A lo largo y
ancho del mundo de las dietas, uno se puede encontrar de todo, desde dietas
basadas en los colores de los alimentos hasta las que te dicen qué comer según la
fase lunar. Ninguna de estas dietas tiene evidencia científica, aunque sus
creadores y fieles seguidores se empeñen en demostrar lo contrario con
argumentos de lo más peregrinos. Dentro de este amplio y variado abanico de
ofertas dietéticas algunas se llevan la palma, como las dos que hoy traigo al
blog: la dieta raw y la paleodieta.
Estas dietas se
basan en la premisa de “cualquier tiempo pasado fue mejor” lo que llevado a la
nutrición se traduce en comer como lo hacían nuestros antepasados de hace muchos
miles de años. O sea, una forma de alimentarse a lo vintage.
La dieta raw se
basa en comer los alimentos crudos (o casi crudos) ―y, por supuesto, sin
procesar― en la creencia de que si no se cocinan no pierden sus cualidades
nutricionales. Es cierto que las altas temperaturas a las que se someten
algunos alimentos al cocinarlos los alteran y en algunos de ellos, además, se
forman sustancias perjudiciales. Pero el calentamiento culinario es casi
siempre necesario; esa temperatura elevada se carga mogollón de bacterias que si
entran en nuestro organismo nos pueden mandar al otro barrio. La temperatura también
rompe moléculas complejas de los nutrientes que “enteras” no podríamos digerir ni
aprovechar. La carne cruda no solo no es más sana, es que no se aprovecha igual
que si se cocina, las proteínas llegan enteritas a nuestro intestino y nosotros
no podemos absorberlas igual. Lo mismo ocurre con el almidón y la celulosa de
los vegetales, si no se cocinan los eliminamos a través de las heces y hemos perdido
el tiempo comiendo cosas que no nos sirven nada más que para masticar y para
eso ya tenemos el chicle.
Si nuestros
ancestros se alegraron tanto al descubrir cómo hacer fuego no fue por capricho.
Ese descubrimiento no solo consiguió que pudieran calentarse en invierno, tener
luz por la noche y defenderse de otros depredadores, también les permitió comer
mejor y más seguro. Puede decirse que nuestro desarrollo intelectual inició su
despegue cuando comenzamos a cocinar ―especialmente la carne―. Este fue un
factor determinante en la evolución, de lo contrario no estaríamos aquí ―y
Arguiñano tampoco―.
La Paleodieta
defiende una alimentación similar a la que seguían nuestros ancestros del
Paleolítico (periodo histórico que abarca desde hace unos 2,59 millones de años
hasta hace unos 12 000 años,
milenio arriba, milenio abajo).
Para empezar,
no estamos seguros de qué es lo que comía el hombre del Paleolítico. Por fósiles
(huesos de mandíbula humana y restos de otros animales y vegetales) encontrados
en las cuevas y lugares donde habitaban estos antepasados lejanos podemos
hacernos una idea, pero qué comían los paleolíticos a ciencia cierta, no lo
sabemos.
Sí se sabe que
no conocían ni la agricultura, ni la ganadería ―el que quiera averiguar por qué
sabemos eso que se lea los libros de Arsuaga o de algún colega suyo―. Por lo tanto,
para comer carne tenían que cazar y para comer frutas, verduras o granos (cereales
silvestres) tenían que recoger lo que creciera en las matas, arbustos y árboles
de los alrededores.
Evidentemente,
los frutos, bayas o lo que fuera que se encontraban no eran ni transgénicos, ni
procesados, ni nada por el estilo. Las piezas que se cazaban eran animales
salvajes que vivían en libertad y por tanto no se habían “medicado” con ningún
producto veterinario, además, ellos, los animales, también tenían que moverse
para ganarse el sustento por lo que su carne era mucho más magra y sin apenas
grasa (es lo que tiene la libertad, que no se puede vivir de la sopa boba). Visto
lo visto, uno podría pensar que esos alimentos eran mucho mejores que los que
comemos nosotros ¿no? Si a esto añadimos que el hombre (y la mujer) del
Paleolítico se movía mucho (cazar y recolectar implica un ejercicio físico que
no se da en los oficinistas ni en la mayoría de los funcionarios), puede
parecer que su estatus era muy saludable.
Bueno, puede
parecerlo, pero no es así. Un animal salvaje también enferma y sin un control
veterinario puede darnos un buen susto (más aún si, encima, te lo comes crudo).
Además, a los animales salvajes no les suele gustar que los cacen y, algunos, tienen
la mala costumbre de defenderse atacando al cazador y convirtiéndose este en
comida para la supuesta presa.
Las bayas y
frutos también tenían su riesgo, porque no había transgénicos pero las toxinas
que suelen producir algunos frutos silvestres existen desde que el mundo es
mundo.
Así que, la
vida del Paleolítico no era precisamente idílica. De hecho, estoy segura de que
si un hombre de aquella época pudiera viajar en el tiempo y viera a algunos
defender ese modo de vida… les abría la cabeza con el hacha de piedra para
cazar bisontes.
Cuando se les
rebate, los que abogan por la alimentación de aquella época puntualizan y
entonces hablan de solo comer y, además, “parecido”, olvidándose de las demás
condiciones (ser ensartado por los colmillos de un mamut o de un jabalí, o morir
envenenado por un hongo puñetero). Y cuando dicen parecido se refieren a comer
carne magra, mucha fruta y verdura, nada de alimentos procesados, y hacer
ejercicio diariamente ―a falta de oportunidades para ir a cazar ya que no hay
tanto ciervo suelto para toda la población que somos―.
Carne con poca
grasa, fruta y verdura, cereales enteros, ejercicio diario… ¿os suena esto? A mí
sí. Son los rudimentos de la Dieta Mediterránea, una dieta que empleaban
nuestros ancestros más cercanos, o sea, nuestros abuelos. Unos abuelos que, por
cierto, cocinaban estupendamente y tenían unas recetas de lo más sabrosas que
han perdurado a través del tiempo.
Quienes
defienden estas dietas vintage quieren regresar a la alimentación antes del
fuego, antes de la ganadería y antes de la agricultura: los tres grandes hitos en
la evolución humana, los tres grandes descubrimientos que lo cambiaron todo y
nos diferenciaron para siempre del resto de los seres vivos.
Cualquier tiempo
pasado no fue mejor y negar las bondades de la evolución es vivir en la
ignorancia, o en los árboles, como los antepasados (cercanos) de los
involucionistas: los monos.