miércoles, 11 de diciembre de 2019

Proyecto Manhattan: la ciencia y la ética no siempre se llevan bien


Ciencia y ética son dos conceptos que a veces no consiguen congeniar. Es más, suscitan mucha polémica. Para algunos la ética es una disciplina que nada tiene que ver con la ciencia y por tanto no debe tenerse en cuenta. Sin embargo, para otros, la ética debe tenerse en cuenta siempre, independientemente del campo en el que uno se desenvuelva; para quienes así piensan debe haber una especie de reglamento interno donde las líneas rojas nos impidan traspasar ciertos límites.
Esta polémica se hace más aguda cuando los intereses militares se meten por en medio. La seguridad nacional ha estado muchas veces, más de las que pensamos, detrás de las investigaciones científicas. Y en cuestiones de seguridad nacional, local o del tipo que sea (incluso paranoica) los militares son los primeros en presentarse como adalides de la misma.
Nos guste o no, la guerra ha sido uno de los principales estímulos para que la ciencia se desarrolle y con ella la tecnología derivada de sus investigaciones. Pero esto no es nuevo, ha ocurrido desde la Antigüedad.  Algunos eruditos documentan que la aparición de la rueda, en la Mesopotamia de hace más de seis mil años, se debió al interés por desarrollar carros de combate y no carretas para hacer más llevadera la carga de los campesinos o de la gente común.
Los conflictos bélicos tuvieron (tienen) una importancia crucial en los avances científicos. En la Primera Guerra Mundial, el afán por cargarse al enemigo de la manera más eficaz desarrolló la ciencia química de forma vertiginosa: el uso de agentes químicos (cloro, fosgeno o el gas mostaza) y la producción de distintos explosivos se basaron en las investigaciones propiciadas por los estamentos militares.
Algo parecido ocurrió en la Segunda Guerra Mundial donde también había que masacrar al pérfido enemigo como fuera. En esta ocasión el desarrollo se centró en la ingeniería y en las comunicaciones. Turing y su desencriptación de la máquina nazi Enigma es un claro exponente (si quieres saber más clica AQUÍ). Este conflicto bélico supuso el punto de arranque para el posterior desarrollo de los actuales ordenadores, aunque también fue el punto de partida de un campo algo más peligroso a medio y largo plazo: la física atómica y nuclear.
Es cierto que, y quizás para compensar, los científicos que trabajaron a las órdenes de los militares, una vez terminado el conflicto bélico, retornaron a sus puestos civiles (la mayoría universidades o centros de investigación pública y civil) donde aplicaron sus nuevos conocimientos adquiridos en las instalaciones militares para otros usos menos cruentos y con una utilidad más benigna.
Llegados a este punto cabría realizar un acto de reflexión: ¿hasta qué punto es responsable un científico en el resultado final de su trabajo cuando la idea, o el proyecto inicial, parte de un estamento superior a él? ¿Es suficiente con decir aquello de «Obedecía órdenes»?
Se especula también mucho sobre la voluntariedad de algunos científicos que participaron en algunos proyectos en épocas de guerra, pero también es verdad que a algunos la cosa se les fue de las manos y el tiro les salió por la culata (nunca mejor dicho hablando de militares).
Esto es lo que le pasó al pobre de Einstein. A finales de los años treinta, a punto de liarse parda la cosa con la segunda de las guerras mundiales, un amigo de Einstein le chivó que los nazis estaban haciendo ensayos con uranio, que la reacción en cadena tan potente que este elemento era capaz de crear podía ser la materia de partida para elaborar bombas sumamente destructivas. Einstein, alarmado y consciente del peligro, escribió una carta de aviso al presidente Roosevelt avisando de las maniobras alemanas para que estuviera al loro. El motivo de la carta fue de lo más inocente y sus intenciones honestas, pero el resultado fue desalentador porque ¿qué hizo el presidente norteamericano?, poner a sus investigadores a trabajar sobre lo mismo para tener una bomba mejor que la de los alevosos nazis.
Por eso a Einstein, un pacifista de pro, un antimilitarista convencido, ahora se le considera el padre de la bomba atómica. Pero, como leí en un artículo de revisión, culpar a este científico del bombardeo de Hiroshima es como culpar a Jesucristo de las muertes en la hoguera por parte de la Inquisición: una interpretación torticera.
La importancia de la estrategia militar para apoyar el desarrollo de la investigación científica está llena de ejemplos, pero hoy me centraré brevemente en uno muy ilustrativo: el PROYECTO MANHATTAN.
Este proyecto de investigación marcó el inicio de lo que se ha llamado Big Science (tema que será tratado más adelante en el blog). Este programa fue desarrollado por EEUU con la colaboración de Canadá y Reino Unido para elaborar una bomba atómica. Fue un proyecto a gran escala (de ahí el nombre Big Science) donde intervinieron numerosos científicos (muchos de ellos eminentes y reputados como Enrico Fermi o Niels Börh) y técnicos expertos en múltiples materias, además de una inversión de mucha pasta con instalaciones punteras y modernísimas (matar es más rentable que sanar, por lo que se ve).
Por si alguno os preguntais qué relación tiene Manhattan con las bombas,  os diré que no tiene nada que ver y por eso mismo le pusieron ese nombre, para despistar a los alemanes y que se creyeran que era otra cosa si la expresión llegaba a sus oídos, o a sus radios.
Para poner en funcionamiento tan ambicioso plan, los estados intervinientes no repararon en gastos e invirtieron a lo grande. Dicen que participaron más de medio millón de personas, la mayoría desconocedoras de lo que realmente se estaba cociendo ahí.
Proyecto Manhattan tuvo dos figuras visibles que pusieron cara y nombre a la dirección. A la cabeza de la sección puramente científica se encontraba Robert Oppenheimer, un profesor de física teórica en la Universidad de California. El jefe responsable de la parte militar del asunto fue el general Leslie Groves en cuyo currículo se encuentra la supervisión de la construcción del Pentágono.
Las investigaciones que se realizaron se basaban en una reacción llamada fisión nuclear del uranio enriquecido y que, básicamente, consiste en que cuando un isótopo de uranio (235U) se divide en dos átomos forma, por un lado, un isótopo de un gas llamado kriptón (92Kr) y, por otro lado, un isótopo de bario (141Ba). Cuando estos dos isótopos se crean al dividirse el uranio, la reacción despide muchísimo calor, una energía que se emplea para que en una bomba compuesta de mucho uranio enriquecido se convierta en un arma muy destructiva.
El 16 de julio de 1945 se hizo la primera prueba (Prueba Trinity) donde se detonó una bomba de plutonio (siguiendo unas pautas de fisión semejantes a las del uranio). El lugar elegido para lanzarla fue Alamogordo, un lugar del estado de Nuevo México, en un desierto llamado Jornada del Muerto (el nombre de marras ya era toda una declaración de intenciones). Por cierto, en esta prueba intervino como supervisor el hermano de Oppenheimer, Frank, que luego fue defenestrado y denunciado por Robert (el jefe del proyecto) por ser un comunista subversivo. A lo que se ve, a Robert Oppenheimer, dirigir proyectos de bombas se le daba bien, pero trabajar el amor fraternal no era su fuerte.
El ‘éxito’ de la Prueba Trinity dio vía libre para que los militares se decidieran a lanzar otras bombas, pero en un lugar nada desierto, ni de vegetación ni, lo que fue peor, de personas. El sitio que tuvo el inmenso honor de sufrir las devastadoras consecuencias del primer ataque por bombas atómicas fue, primero Hiroshima y tres días después Nagasaki. En un alarde de lirismo cruel, hipócrita y solo comprensible desde la arrogancia norteamericana (que solo entiende de derechos humanos cuando se los aplican a ellos mismos), a esas bombas se les puso nombre: Little Boy y Fat Man.
Después de esta prueba real, el cínico de Oppenheimer tuvo la desfachatez de manifestar su pesar por la muerte de personas inocentes. No sé yo qué creía este señor que iba a pasar cuando lanzas una bomba sobre población civil, ¿que solo iban a morir los malos, los que no eran inocentes?
Robert, al igual que muchos de sus colegas, una vez finalizada la guerra, retomó su carrera como profesor universitario y se dedicó a la investigación civil con propósitos menos exterminadores. En los años cincuenta también se empleó, y a fondo, en fastidiar a su hermano el izquierdoso dando material arrojadizo al macartismo en su particular caza de brujas.
Retomando la reflexión del principio de esta publicación, vuelvo a plantear la misma pregunta: ¿ética y ciencia deben estar separadas? La moral puede ser un freno para el avance tecnológico, eso argumentan los que piensan que la ciencia no sabe de remordimientos. Es cierto, que en esa moral muchos mezclan ideas religiosas y ahí la cosa se complica porque todos sabemos cuánto daño hizo la religión a la ciencia en épocas pasadas con sus prohibiciones (no se permitía hacer autopsias para investigar hasta hace bien poquito, apenas doscientos años).
Como soy científica y como quiero ser positiva, quiero pensar que después de todo, la ciencia cuando avanza es para bien, a pesar de todo.
Por ejemplo, los primeros bancos de sangre y la cirugía plástica nacieron de la necesidad de atajar las terribles mutilaciones y desfiguraciones que los soldados de la Primera Guerra Mundial sufrían con los bombardeos donde había gas mostaza y todas esas porquerías que se investigaron. Los ordenadores que ahora casi todos tenemos en casa son el fruto posterior de las investigaciones de los primeros informáticos que se pusieron a desentrañar los mensajes cifrados del enemigo para poder bombardearlos a placer. Las ecografías que se hacen hoy en día son las hijas de los llamados hidrófonos que captaban los sonidos originados por las turbulencias de los submarinos alemanes para así ubicarlos y lanzarles unos cuantos proyectiles de bienvenida.
En fin, hay muchos inventos cotidianos cuyos “padres” tuvieron una génesis bélica pero que al final sirvieron para propósitos más sociales.
El que no se consuela es porque no quiere.





