miércoles, 5 de mayo de 2021

Dieta Raw y Paleodieta: nutrición vintage

 


A lo largo y ancho del mundo de las dietas, uno se puede encontrar de todo, desde dietas basadas en los colores de los alimentos hasta las que te dicen qué comer según la fase lunar. Ninguna de estas dietas tiene evidencia científica, aunque sus creadores y fieles seguidores se empeñen en demostrar lo contrario con argumentos de lo más peregrinos. Dentro de este amplio y variado abanico de ofertas dietéticas algunas se llevan la palma, como las dos que hoy traigo al blog: la dieta raw y la paleodieta.

Estas dietas se basan en la premisa de “cualquier tiempo pasado fue mejor” lo que llevado a la nutrición se traduce en comer como lo hacían nuestros antepasados de hace muchos miles de años. O sea, una forma de alimentarse a lo vintage.

La dieta raw se basa en comer los alimentos crudos (o casi crudos) ―y, por supuesto, sin procesar― en la creencia de que si no se cocinan no pierden sus cualidades nutricionales. Es cierto que las altas temperaturas a las que se someten algunos alimentos al cocinarlos los alteran y en algunos de ellos, además, se forman sustancias perjudiciales. Pero el calentamiento culinario es casi siempre necesario; esa temperatura elevada se carga mogollón de bacterias que si entran en nuestro organismo nos pueden mandar al otro barrio. La temperatura también rompe moléculas complejas de los nutrientes que “enteras” no podríamos digerir ni aprovechar. La carne cruda no solo no es más sana, es que no se aprovecha igual que si se cocina, las proteínas llegan enteritas a nuestro intestino y nosotros no podemos absorberlas igual. Lo mismo ocurre con el almidón y la celulosa de los vegetales, si no se cocinan los eliminamos a través de las heces y hemos perdido el tiempo comiendo cosas que no nos sirven nada más que para masticar y para eso ya tenemos el chicle.

Si nuestros ancestros se alegraron tanto al descubrir cómo hacer fuego no fue por capricho. Ese descubrimiento no solo consiguió que pudieran calentarse en invierno, tener luz por la noche y defenderse de otros depredadores, también les permitió comer mejor y más seguro. Puede decirse que nuestro desarrollo intelectual inició su despegue cuando comenzamos a cocinar ―especialmente la carne―. Este fue un factor determinante en la evolución, de lo contrario no estaríamos aquí ―y Arguiñano tampoco―.

 


La Paleodieta defiende una alimentación similar a la que seguían nuestros ancestros del Paleolítico (periodo histórico que abarca desde hace unos 2,59 millones de años hasta hace unos 12 000 años, milenio arriba, milenio abajo).

Para empezar, no estamos seguros de qué es lo que comía el hombre del Paleolítico. Por fósiles (huesos de mandíbula humana y restos de otros animales y vegetales) encontrados en las cuevas y lugares donde habitaban estos antepasados lejanos podemos hacernos una idea, pero qué comían los paleolíticos a ciencia cierta, no lo sabemos.

Sí se sabe que no conocían ni la agricultura, ni la ganadería ―el que quiera averiguar por qué sabemos eso que se lea los libros de Arsuaga o de algún colega suyo―. Por lo tanto, para comer carne tenían que cazar y para comer frutas, verduras o granos (cereales silvestres) tenían que recoger lo que creciera en las matas, arbustos y árboles de los alrededores.

Evidentemente, los frutos, bayas o lo que fuera que se encontraban no eran ni transgénicos, ni procesados, ni nada por el estilo. Las piezas que se cazaban eran animales salvajes que vivían en libertad y por tanto no se habían “medicado” con ningún producto veterinario, además, ellos, los animales, también tenían que moverse para ganarse el sustento por lo que su carne era mucho más magra y sin apenas grasa (es lo que tiene la libertad, que no se puede vivir de la sopa boba). Visto lo visto, uno podría pensar que esos alimentos eran mucho mejores que los que comemos nosotros ¿no? Si a esto añadimos que el hombre (y la mujer) del Paleolítico se movía mucho (cazar y recolectar implica un ejercicio físico que no se da en los oficinistas ni en la mayoría de los funcionarios), puede parecer que su estatus era muy saludable.

Bueno, puede parecerlo, pero no es así. Un animal salvaje también enferma y sin un control veterinario puede darnos un buen susto (más aún si, encima, te lo comes crudo). Además, a los animales salvajes no les suele gustar que los cacen y, algunos, tienen la mala costumbre de defenderse atacando al cazador y convirtiéndose este en comida para la supuesta presa.

Las bayas y frutos también tenían su riesgo, porque no había transgénicos pero las toxinas que suelen producir algunos frutos silvestres existen desde que el mundo es mundo.

Así que, la vida del Paleolítico no era precisamente idílica. De hecho, estoy segura de que si un hombre de aquella época pudiera viajar en el tiempo y viera a algunos defender ese modo de vida… les abría la cabeza con el hacha de piedra para cazar bisontes.

Cuando se les rebate, los que abogan por la alimentación de aquella época puntualizan y entonces hablan de solo comer y, además, “parecido”, olvidándose de las demás condiciones (ser ensartado por los colmillos de un mamut o de un jabalí, o morir envenenado por un hongo puñetero). Y cuando dicen parecido se refieren a comer carne magra, mucha fruta y verdura, nada de alimentos procesados, y hacer ejercicio diariamente ―a falta de oportunidades para ir a cazar ya que no hay tanto ciervo suelto para toda la población que somos―.

Carne con poca grasa, fruta y verdura, cereales enteros, ejercicio diario… ¿os suena esto? A mí sí. Son los rudimentos de la Dieta Mediterránea, una dieta que empleaban nuestros ancestros más cercanos, o sea, nuestros abuelos. Unos abuelos que, por cierto, cocinaban estupendamente y tenían unas recetas de lo más sabrosas que han perdurado a través del tiempo.

Quienes defienden estas dietas vintage quieren regresar a la alimentación antes del fuego, antes de la ganadería y antes de la agricultura: los tres grandes hitos en la evolución humana, los tres grandes descubrimientos que lo cambiaron todo y nos diferenciaron para siempre del resto de los seres vivos.

Cualquier tiempo pasado no fue mejor y negar las bondades de la evolución es vivir en la ignorancia, o en los árboles, como los antepasados (cercanos) de los involucionistas: los monos.