días
después Nagasaki. En un alarde de lirismo cruel, hipócrita y solo comprensible
desde la arrogancia norteamericana (que solo entiende de derechos humanos
cuando se los aplican a ellos mismos), a esas bombas se les puso nombre: Little
Boy y Fat Man.
Después de esta
prueba real, el cínico de Oppenheimer tuvo la desfachatez de manifestar su
pesar por la muerte de personas inocentes. No sé yo qué creía este señor que
iba a pasar cuando lanzas una bomba sobre población civil, ¿que solo iban a
morir los malos, los que no eran inocentes?
Robert, al
igual que muchos de sus colegas, una vez finalizada la guerra, retomó su carrera como profesor universitario y se dedicó a la investigación civil
con propósitos menos exterminadores. En los años cincuenta también se empleó, y a fondo, en fastidiar a su hermano el izquierdoso dando material arrojadizo al macartismo en su particular caza de brujas.
Retomando la
reflexión del principio de esta publicación, vuelvo a plantear la misma
pregunta: ¿ética y ciencia deben estar separadas? La moral puede ser un freno
para el avance tecnológico, eso argumentan los que piensan que la ciencia no
sabe de remordimientos. Es cierto, que en esa moral muchos mezclan ideas
religiosas y ahí la cosa se complica porque todos sabemos cuánto daño hizo la
religión a la ciencia en épocas pasadas con sus prohibiciones (no se permitía
hacer autopsias para investigar hasta hace bien poquito, apenas doscientos
años).
Como soy
científica y como quiero ser positiva, quiero pensar que después de todo, la
ciencia cuando avanza es para bien, a pesar de todo.
Por ejemplo,
los primeros bancos de sangre y la cirugía plástica nacieron de la necesidad de
atajar las terribles mutilaciones y desfiguraciones que los soldados de la
Primera Guerra Mundial sufrían con los bombardeos donde había gas mostaza y
todas esas porquerías que se investigaron. Los ordenadores que ahora casi todos
tenemos en casa son el fruto posterior de las investigaciones de los primeros
informáticos que se pusieron a desentrañar los mensajes cifrados del enemigo
para poder bombardearlos a placer. Las ecografías que se hacen hoy en día son
las hijas de los llamados hidrófonos que captaban los sonidos originados por
las turbulencias de los submarinos alemanes para así ubicarlos y lanzarles unos
cuantos proyectiles de bienvenida.
En fin, hay
muchos inventos cotidianos cuyos “padres” tuvieron una génesis bélica pero que
al final sirvieron para propósitos más sociales.
El que no se
consuela es porque no quiere.