martes, 26 de noviembre de 2019

Bacterias resistentes a antibióticos: el nuevo Armagedón




«En caso de duda consulte a su farmacéutico» Este consejo -duramente criticado por algunos médicos que se resisten a reconocer que de fármacos quien entiende más es el boticario- aparece en la publicidad de muchos medicamentos -una publicidad que, ya puestos a criticar, yo he cuestionado con dureza desde siempre-. Pero esa frase no es un adorno cualquiera, o un reclamo publicitario más. Consultar cuando se tienen dudas sobre lo que sea es lo más lógico que se puede hacer, además se ha de preguntar a quien entiende del tema. De cajón. Si, encima, nuestras dudas se refieren a la administración de un medicamento, el preguntar y consultar se convierte en algo indispensable para no liarla parda.
Cualquier fármaco debe utilizarse con mesura y siempre siguiendo las pautas que el médico o el farmacéutico prescriben; esto debe hacerse por seguridad y por sentido común. Pero ya se sabe que el sentido común es el menos común de los sentidos y muchas veces brilla por su ausencia viendo las barbaridades que hacen algunos cuando se están medicando.
Administrarse el doble de la dosis prescrita en la creencia de que, al doblar la cantidad, el tiempo en sanar será la mitad, es un ejemplo de los muchos que podría citar y a los que asistí en mi etapa profesional detrás de un mostrador de una oficina de farmacia. Aún recuerdo con espanto el día que un cliente, delante de mí, se bebió un frasco entero de Bisolvón tras decir «En lugar de tomármelo durante una semana, me lo tomo de una vez y la tos se me curará antes».
Esta estulticia por parte de algunos es especialmente peligrosa cuando se trata de antibióticos, pero no solo es peligrosa para el que comete la imprudencia, lo es también para todos los demás.
La arrogancia de algunos pacientes al creer que ellos saben mejor que nadie cuándo y cómo deben tomar un antibiótico se convierte en un peligro que nos afecta a todos, a los insensatos y a los que aún nos queda un poquito de ese sentido común que tan raramente aparece. Y es que el uso indiscriminado de los antibióticos nos ha llevado a una situación muy delicada que está provocando un problema serio a nivel sanitario por culpa de las resistencias a los antibióticos.
Pero, ¿qué son las resistencias a los antibióticos? Para entender en qué consisten, primero hay que saber algo sobre la morfología de las bacterias.
Las bacterias son microorganismos procariotas, lo que en castellano llano quiere decir organismos microscópicos unicelulares muy sencillitos. Esa sencillez se traduce en que su material genético está resumido en una cadena única de ADN, sistema haploide, y no en dos como se da en las células más complejas o diploides. Además, esa cadena es muy cortita, es decir, tiene muy pocos genes, algo natural pues si la bacteria solo está compuesta de una célula, a qué llevar mucha información. Si uno es simple, es simple y ya está.
Cuando un ser vivo tiene doble cadena de ADN, los genes que codifican una misma función, o una característica, están duplicados. Si son iguales no hay problema, se manifiesta lo que esos dos genes “dicen”, pero si son distintos ―lo que suele ocurrir la mayoría de las veces― entonces uno de los genes (el gen dominante) se impone sobre el otro (gen recesivo) y ese es el que “dice” cómo va a ser la característica o función que regula. A veces no domina ninguno y, en completo consenso, la característica o función resultante es una mezcla de lo que dice uno y de lo que dice el otro.
Por ejemplo, un gen dice que los ojos van a ser de color azul, y el otro que marrones. Si ninguno tiene la fuerza necesaria para imponerse a su compañero, el resultado será ojos de color verde: ni para ti, ni para mí (en realidad el mecanismo es mucho más complejo, pero no voy a meterme en profundidades).
Esto ocurre en los sistemas diploides, es decir, aquellos que tienen doble cadena de ADN, pero ya hemos dicho que las bacterias son haploides, que tienen solo una cadena de ADN.
En el ADN de las bacterias cada gen es dueño y señor de su información, no tiene ningún compañero que le tosa ni que le cuestione. Si un gen “dice” que va a romper la membrana de las células óseas (por poner un ejemplo), las va a romper sí o sí.
Hemos hablado de seres haploides y de cadenas únicas de ADN, ahora vamos a complicar un poquito más las cosas hablando de mutaciones genéticas.
Básicamente, una mutación genética es un cambio en la secuencia o en la naturaleza del ADN celular. Las mutaciones se pueden dar por muchos motivos pero la mayoría de las veces son espontáneas, ocurren porque sí, sin más razón ni causa.
Cuando un gen muta en una célula de un organismo complejo, ese cambio pasa desapercibido en la inmensa mayoría de los casos, pero cuando lo hace en un ser que solo está compuesto de una célula y que solo tiene una cadena de ADN, el cambio se va a manifestar siempre.
Las bacterias mutan constantemente. Según en qué consista la mutación el resultado puede ser o no preocupante. La mayoría de las veces esos cambios aleatorios que el azar ha conferido se quedan en nada, pero a veces, la mutación consiste en aportar una característica que, por ejemplo, las hace invulnerables al ataque de un agente extraño. Si ese agente extraño no anda por las inmediaciones de la bacteria mutante, la mutación pasa desapercibida, pero si el agente extraño está presente la bacteria que ha mutado tendrá una característica que la hará más fuerte frente a sus compañeras que no tienen esa mutación y, mientras sus colegas sin mutar sucumben frente al enemigo (el agente extraño), la bacteria mutante sobrevivirá y será la que se reproduzca (el término correcto es replicación) dando más bacterias fuertes frente a ese agente exterior. Teniendo en cuenta que el ritmo reproductor/replicador de las bacterias es asombroso, el surgimiento de una nueva cepa de bacterias con esa mutación es drástico.
Si el agente extraño se trata de un antibiótico, la bacteria mutante resulta ser una bacteria resistente a ese antibiótico.
Así que, ante todo esto, los antibióticos no crean las resistencias, la mutación es obra del azar. Lo que hacen los antibióticos es seleccionar y propiciar que una bacteria resistente a ellos y que ha mutado, insisto, aleatoriamente, sea la que sobreviva y la que se replique creando millones de coleguitas idénticas a ella.
Tomar antibióticos puede favorecer que esas bacterias mutantes y resistentes proliferen al ser las más fuertes. Entonces… ¿no debemos tomar antibióticos? Sí y… no.
Hay que tomar antibióticos cuando sea necesario. Esto, que parece una perogrullada de tomo y lomo, resulta que no se cumple casi nunca.
Cuando tenemos una infección bacteriana hay que combatirla con antibióticos, siempre siguiendo las pautas y los tiempos establecidos por el personal sanitario -dentro del personal sanitario no se encuentra la vecina del quinto que tuvo una enfermedad parecida y que se tomó una cosa que le vino muy bien-. Y en ese aspecto, el de ser una infección bacteriana, se encuentra el motivo principal por el que hoy en día hay tantas bacterias resistentes.
Hemos visto cómo las bacterias se replican y cómo una mutación las puede dar súper poderes según en qué medio se desenvuelvan. Pero ¿qué pasa con los virus? Pues, con los virus no pasa nada cuando se dan antibióticos, porque LOS ANTIBIÓTICOS NO SIRVEN PARA LOS VIRUS. Es más, si tratamos con antibióticos una infección vírica, no solo no vamos a conseguir que el paciente se cure, además vamos a propiciar que las posibles bacterias mutantes que pueda tener el paciente (que no están causando infección) *, proliferen más que sus compañeras y sean las que predominen, en una posterior y probable infección, resistiendo el tratamiento antibiótico.
Y ¿cómo sabemos si tenemos una infección vírica o bacteriana? La mayoría de los procesos catarrales y todos los gripales son causados por virus. En el mercado farmacéutico hay otro tipo de compuestos llamados antivirales pero que, en procesos no peligrosos, como son los catarros y la mayoría de las gripes, no se emplean en pacientes con un estado de salud óptimo (virus gripal aparte).
Así que cuando uno moquea un poquito, tiene algo de tos o simplemente se ha agarrado la gripe invernal de todos los años, lo que hay que hacer es esperar que el virus se marche (termine su ciclo vital) y, mientras lo hace, combatir los síntomas para que el virus de marras no nos haga demasiado la puñeta. Tomar cualquier tipo de fármaco que no sea un antitérmico, descongestionante o analgésico, no va a servir de nada. De todos debería ser conocido que el virus de la gripe con tratamiento dura siete días y sin tratamiento dura una semana.
De todas formas, si no estamos seguros de pasar un proceso viral o bacteriano lo que debemos hacer es preguntar, y ¿a quién? Pues a quien sabe del tema, es decir, a un médico que nos diagnosticará nuestra dolencia. Como debe ser.
Desde que Fleming descubrió la penicilina en 1928 son muchos millones de vidas las que se han salvado gracias a los antibióticos. Además, la esperanza de vida ha aumentado en más de 20 años gracias a estos fármacos. Pero esto está empezando a cambiar.
El uso/abuso indiscriminado de antibióticos ha favorecido la proliferación de bacterias resistentes a los mismos de manera que el año pasado hubo casi un millón de muertes por infecciones resistentes a antibióticos. Bacterias relativamente fáciles de combatir hace unos años son, en la actualidad, un hueso duro de roer para acabar con ellas. Infecciones más o menos curables hace unas décadas están empezando a resultar mortales en algunos países.
Los laboratorios farmacéuticos están al quite, pero el avance en la creación de nuevos antibióticos no es tan rápido como la aparición de cepas resistentes. El panorama se presenta muy negro, se estima que en 2050 habrá diez millones de muertes atribuibles a infecciones resistentes a antibióticos superando al cáncer como principal causa de muerte en el mundo.
La cosa es seria y si no nos ponemos las pilas esto puede terminar como el rosario de la aurora.
Mucho se habla del cambio climático y sus desastrosas consecuencias en la supervivencia del género humano, pero tenemos otros enemigos que también pueden acabar con nosotros y mucho antes de que lo haga el sobrecalentamiento global: las bacterias.
Cuando algunos se imaginan un mundo distópico donde la Tierra ha sido destruida, piensan en un planeta arrasado por la radiación nuclear, o devastado por desastres climatológicos, o por fenómenos naturales como terremotos y tsunamis, incluso invadido por seres de otras galaxias. Yo me imagino la Tierra despoblada de vida humana al ser invadida por otra especie, pero no extraterrestre: me imagino la extinción del género humano por la invasión de unos seres procariotas microscópicos. ¿Alarmismo? ¿Desvarío? No. Deducción lógica. Como sigamos así las vamos a pasar canutas.
Pero aún estamos a tiempo, más o menos. En manos de todos está el uso responsable de los antibióticos, nos va en ello la salud y la supervivencia.


(*) la presencia de bacterias patógenas en el organismo no siempre es sinónimo de infección, todo depende del sistema inmune del individuo y de la cantidad de bacterias presentes.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Rodrigo Zamorano: el catedrático del mar



«Es una sutileza tan grande que un hombre con un compás y unas rayas señaladas en una carta sepa rodear el mundo y sepa de día y de noche a dónde ha de llegar y que acierte a caminar por una cosa tan larga y espaciosa como es el mar, donde no hay camino ni señal de él.»
Pedro de Medina (cosmógrafo)

El protagonista de hoy en la sección de locos científicos no es el típico investigador al uso, de esos que se encierran en el laboratorio a cacharrear y a hacer ensayos. Su laboratorio de experimentación fue el más grande que uno pueda imaginar: el mar. Quien protagoniza la publicación de hoy es un cosmógrafo y aunque no se ajusta a la idea que uno tiene de un científico, sí tiene una de las cualidades más destacables: la locura. Pues locura hay que tener, y mucha, para aventurarse en el mar, sobre todo en la época que le tocó vivir, el siglo XVI, cuando las herramientas para orientarse eran rudimentarias y nada sofisticadas.
Rodrigo Zamorano nace en Medina de Rioseco (Valladolid) el año 1542. Su familia era de posibles y eso le permitió estudiar en la universidad, y no en una, sino en dos: la de Valladolid y la de Salamanca. Sus preferencias académicas se decantaron por las matemáticas y la astrología. Para sacarse unos dineros, Rodrigo se dedicaba a impartir esas materias a algunos nobles de manera privada, en plan profesor particular.
Llega a la corte de Madrid acompañando al hijo de uno de estos nobles, el Condestable de Castilla Pedro Fernández de Velasco.
Cuando tiene treinta y dos años se va a Sevilla, allí establece su residencia y allí moriría en 1623 con ochenta y un años.
Para entender la importancia de la labor de este personaje, primero debemos ponernos en situación.
Corre el siglo XVI, hace unas pocas décadas un marino de origen incierto ―aunque parece que ya hay casi consenso en que era genovés― descubre todo un continente. Para llegar a él hay que establecer rutas, con mayor o menor seguridad según azoten los vientos y las corrientes marinas vayan de un lado para otro. Una vez descubierto ese nuevo mundo se presentan otros horizontes por descubrir y explorar, donde el mar suele ser el medio para llegar hasta ellos. Y para desenvolverse bien en el mar es indispensable tener buenos conocimientos de cosmografía.
La cosmografía en el Renacimiento era un compendio de materias (matemáticas, astrología, astronomía y geografía) que se solía impartir en las universidades. Pero esta ciencia estaba muy ligada a otras prácticas más artesanales como era la cartografía, la construcción de instrumentos o el llamado arte de navegar, unas prácticas que no se enseñaban en la universidad. En este aspecto la corte tuvo un papel mediador al convertirse en el vínculo entre el saber universitario y las prácticas de navegación: un futuro cosmógrafo aprendía matemáticas y geografía en la universidad y luego la corte, mediante instituciones financiadas por ella, le enseñaba la tecnología necesaria para proveerse de instrumentos adecuados donde aplicar los conocimientos universitarios.
¿Y por qué la corte se interesaba en formar adicionalmente a los cosmógrafos? La cosmografía era una ciencia fundamental, el conocimiento de las rutas marítimas era necesario para que los barcos no se perdieran. Pero también era un saber poderoso y muy útil para los gobiernos de las naciones que querían dominar las rutas y por tanto el comercio… y por tanto el dinero que este generaba.
Rodrigo fue un destacado alumno en esta ciencia y fue reclutado por la corona española para que impartiera docencia en la Casa de Contratación de Sevilla, una institución de la Corona de Castilla creada para fomentar la navegación entre España y los territorios de ultramar.
En Sevilla, Rodrigo imparte clases a los futuros pilotos de la flota de la Carrera de Indias, es decir, de los barcos que se encargaban de llevar mercancías entre los diferentes territorios del imperio donde nunca se ponía el sol. Que el piloto encargado del gobierno de uno de estos barcos supiera por dónde estaba y no se perdiera, era más que fundamental porque aquellos barcos siempre iban cargados de metales preciosos, manufacturas y enseres de toda índole. O sea, la mercancía era más que valiosa.
Por tanto, la buena formación de los pilotos era un interés prioritario de la corona, y Rodrigo lo hizo muy bien. Llegó a ser catedrático de cosmografía y arte de navegar durante treinta y ocho años en los que no solo impartió clases, además investigó y escribió importantes obras sobre cartografía, náutica y geografía. También construyó algunos instrumentos que facilitaron la labor de orientarse en medio del mar, algo que no es nada fácil.
Y como muestra de cuán importante era la orientación precisa cuando una está rodeado de agua por todas partes haré un breve paréntesis para contar lo que le aconteció a cierto explorador.
A mediados del siglo XVI el navegante Álvaro de Mendaña realizó una expedición por el Pacífico y en su deambular se encontró con las Islas Salomón (cerca de Australia). Veinticinco años después quiso volver, pero un ‘pequeño error’ de cálculo con los rudimentarios instrumentos de navegar le desvió y descubrió en su lugar las Islas Marquesas a muchos miles de kilómetros de las Salomón (el que quiera más detalles que se mire un mapa, pero ya os digo que están muy lejos unas de otras). Y todo esto en medio de una vasta extensión de agua donde no hay nada con lo que orientarse, tan solo las estrellas y si las nubes lo permiten. Se podría decir que este hombre se hizo un 2x1, pero le salió caro porque murió en el intento pasándole el marrón a su mujer, Isabel de Barreto, que le acompañaba en aquella loca aventura, y convirtiéndola así en la primera almirante femenina de la Historia. Pero esa ya es otra historia.


Volvamos con Rodrigo. Entre la vasta producción creativa de este catedrático, se encontraban varias “cartas de marear”. No es que se dedicara a aturdir al personal escribiendo epístolas, las cartas de marear eran los mapas para seguir rutas marítimas. Y con esto tuvo algunos problemillas que casi le cuestan el pescuezo.
Ya hemos visto cómo saber desenvolverse bien en el océano era importante para el comercio y por tanto para la economía, así la cosmografía se convirtió en una disciplina fundamental y… secreta.
La materia cosmográfica era un asunto de estado porque la explotación de las colonias dependía de ella. Era indispensable que el enemigo no supiera cómo llegar a según qué sitios (el enemigo estaba formado por franceses, alemanes e ingleses, todos ellos ávidos y envidiosos de las riquezas que España se estaba agenciando gracias al descubrimiento del Nuevo Mundo).
Y ¿qué hizo Zamorano para despertar la ira regia? Pues publicar algunas de las cosas que averiguó. Encima se permitió la osadía de utilizar una lengua vulgar como el castellano, en lugar del latín, un idioma mucho más fino y también desconocido por la mayoría del pueblo.
Pero en nuestra piel de toro somos como somos y no tenemos remedio. Entre los múltiples defectos que nos caracterizan se encuentra el que no sabemos guardar un secreto ni a tiros. Resulta que esa ciencia tan oculta fue una de las que más divulgación tuvo, haciéndose bastante popular por la profusión de manuales de navegar que circulaban entre los marinos de más o menos enjundia. Y, no solo eso, es que los manuales se llegaron a traducir a otras lenguas europeas. Luego nos quejábamos que si los piratas holandeses, que si los ingleses… ¡puñetas, no les digas por dónde vas a pasar!
Parece ser que al final, la imprudencia de Rodrigo solo fue castigada con un tirón de orejas y Felipe II miró para otro lado ―para que luego digan que este rey era duro―.
Puede que Rodrigo Zamorano no conste en los anales de la historia como un destacado miembro para la humanidad, pero muchos marinos le deben la vida. Gracias a los conocimientos, investigaciones y ‘cartas de marear’ de este cosmógrafo, aquellos marinos aventureros pudieron llegar a sus destinos sin perderse en la inmensidad del océano.



miércoles, 30 de octubre de 2019

Blossom, la vaca que salvó vidas


Solemos asociar la figura del héroe con algunos nombres. Suelen ser personajes, masculinos o femeninos, que por la actividad de toda una vida o por un hecho puntual, salvaron muchas vidas. Invariablemente, estos nombres son de hombres o de mujeres, pero eso es injusto porque fuera de nuestra especie también hay figuras que supusieron un punto de inflexión, como el personaje que hoy traigo: una vaca.
En el siglo XVIII la esperanza de vida para los humanos no era muy esperanzadora, valga la redundancia. Entre las enfermedades, las condiciones higiénicas y la poca preparación de los médicos, la cosa no pintaba nada bien en cuestión de salud.
Entre los males que asolaban a la población dieciochesca se encontraba la viruela. Esta enfermedad la causaba un virus, Variola virus, y se caracterizaba por la aparición de abultamientos y ampollas por todo el cuerpo acompañados de fiebre muy alta que si era además hemorrágica mandaba al infectado al otro barrio en un plis plas. En cualquier caso, con hemorragia o sin ella, el índice de mortalidad era muy elevado. Tenía otra característica este virus, y es que solo infectaba una vez en la vida; si el paciente la palmaba evidentemente el virus ya no podía volver a darle por saco, pero si sobrevivía, tampoco, pues el afectado quedaba protegido de posteriores ataques.
Nunca hubo un tratamiento para la viruela, la única posibilidad de sobrevivir a la infección era aguantar el embate del virus, cruzar los dedos y esperar a que el organismo hiciera frente y venciera al agente invasor. No obstante, en el siglo XVIII se utilizaba una técnica con resultados diversos: la variolización. Este procedimiento se basaba en infectar a personas sanas con el virus de la viruela de otra persona enferma. Puede parecer una barbaridad, ¿verdad? Sin embargo, a veces funcionaba… pero solo a veces.
Esta técnica se aplicaba en Turquía desde mucho tiempo atrás y a Europa llegó de la mano de una mujer, Lady Montagu, tras su estancia en tierras otomanas. Básicamente consistía en tomar muestras de costras de viruela de un paciente infectado para posteriormente introducir el polvo resultante, mediante una incisión en la piel, en un individuo sano. Tras la inoculación el individuo sano dejaba de estarlo pues comenzaba a padecer fiebre acompañada de síntomas de viruela; después de pasar varios días podían ocurrir dos cosas: una, superaba el proceso febril y quedaba protegido contra la enfermedad (en realidad la había pasado, aunque menos agresivamente); dos, no lo superaba… y cascaba.
Así que esta técnica no era plenamente efectiva, hacía aguas. Pero es lo que había.
Hasta que llegó Edward Jenner, un científico británico.
Se da la curiosidad de que este hombre tuvo su propia experiencia con la viruela siendo un niño. Cuando tenía ocho años hubo un brote de viruela en su localidad y él fue inoculado con el virus de un enfermo, junto a un montón de niños de la zona. Como se sabía que los inoculados podían enfermar y contagiar a su vez, la metodología de prevención en aquella época consistía en aislar a los infectados en un establo sin contacto exterior, lo que se traducía en no poder salir durante cuarenta días ―el tiempo estimado para saber si sobrevivían o si palmaban― teniendo que comer, dormir y realizar las funciones fisiológicas (léase defecar y orinar) en el mismo sitio. Jenner, salió airoso de la prueba, pero esos cuarenta días encerrado lo dejaron marcado para siempre.
Pero, en realidad, la experiencia fue positiva, al menos para el resto de la Humanidad. Ya de mayor, y sabiendo que la variolización era muy chunga, se puso a investigar. Observó que entre las mujeres que se dedicaban a ordeñar las vacas no había casos de viruela, aunque a veces presentaban unas vesículas en la piel «parecidas» a las de esta enfermedad e idénticas a las que presentaban las ubres de algunas vacas.
Tras esta observación, decidió hacer una variante de la variolización. Un día tomó muestras de unas ampollas que tenía una vaquera en las manos y que se había infectado al ordeñar una vaca llamada Blossom. Las muestras se las inoculó al pequeño James de ocho años, el hijo de su jardinero, y esperó a ver qué pasaba.
El crío tuvo algo de fiebre pero poco más, no sufrió ningún trastorno grave. Pasadas unas semanas, Jenner fue más allá, sometió al niño a una variolización para comprobar posteriormente que la criatura no presentaba ningún síntoma, ni fiebre ni nada. Pero ahí tampoco se detuvo Jenner, siguió repitiendo el procedimiento varias veces. El niño resistió todas las inoculaciones como si tal cosa y entonces Jenner llegó a la conclusión de que estaba plenamente inmunizado y sin pasar ningún sufrimiento.
Como la cosa salió bien, ahora Jenner está en muchos libros de texto con letras de oro, si el resultado hubiera sido negativo ahora se le consideraría un infanticida.
El caso es que el virus de Blossom fue el causante de este éxito, y ¿qué tenía ese virus? Pues que era «parecido» al de la viruela humana pero no igual, y ahí radicaba la diferencia precisamente.
La viruela de las vacas, viruela vacuna o bovina, la causa el Cowpox virus*, un agente infeccioso que en los humanos no produce síntomas tan graves como el Variola virus, el de la viruela humana, pero que sí crea anticuerpos en el organismo de un ser humano y, además, esos anticuerpos son útiles para combatir la infección grave, la de la viruela humana.
Así que el bueno de Jenner y gracias a la contribución desinteresada de Blossom, la vaca lechera más famosa de la Historia, creó la primera vacuna. Luego vendrían Pasteur y Koch para profundizar más en la forma de actuar de los microorganismos (bacterias y virus principalmente), pero a Jenner se le considera el padre de la inmunología, pues empíricamente, sin tener ni siquiera un microscopio, abrió un nuevo campo que reportó grandes beneficios a la salud: el de las vacunas.
La vacunación sistemática contra la viruela consiguió que se erradicara (la viruela, junto a la peste bovina, son las dos únicas enfermedades que el hombre ha conseguido eliminar de la naturaleza). Hasta hace menos de un siglo era una enfermedad altamente letal ya que el único tratamiento posible, en caso de infección, era el sintomático, es decir, combatir la fiebre, evitar la deshidratación y que las pústulas y/o vesículas cutáneas no se infectaran, mientras se esperaba que el organismo venciera al virus por sí mismo.
Afortunadamente esto es cosa del pasado. Al menos, de momento, porque hay muestras «guardadas» en dos laboratorios, uno ruso y otro estadounidense ―qué miedito da― desobedeciendo el mandato de la OMS que en 1993 ordenó destruir todas las muestras. Estos laboratorios siguen empeñados en quedarse con unos cuantos viales del virus «por si acaso». El armamento biológico es un arma muy poderosa, valga la redundancia. Pero ese ya es otro tema.
Dejemos el chantaje biológico y quedémonos con Jenner, su incansable curiosidad, y recordemos también la generosidad de James ―supongo que completamente involuntaria― y la aportación vírica de Blossom.
Un aplauso para los tres.



*No confundir con Vaccinia virus o "virus vacuna", un virus primo hermano del Cowpox virus pero que no procede de las vacas precisamente, sino de los caballos y que ha dado lugar a cierto lío a la hora de nombrar a estos agentes infecciosos.



miércoles, 23 de octubre de 2019

Vacunarse o no vacunarse, ¿es esa la cuestión?


En esta sección del blog, Al día con la Ciencia, el objetivo se centra en aclarar algunos temas científicos que, dada su complejidad no son bien entendidos o hay cierta dificultad para comprenderlos.
Pero en el caso de esta publicación de hoy no es exactamente esa la intención, pues el tema a tratar no tiene nada de complejo; la explicación es necesaria por otros motivos como la desinformación que algunos sectores interesados quieren difundir para confusión y jaleo del respetable.
Hoy voy a centrarme en un tema controvertido desde hace relativamente poco tiempo: vacunas sí o vacunas no.
Vayamos por partes, ¿sabemos qué es una vacuna o cómo actúa?
Según la Organización Mundial de la Salud: «Se entiende por vacuna cualquier preparación destinada a generar inmunidad contra una enfermedad estimulando la producción de anticuerpos. Puede tratarse, por ejemplo, de una suspensión de microorganismos muertos o atenuados, o de productos o derivados de microorganismos.»
Ahora viene el siguiente paso, ¿sabemos qué son los anticuerpos?
Los anticuerpos son proteínas que reaccionan específicamente contra los antígenos (agentes extraños que provocan reacciones de defensa en el organismo). Los anticuerpos son utilizados por el sistema inmunológico para reconocer y bloquear virus, bacterias, hongos o parásitos.
Por lo tanto, si tenemos anticuerpos adecuados podremos defendernos de los ataques de los antígenos en forma de microorganismos o parásitos que producen infecciones.
De toda esta información hay que tener en cuenta que las reacciones inmunológicas son ESPECÍFICAS, es decir, que no todos los anticuerpos sirven para combatir todas las enfermedades infecciosas. Así que, si queremos inmunizarnos contra la gripe, es necesario tener anticuerpos específicos que se unan y bloqueen al virus que la provoca, de manera que éste quede inutilizado y no pueda dañar nuestro organismo, o lo que es igual, no pueda hacernos enfermar.
Pero ¿cómo generamos esos anticuerpos específicos? Para tener una defensa adecuada el organismo tiene unos mecanismos fisiológicos que se basan en “reconocer” al enemigo ―léase la bacteria, el virus o el agente infeccioso que sea― y “prepararse” adecuadamente. Es como si un ejército que ve cómo sus fronteras son traspasadas por un grupo de invasores, y antes de atacar, observa cómo van pertrechados los enemigos para actuar en consecuencia y así conseguir que su defensa sea lo más rápida y efectiva posible.
No es lo mismo que te invada un ejército de hunos armados con hachas y lanzas por los Pirineos mandado por Atila, que lo haga un buque de la armada americana lleno de marines por Algeciras mandado por Trump. Para el primer caso nuestro país tendría posibilidades de repeler el ataque, para el segundo a mí me da que no. Pero no nos desviemos del tema.
Preparar un plan de defensa y ataque no es algo que se pueda hacer de un día para otro, es necesario tiempo, y tiempo es precisamente lo que no sobra cuando nos ataca una bacteria, o un virus. Cuanto antes empecemos a cargarnos al enemigo más probabilidad habrá de que este no nos haga daño. De cajón.
Por eso, si cuando el malo ―vuélvase a leer bacteria, virus o el agente infeccioso que sea― entra en nuestros dominios con intenciones alevosas nosotros ya tenemos preparada la defensa adecuada, porque sabemos cómo es el invasor, porque sabemos cuáles son sus puntos débiles y porque tenemos preparado el armamento idóneo, entonces no tenemos más que desplegar nuestro ejército bien equipado ―léase anticuerpos, y macrófagos (una especie de guerrero beligerante que se come todo lo que se le pone por delante al reconocerlo como extraño)―. Si nos pillan preparados, la defensa será adecuada y eficaz, e impediremos que el atacante haga daño a nuestras posesiones ―léase órganos― evitando que caigamos enfermos.
Pero ¿cómo podemos tener nuestro ejército bien preparado ANTES de que lleguen los invasores? Pues gracias a las vacunas.
Las vacunas dan información valiosa a nuestro organismo. Es el aliado que nos cuenta cuáles son los puntos débiles del enemigo, o cómo son los planes de ataque del mismo. Porque las vacunas consisten en “soldados enemigos” debilitados/desarmados o simplemente muertos, de manera que nos enseñan cómo son, nos facilitan los planos de su manera de atacar, pero sin poder atacarnos realmente pues no tienen fuerzas para hacerlo.
Cuando sabemos cómo es el enemigo, nuestro sistema inmune comienza a trabajar, y prepara anticuerpos específicos para combatirlo y  una vez formados adecuadamente quedan en la reserva, acuartelados, para el caso de que se dé una invasión en toda regla con soldados plenamente equipados y con todo su potencial destructor.
Bien, pues en esta estrategia inmuno militar, algunos argumentan que las vacunas han dejado de ser necesarias porque ya no hay enemigos que combatir. Y en esta aseveración se ha fundamentado una corriente antivacunas que está causando mucho daño y más de una muerte.
Es cierto que algunos enemigos ya no están entre nosotros ―léase enfermedades erradicadas como la viruela―, pero otros, aunque no aparezcan o se hagan ver, no quiere decir que no existan, simplemente están sometidos, lo que en términos militares se llama neutralizar, es decir, no me puede hacer daño, pero porque lo tengo controlado, retenido gracias a mi armamento, y ¿qué armamento es ese? Las vacunas.
Si algunas enfermedades no aparecen ya, es gracias a las vacunas. Como la población, que ha sido previamente vacunada, es inmune, al llegar el agente infeccioso a nuestro cuerpo ―porque el enemigo no está muerto, anda suelto por ahí― nosotros lo combatimos y no padecemos la enfermedad.
En 2015 falleció un niño en Olot por difteria, una enfermedad respiratoria de origen infeccioso y que no daba señales de vida desde hacía más de treinta y cinco años en nuestro país. Parece ser que los padres del crío decidieron no vacunarle siguiendo la corriente/moda bastante extendida que está en contra de las vacunas.
Esta animadversión hacia las vacunas se basa principalmente en la manía persecutoria y el trastorno paranoico de la teoría de la conspiración sobre la industria farmacéutica y que viene a decir que el ‘holding’ farmacéutico solo pretende robarnos, el dinero y la salud, y que todo lo que venden es veneno. Estos acérrimos enemigos de esta industria no se ponen tan beligerantes cuando sus familiares más queridos, o simplemente ellos, se agarran una enfermedad de las chungas y se curan gracias a esos “venenos”.
Otros argumentan, para evitar las vacunas, que estas tienen efectos secundarios. Todos los tratamientos tienen (posibles) efectos secundarios, incluidas las vacunas. Antes de que un fármaco se ponga en circulación se estudian los efectos contraproducentes y los beneficiosos, según el riesgo y la mejora que pueda aportar se decide si es viable.
No quiero extenderme, pero el efecto beneficioso de las vacunas es incuestionable y no porque lo diga yo, sino porque las estadísticas cantan. Desde que se estableció un calendario de vacunación apropiado, la mortalidad infantil (y la adulta también) debida a enfermedades infecciosas ha descendido significativamente, mientras que los efectos perniciosos que algunas vacunas pueden producir se cuentan como casos muy aislados.
Con las vacunaciones sistemáticas, el sarampión, la rubeola o la poliomielitis han reducido el 90% su incidencia en tan solo dos décadas. Si no nos vacunamos nos exponemos a la reaparición de brotes de enfermedades casi erradicadas en nuestro país. De hecho, recientemente se están viendo, de nuevo, casos de sarampión, tos ferina, difteria o meningitis. Algo que no ocurría desde la década de los sesenta del siglo pasado.
A todos aquellos padres que deciden no vacunar a sus hijos porque creen que las vacunas son innecesarias les recordaría que probablemente sus hijos no estén necesitando, de momento, esas vacunas porque los hijos de la inmensa mayoría de otros padres están vacunados y esas enfermedades tan peligrosas no abundan en nuestra sociedad gracias precisamente a esas vacunas que ellos desprecian tan alegremente.
 Pero hay un problema, y esta situación puede volverse aún más peligrosa. Nuestra sociedad cada vez está más diversificada, la movilidad de gente de nacionalidades muy distintas nos pone en contacto con otras culturas y también con enfermedades que estaban controladas. Porque nuestro calendario de vacunación no rige en otros países donde sus habitantes pueden ser portadores de algunas enfermedades que nos traen cuando llegan de viaje y que… pueden contraer todos aquellos que no estén vacunados.
Aun así, todavía hay algunos a los que les gusta agitar el avispero, alarmar al personal, contando, sin saber de la misa la media, la historia a su conveniencia. Me gustaría hablar con sinceridad de esos grupos que se hacen llamar antivacunas, pero la educación y cierto pudor a la hora de utilizar palabras soeces me lo impiden. Sólo comentar que cuando se habla de algo hay que saber de qué se habla, que decir una verdad a medias es peor que mentir y que utilizar el temor y el desconocimiento de algunos para cobrar protagonismo es ruin y despreciable.
Dejémonos de modas y tengamos un poquito de sentido común.



NOTA. El origen de la palabra “vacuna” y cómo se descubrió la primera de todas será un tema a tratar en una próxima publicación, en la sección “La Ciencia en la Historia”. Permanezcan atentos a sus pantallas.



sábado, 12 de octubre de 2019

Efecto Matilda: ciencia y testosterona


A lo largo de la Historia son muchos los casos donde las mujeres han sufrido un trato desigual por su condición femenina. Son innumerables las injusticias que soportaron, de parte de sus colegas masculinos, mujeres altamente cualificadas en un determinado campo profesional. La Ciencia, por desgracia, no fue inmune a esta situación.
Muchas veces, y esto es ya la guinda del pastel, estas mujeres no solo fueron ninguneadas, sino que sus trabajos fueron atribuidos a varones haciendo que el escarnio fuera total. Esto es lo que se viene a llamar “efecto Matilda”, es decir, el prejuicio en reconocer que un trabajo científico es obra de una mujer adjudicándoselo a un hombre. El nombre viene de Matilda Gage, una sufragista del siglo XIX que, por primera vez, dijo en voz alta lo que estaba pasando con muchas científicas.
Maria Skłodowska-Curie tuvo que soportar la humillación de ser rechazada, en un primer momento, para el Premio Nobel por ser mujer mientras que, a su marido, Pierre Curie, y a Henri Becquerel sí les daban el reconocimiento. Tan solo la firme negativa de Pierre Curie para aceptar el galardón si su mujer no era incluida en él propició que finalmente fuera premiada.
Trotula, una médica del siglo XI, fue humillada hasta el punto de que su propio nombre fue cambiado por el de Trottus, el equivalente en masculino, haciendo creer que todos los escritos por ella creados eran obra de un hombre pues se consideraban demasiado buenos para salir de una mente femenina.
Tanto Marie como Trotula tuvieron su espacio en forma de biografías en ‘Demencia la madre de la Ciencia’ (Maire Curie, Trotula de Salerno). Pero muchas otras científicas fueron víctimas del efecto Matilda.
Uno de los más cercanos y sangrantes fue el de Rosalind Franklin. Esta mujer tuvo una mente privilegiada que le hizo destacar en el campo de la biología molecular, pero también tuvo la mala suerte de recalar en una de las instituciones científicas más rancias y ancladas en el pasado: el King’s College de Londres.
Corría el año 1951 cuando Rosalind llegó al King’s procedente de París. Para empezar, le asignaron un laboratorio muy pequeño situado en los sótanos y con un equipamiento muy anticuado. Nada que ver con las instalaciones de las que disfrutaban sus colegas James Watson y Francis Crick en la universidad de Cambridge.
Watson, Crick y Franklin andaban estudiando la estructura del ADN. Para completar un imperfecto cuadrado, en el King’s había otro investigador que también trabajaba sobre el mismo tema, Maurice Wilkins. A este último le sentó como un tiro que la brillantez de Rosalind fuera tan notoria.
Las muestras de lo rancio que era el King’s College se daban en muchos aspectos y las principales damnificadas eran las mujeres. Rosalind hubo de bregar con situaciones esperpénticas, tales como tener que almorzar en su casa o en el comedor de estudiantes porque en el de profesores no estaba permitido el acceso a las mujeres, aunque fueran trabajadoras del centro. La repera.
Cuando el director del centro ―en un alarde de valentía insólita― ordenó que las investigaciones sobre el ADN las dirigiera Franklin y no Wilkins, este puso el grito en el cielo y se mosqueó cantidad. No podía tolerar que una mujer fuera su jefa en lugar de su subordinada, así que se declaró en rebeldía y empezó a hacerle la vida imposible a su “superiora”.
Las tensiones entre estos dos llegaron a tal punto que Rosalind se marchó del King’s College, harta de tanto troglodita y cuando estaba a solo un paso de identificar la estructura del ADN. Con el camino libre, el cavernícola de Wilkins se apropió del trabajo de Rosalind que consistía en imágenes de la estructura helicoidal del ADN captadas por ella mediante difracción de rayos X. Con el descaro propio de alguien que no tiene escrúpulos, Wilkins compartió esas imágenes con Watson y Crick ―los que andaban investigando lo mismo en Cambridge―. Así, los tres juntitos, señores vestidos por los pies y rodeados de testosterona por todas partes, se erigieron como los descubridores de la doble hélice del ADN (un descubrimiento que cambiaría la manera de entender la biología a partir de ese momento) y se llevaron el premio Nobel, dejando a Rosalind sin el más mínimo reconocimiento a su aportación.
Con los años se acabó admitiendo que el trabajo de Rosalind Franklin aportó información importante al hallazgo y hoy en día se la considera, junto a los otros tres impresentables, descubridora de la doble hélice del ADN. Pero el Nobel se lo llevaron ellos.
Hay muchos más casos del efecto Matilda, pero el más llamativo es el que se dio con Ben Barres. Este científico vivió en primera persona dicho efecto y pudo constatar en sus carnes que una mujer científica no es tratada igualmente que un hombre científico. Y si lo supo muy bien es porque él fue las dos cosas.
Ben Barres fue un neurocientífico estadounidense que nació mujer. Sus primeros cuarenta y tres años de existencia los vivió con el nombre de Barbara, luego se cambió de sexo y pasó a llamarse Ben, convirtiéndose en uno de los primeros científicos transgénero.
Antes de llamarse Ben ya destacaba en el mundo científico por su inteligencia y preparación, pero tenía ciertas dificultades para publicar. Incluso cuando, siendo estudiante, resolvió brillantemente un difícil problema, sus compañeros varones la acusaron de haber sido ayudada por su novio.
Ben denunció en diferentes publicaciones el distinto trato recibido en el mundo científico cuando era mujer respecto al que tuvo cuando fue hombre. La primera muestra de esta discriminación la tuvo nada más impartir su primer seminario como hombre. En aquella ocasión tuvo que escuchar de un colega, que no sabía de su transición de género: «Ha impartido un gran seminario. Su trabajo es mucho mejor que el de su hermana». Por lo visto, el lumbreras en cuestión creía que Barbara era hermana de Ben al tener el mismo apellido y trabajar en el mismo campo. Los hay con una perspicacia y un tino…
Afortunadamente las cosas van cambiando, las féminas son reconocidas en sus profesiones y no se las cuestiona por ser mujeres, pero aún hay mucho camino que recorrer.
Esperemos que el efecto Matilda vaya perdiendo fuerza y que los sinvergüenzas que quieran aprovecharse del trabajo de sus colegas femeninas se extingan como lo suelen hacer las especies que no tienen cabida ni sentido en la Naturaleza.



miércoles, 2 de octubre de 2019

Ignaz Semmelweis: el obstetra de las manos limpias


«Cuando un médico va detrás del féretro de su paciente, a veces la causa sigue al efecto.»
  Robert Koch

Muchos de los protagonistas de las biografías de locos científicos han sido mujeres. Valía y méritos académicos aparte me gusta destacar la labor de estas científicas porque tuvieron un problema añadido para descollar en su terreno: eran mujeres. Las mujeres, independientemente de su actividad profesional, han sido relegadas a un segundo plano muchas veces, por eso sacar a la luz la vida de algunas de ellas me parece una manera de reivindicar el derecho a ser tenidas en cuenta.
La entrada de hoy va un poco en esa línea, aunque el protagonista es un hombre; un varón que se implicó y desafió a una sociedad machista para aumentar la esperanza de vida de las mujeres. El protagonista de hoy fue un médico que se preocupó por la sepsis puerperal (infección postparto) que causaba gran cantidad de muertes entre las mujeres cuando estas realizaban una función fisiológica exclusiva de ellas, parir, y que por tanto no era un tema prioritario, ni importante, para los médicos (todos ellos varones).
Ignaz Semmelweis nace el uno de julio de 1818 en Budapest. Es el cuarto hijo de una familia numerosa y acomodada. Ingresa en la Universidad de Viena para cursar Derecho, pero abandona la carrera para dedicarse a estudiar Medicina tras ver a un famoso patólogo realizar una autopsia. Se especializa en obstetricia y comienza a ejercer en el Hospital Maternal de Viena.
En el siglo XIX se comenzó a institucionalizar el dar a luz en los hospitales. Lo normal era hacerlo en casa, la parturienta era asistida por una comadrona o simplemente ayudada por alguna mujer de la familia o una vecina. Esta práctica era la habitual, pero las autoridades vieron que muchos infanticidios se daban en el propio parto, especialmente cuando el niño era fruto de relaciones ilegítimas o simplemente no deseado.
Fue entonces cuando se crearon los hospitales maternales, unas instituciones gratuitas donde las mujeres más pobres, incluso las prostitutas, podían ir a parir sabiendo que sus hijos serían cuidados con seguridad en las horas inmediatamente posteriores ―y las más delicadas― al nacimiento. A cambio de ser atendidas, y dado que no pagaban nada, debían servir de práctica para algunos experimentos a los estudiantes de medicina o a las matronas en formación. O sea, que lo de gratuito…
El hospital maternal donde recaló Semmelweis tenía dos salas de parto. Ignaz observó que la mortalidad de las mujeres atendidas era muy dispar según en qué sala dieran a luz. El motivo de la muerte de una madre al parir casi siempre era el mismo: sepsis puerperal.
Antes de proseguir me detendré a explicar brevemente qué es exactamente eso de sepsis puerperal.
Una vez que el recién nacido sale por el canal del parto, la placenta se desprende y los vasos de la pared uterina quedan abiertos siendo este momento uno de los más peligrosos del maravilloso acto de dar a luz, pues el riesgo de hemorragia es altísimo, y la exposición a los gérmenes también. Estos vasos acaban contrayéndose, se cierran y el riesgo desaparece… a no ser que quien esté manipulando a la parturienta tenga las manos sucias, entonces los microorganismos entran en el torrente sanguíneo de la afectada provocando una sepsis (infección) generalizada que normalmente acaba en muerte.
Cuando Semmelweis observó que se daban muchas más muertes en una sala que en otra, no se conformó con encogerse de hombros, como hacían sus colegas, y ya está. No. Él se dispuso a investigar porque la diferencia era importante, mientras en una sala la mortalidad alcanzaba el 30% de los partos, en la otra no llegaba al 3%. Esta información era conocida hasta el punto en que muchas mujeres cuando llegaban allí imploraban de rodillas que las atendieran en la sala que era a todas luces la más segura; más de una, al saber que le había tocado la sala chunga, acabó escapándose, prefiriendo parir en la calle.
Tras desechar diferentes factores como causa de la sepsis puerperal, entre los que se encontraba el miedo que provocaba la aparición de un sacerdote tocando la campanilla para administrar los últimos sacramentos, nuestro médico llegó a la conclusión de que la única diferencia entre aquellas dos salas radicaba en el personal que las atendía.
En la primera sala, la de mayor mortalidad, las parturientas eran atendidas por médicos estudiantes, en la segunda, y con mayor esperanza de salir vivas de allí, las futuras madres eran atendidas también por estudiantes, pero de matrona. Cabría pensar, al hilo de esta conclusión, que los médicos eran los causantes de las muertes y esto no les molaba nada a los colegas de Ignaz ya que se supone que uno va a un hospital porque allí hay médicos, especialistas de la salud, que van a cuidar de ti, no que van a causarte la muerte. Aunque esto es muchas veces cierto, no voy a entrar en polémicas estériles.
Pero Semmelweis observó otro dato más, y en el que radicaba el motivo real de la sepsis. Los estudiantes de medicina, al contrario que los de matrona, realizaban autopsias: tocaban cadáveres con sus manos ―en aquella época los guantes de látex no existían― y hurgaban en todos los órganos para aprender. Además, y lo más grave, en aquel hospital, las clases de anatomía forense se impartían justo antes de pasar a la sala de partos para asistir a las mujeres. Si a todo esto le añadimos que las normas de higiene a mediados del siglo XIX brillaban por su ausencia, la tragedia estaba servida, pues la mayoría de los estudiantes no se lavaban las manos, a lo máximo que llegaban algunos era a mojárselas con un poco de jabón y secárselas con un trapo.
Todo esto eran sospechas que tenía nuestro médico observador, pero aún no las tenía todas consigo, no sabía qué podían llevar en las manos los médicos que pudiera ser tan letal. Recordemos que Pasteur, Koch y Lister ―los padres de la microbiología― realizaron sus estudios unas cuantas décadas después.
La prueba definitiva se la proporcionó un compañero de trabajo, un forense que, tras hacerse un corte con un escalpelo al realizar la autopsia de una mujer fallecida por sepsis puerperal, sufrió la misma infección que la difunta y con el mismo resultado. Cuando se le hizo la autopsia al forense, se vio que presentaba las mismas alteraciones orgánicas que las mujeres muertas por infección postparto. Blanco y en botella.
Semmelweis llegó a la conclusión de que los médicos que realizaban autopsias y tocaban carne putrefacta, llevaban en sus manos un agente que al transmitírselo a las parturientas las infectaba y les provocaba la muerte. Entonces ordenó que todo aquel que asistiera a una sala de partos debía lavarse primero las manos con agua clorada ―una especie de lejía diluida― «hasta que el olor a cadáver desapareciera». Durante un tiempo así se hizo y la mortalidad en las salas de paritorio ¡descendió al 1%!
Era evidente que las premisas de Ignaz eran acertadas ¿verdad? Pues para sus colegas parece que no lo fueron tanto porque la mayoría de sus compañeros se rebelaron y hasta se rieron de él. El principal causante de esta reacción fue el jefe del hospital, el doctor Klein, que ya había dado muestras de ser un zopenco. El antecesor de este señor, el doctor Boër, aplicaba las normas de higiene recomendadas por otro médico británico, un tal Alexander Gordon, que a finales del siglo XVIII ya había dado la voz de alarma de lo peligroso que puede ser la falta de aseo en los médicos. Boër sí hizo caso a este aviso y consiguió descender la mortalidad, pero cuando llegó el cazurro de Klein al puesto de director, este dejó de aplicar esas normas y la mortalidad volvió a aumentar hasta el 30%. Cuando vino Semmelweis de nuevo con la cantinela de que había que ser más pulcros y cuidadosos con la higiene, su jefe no solo no le hizo caso, sino que le despidió por pesado y por poner en tela de juicio su profesionalidad.
Ignaz volvió a su Hungría natal, apesadumbrado e impotente por el ninguneo al que estaba siendo sometido. No obstante, quiso ser escuchado, levantó la voz e intentó que sus teorías fueran valoradas. Pero todo fue en vano. Tanta fue la obsesión, que se volvió arisco con su propia familia y empezó a beber demasiado y a frecuentar prostíbulos donde se agarró una sífilis que lo volvió loco de remate.
En 1865, completamente demenciado, lo ingresaron en un manicomio. No llegó a permanecer allí ni siquiera dos semanas porque una herida, provocada por una paliza de los guardias, se le infectó y gangrenó, causándole una sepsis generalizada que lo despachó en cuestión de días. Tenía cuarenta y siete años
Irónico que el médico que tanto luchó por evitar la sepsis muriera precisamente de eso.
Dicen que a su entierro apenas acudió gente pues su deterioro mental lo había aislado de todo y de todos. Ni siquiera asistió su propia esposa ―probablemente el que pillara la sífilis por frecuentar prostitutas tuvo algo que ver―. Su trabajo fue durante mucho tiempo olvidado, nadie seguía las normas de higiene establecidas por Semmelweis y las muertes tras el parto siguieron dándose.
Pero al final la verdad vio la luz, y lo hizo de la mano de científicos que con perseverancia consiguieron detectar a los verdaderos causantes de las infecciones: los microorganismos.
En 1879, catorce años después de la muerte de Semmelweis, se celebró un congreso en la Academia de Medicina de París. Allí, el ginecólogo Edouard Hervieux criticó duramente la teoría de los gérmenes como causa de la sepsis puerperal. Cuando más enconada era su crítica, uno de los asistentes se levantó interrumpiéndole y se acercó al estrado para dibujar en la pizarra una hilera de puntos diciendo al airado ginecólogo: «Aquí están sus gérmenes, señor»
Los puntos dibujados en el tablero eran la representación de los estreptococos, los microorganismos causantes de la sepsis puerperal. El espontáneo dibujante era el científico que los había descubierto en sus experimentos: Louis Pasteur.



miércoles, 25 de septiembre de 2019

Homeopatía, ¿terapia o tomadura de pelo?


En estos tiempos donde ya estamos de vuelta de todo y nos hemos convertido en unos cínicos de tomo y lomo a golpe de decepción, hay ideas, corrientes de pensamiento, que quieren dar el contrapunto, llamar la atención oponiéndose al sistema establecido y que consiguen muchos adeptos.
No estoy yo en contra de oponerme al “establishment” porque siempre he sido algo rebelde y también me gusta mucho tocar las narices al personal (al influyente, me refiero). Sin embargo, no todo es cuestionable, con algunas cosas no se debe jugar y una de ellas es la salud. 
Cuando de salud se trata, mostrarse en contra de lo establecido entendiendo como establecido la experiencia científica no solo es inapropiado, sino también peligroso.
Siempre han existido las llamadas terapias alternativas, pero de unos años a esta parte están teniendo un auge especialmente preocupante. Estas terapias que, como su propio nombre indica, se muestran como una opción diferente a las tradicionales, tienen cierta peligrosidad. Muchas de ellas no son peligrosas en sí mismas afortunadamente la mayoría no hacen nada, ni bueno, ni malo, su riesgo reside en que al aplicarlas el paciente abandona el tratamiento convencional con resultados nada beneficiosos.
La aparición de “especialistas” en este tipo de terapias también está mostrando un repunte alarmante, generalmente estos individuos acompañan su título con el añadido de “naturópata”, algo que gusta mucho al público, porque esa referencia a curar mediante medios naturales parece muy ecológica y ancestral. Todo lo que suena a Naturaleza, o que viene de ella, nos inspira seguridad y yo no entiendo muy bien por qué. De la Naturaleza salen los huracanes, los terremotos, la amanita faloides, las avispas asiáticas o la serpiente cascabel y, sin embargo, estos productos “naturales” no son nada seguros, todo lo contrario.
Cuando desde un punto de vista científico se intenta denunciar estas prácticas, el principal argumento se basa en la falta de evidencia científica. Pero ¿qué es la evidencia científica?  Según los expertos, es el uso consciente, explícito y juicioso de datos válidos y disponibles procedentes de la investigación científica. Esos datos se recogen de miles de experiencias, estudios, resultados, evaluaciones varias y muchas más investigaciones todo depende de lo que se quiera evidenciar científicamente. En resumidas cuentas, la evidencia se basa en numerosos estudios contrastados que pueden «demostrarse». Y esa demostración se hace tras un proceso laborioso.

Pasos a seguir para obtener evidencia científica
Es cierto que si algo no está avalado por experimentos científicos no quiere decir que sea malo o falso, pero cuando de salud se trata la experimentación debe hacerse previamente por los cauces legales, porque utilizar de antemano a personas como ratas de laboratorio, además de irresponsable denota muy poca ética.
Incluso cuando se trata de experimentar desde la legalidad, no se hace a tontas y a locas. Lo que se vaya a probar debe tener una base y partir de una hipótesis fundamentada en teorías científicas que inducen a creer que se darán ciertos resultados y que se ha de confirmar mediante la experimentación.
Es decir, yo no puedo llegar un día y proponer «Tengo un grupo de personas a las que les duele la cabeza, les voy a dar con una cachiporra a ver si así desaparece el dolor». Cabe la posibilidad de que esta idea tan peregrina funcione los individuos golpeados pueden perder la consciencia y no sentir luego ya ningún dolor, pero las ideas, peregrinas o no, siempre deben tener un fundamento teórico que refuerce o venga a explicar lo que queremos encontrar porque resultados como los del experimento de la cachiporra pueden ser ‘relativamente efectivos’ pero erróneos a los pacientes les hemos quitado el dolor pero les hemos provocado una hemorragia cerebral que los dejará en coma toda su vida. 
A veces es la propia experiencia la que nos da una pauta a seguir para investigar. Si nos enteramos de que en una aldea de Guinea, por poner un ejemplo, toda la población es inmune a una determinada enfermedad y los habitantes de esa aldea se caracterizan por comer muchos caracoles, por poner otro ejemplo, podemos sacar la conclusión de que los caracoles protegen contra esa enfermedad, pero en realidad no es tan sencillo. Lo que hay que hacer es evaluar más detenidamente a la población (su entorno, su modo de vida, incluso su genética), desentrañar bien el mecanismo de acción de esa enfermedad contra la que están protegidos y por supuesto, estudiar a los caracoles y establecer un nexo de relación entre la enfermedad y el caracol.
Incluso una vez que se establece la posible relación no podemos afirmar taxativamente que los caracoles son buenos para proteger contra esa enfermedad. Aún habría que realizar muchos pasos más para llegar a la tan ansiada evidencia científica.
En cualquier caso, cuando una terapia se basa en el empirismo, en la experiencia práctica, la bondad de ese tratamiento se ha de poder reproducir en un laboratorio y si no es posible es que esa terapia no es efectiva y nos están engañando.
Una corriente alternativa a la medicina natural es la homeopatía. Este sistema de sanación es muy antiguo, lo descubrió un médico alemán, Samuel Hahnemann, en el siglo XVIII. En esencia esta terapia se basa en un aforismo: «lo similar cura lo similar» y viene a decir que una sustancia que provoca síntomas de enfermedad en una persona sana puede curar esa enfermedad en personas que ya la padecen. Absurdo, ¿verdad? Pues esta terapia anda rondando por muchos hogares y centros sanitarios desde hace más de doscientos años.
El caso es que este médico alemán se basó en un experimento que hizo consigo mismo. Leyendo un tratado sobre la malaria se enteró de que la quina (árbol originario de América del Sur) curaba sus síntomas. Él decidió investigar a su manera y procedió a masticar un poco de corteza de dicho árbol, enseguida comenzó a sentir escalofríos y dolores en las articulaciones, los mismos síntomas que produce la malaria (y el 90% de las enfermedades infecciosas y parasitarias) y de ahí llegó a la conclusión de que una sustancia que puede hacer desaparecer una enfermedad (la sustancia sería la quinina y la enfermedad, la malaria) a grandes dosis puede provocarla, pues cuando sintió esos escalofríos creyó estar padeciendo la malaria (esta enfermedad en realidad la produce un parásito que trasmiten algunos mosquitos). Tras esta deducción tan peregrina, y nada científica, el bueno de Hahnemann le dio la vuelta a su idea y… ¡zas! ¡Nació la homeopatía!
Cuando Hahnemann enunció su teoría se dispuso a elaborar preparados con sustancias que provocaban enfermedades para curar esas mismas enfermedades, pero en un momento de lucidez gracias a Dios decidió diluir esas sustancias en agua (o alcohol) sucesivamente hasta llegar a un punto en que la sustancia en cuestión apenas estaba presente gracias a Dios por lo que quienes tomaron esos preparados no acabaron directamente en el cementerio. Para terminar la poción y que fuera definitivamente efectiva estableció que había que darle un golpe enérgico con algo elástico (él lo hacía con un libro de tapas de cuero). Yo, lo del golpe final lo veo como cuando uno canta un estribillo y al terminar dice “chimpún”.
Para los defensores de la homeopatía, en estas sucesivas diluciones radica la efectividad del tratamiento. Para mí en esas diluciones radica la tomadura de pelo, porque si nos atenemos a la propia técnica, las diluciones se han de hacer sucesivamente «mucho más allá del punto donde ya no permanecen moléculas de la sustancia original», o sea que, si ya no hay moléculas de la sustancia original, entonces… no hay na-da. A no ser que el “chimpún” tenga algún poder físico-químico aún por descubrir y genere ondas sanadoras o algo así.
Tras analizar multitud de preparados homeopáticos en laboratorio se ha visto que estos solo tienen agua y glucosa o algún otro edulcorante, pero ningún principio activo, ni pasivo, ni nada de nada.
Hay mucha controversia últimamente cuando las autoridades sanitarias han calificado esta terapia como pseudociencia sin ninguna credibilidad. Los defensories han puesto el grito en el cielo, han argumentado que hay personas que se curan, aunque no llegan a especificar qué dolencias exactamente son las que se sanan con esta terapia inocua pero inefectiva. Sus defensores (creyentes los llamaría yo) han protestado y se han sulfurado, pero ninguno ha puesto sobre la mesa ningún artículo académico que demuestre la base cien-tí-fi-ca en la que sustentan sus teorías ni, por supuesto, ninguna evidencia que la respalde.
Sé que hay muchas personas que dicen haber curado sus dolencias con la homeopatía. Yo no niego la existencia de esas curaciones o mejoras, pero estoy segura de que la homeopatía nada tuvo que ver en ellas, como estoy convencida de que los milagros no existen. Pero creyentes los hay en todas partes y en la sanidad también.
Personalmente yo prefiero la medicina tradicional, la que ha experimentado, la que se ha contrastado y ha mostrado su efectividad. Que esa efectividad no se dé siempre, no quiere decir que la medicina no sea válida, solo que los organismos vivos actúan de diferentes maneras y muchos no responden como lo hace la mayoría (no-respondedores se dice en el argot), es más, científicamente el agua con azúcar no cura nada, pero algunos pagan más de doscientos euros por diez frasquitos con esa fórmula convencidos de que se van a poner bien.
De todas maneras, como soy una persona que se rige por el método científico y me baso en la experimentación, la próxima vez que me duela la cabeza y no se me quite el dolor con una aspirina, probaré a tomarme solo un vaso de agua, lo mismo me llevo una sorpresa.