sábado, 12 de diciembre de 2020

Percival Lowell: el astrónomo marciano

 


Hoy traigo para la sección “Esos locos científicos” un personaje peculiar, como suelen serlo todos los que por aquí recalan. Se trata de un astrónomo con unas ideas un tanto peregrinas que le trajeron no pocos problemas.

Percivall Lowell nace en 1855 en el seno de una familia de postín de Boston. Los Lowell eran una especie de aristocracia estadounidense; en EEUU, ante la falta de títulos nobiliarios, la nobleza se adquiría cuando se poseía una gran fortuna que pasara de generación en generación.

Percival estudió Matemáticas en la Universidad de Harvard y, gracias al dinero de papá pudo viajar por Extremo Oriente durante varios años antes de ponerse a trabajar como astrónomo.

Con 39 años monta un observatorio en Arizona que funciona aún y que lleva su propio nombre (Observatorio Lowell) e incluso es administrado por uno de sus herederos.

Percival compagina sus labores como investigador astronómico con la docencia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el famoso MIT.

Aunque su nombre ha quedado para la posteridad por el observatorio que se llama como él, en realidad este hombre fue famoso por otras cuestiones algo más chuscas y que fueron motivo de pitorreo entre sus colegas. Resulta que mientras observaba planetas con sus instrumentos de astrónomo, vio que en Marte había una especie de líneas de color oscuro y que, además, había grandes zonas brillantes de color amarillo.

Esto también había sido observado por otros compañeros de profesión. A las líneas se las llamó “canales” y a las zonas amarillas, “desiertos”. Donde Lowell dio el cante fue cuando interpretó, de una manera bastante peculiar, qué eran esos canales y esos desiertos.

Según este señor, los canales eran estructuras artificiales construidas por los habitantes del lugar, o sea por los marcianos, que tenían por objeto llevar agua desde las regiones polares hasta las tierras secas del ecuador, es decir, los desiertos. Así, tal cual.

Entre el mundillo científico muy riguroso y muy serio, pero implacable con el que se salía del tiesto, hubo bastante cachondeo a cuenta del pobre de Lowell. Semejante especulación no fue aceptada entre los científicos de pro. Sin embargo, sus teorías sí fueron bien recibidas entre los literatos. De hecho, Edgar Rice Burroughs, el novelista creador de Tarzán, escribió una serie de novelas ambientadas en Marte basándose en las teorías de Lowell. Una muestra más de cómo la ficción recurre a la ciencia, aunque sea una ciencia… algo imaginativa.

A pesar de esta creencia poco rigurosa en los marcianos, Lowell fue un astrónomo serio, más o menos. Además de creer en marcianos, él pensaba que más allá de Neptuno había otro planeta, el noveno del Sistema Solar. Su creencia se basaba en que al observar las órbitas de Urano y Neptuno había “irregularidades”. A este planeta esquivo, Lowell lo llamó Planeta X y dedicó toda su vida a encontrarlo; una búsqueda que no tuvo éxito porque se murió en 1916 y el planeta no apareció.

Tras su muerte, y en un intento de lavar su buen nombre ―la teoría sobre el origen de los canales de Marte aún era motivo de chascarrillos en el ambiente científico de la época―, los directores del Observatorio Lowell decidieron seguir buscando ese Planeta X por ver si tras el descubrimiento lo de los marcianos se olvidaba de una puñetera vez.

El testigo lo recogió un joven astrónomo de Illinois, Clyde Tombaugh, y su búsqueda fue exitosa porque al año de ponerse a la tarea encontró el dichoso planeta, aunque fue de chiripa ya que los cálculos de Lowell eran erróneos y no le sirvieron de nada. El caso es que a ese planeta se le llamó Plutón, un nombre mitológico, como los de los demás planetas del Sistema Solar (salvo el nuestro), pero también un nombre relacionado con su primer “padre”, ya que las dos primeras letras, PL, son las iniciales de Percival Lowell.

Aunque se podría decir que Lowell fue el primero en hablar de un planeta más, la verdad es que lo que se encontró no se parecía en nada a lo que él predijo. Al igual que pasó con lo de los canales, la imaginación de Percival anduvo enredando más de lo necesario. Lowell postuló que ese planeta debía de ser una enorme bola gaseosa, y lo que Tombaugh encontró más allá de Neptuno, fue un pequeño punto helado.

Con todo y con eso, el descubrimiento se celebró a bombo y platillo pues era la primera vez que un estadounidense descubría un planeta.

Este descubrimiento tampoco estuvo exento de polémica. Fueron muchos los astrónomos que dijeron que Plutón no era un planeta, primero porque era demasiado pequeño (su diámetro es menos de la mitad del ancho de EEUU) y segundo porque su órbita era algo rara. Algunos dijeron que en realidad era un desecho perteneciente al cinturón Kuiper (una especie de basurero galáctico donde hay restos de cuando se formó el Sistema Solar).

Al final, la UAI (Unión Astronómica Internacional) llegó a un consenso que podría denominarse “ni para ti, ni para mí”. Plutón era un planeta, pero de chicha y nabo, o lo que es lo mismo: un planeta enano.

El pobre de Lowell se quedó con el sambenito de creer en marcianos, algo que en los círculos científicos puede que no esté bien visto, pero el tipo creó tendencia y si hubiera existido Twitter en el siglo XIX, lo habría petado. De hecho, hasta la llegada de Stars Wars y de E.T., cuando alguien quería referirse a un ser extraterrestre, el primer nombre que le venía a la cabeza era “marciano”: esos posibles vecinos fuera de nuestro planeta.

Somos legión los que hemos disfrutado con las historias donde hay vida en Marte y ese planeta está habitado y/o colonizado: «Crónicas marcianas», «Marte rojo», «A lo marciano», «Las arenas de Marte» y muchos títulos más son una muestra de que la imaginación de Lowell dio pie a muchos escritores para dejar volar la suya propia. A su manera, la contribución de este astrónomo también fue importante. 

¡Gracias señor Lowell!




miércoles, 2 de diciembre de 2020

Los neutrinos veloces

 

La Ciencia nos ha sorprendido muchas veces con sus grandes descubrimientos, pero en otras nos ha alucinado con sus equivocaciones. Fallos tontos (o no tan tontos) han provocado resultados sorprendentes que cuando se revisan en profundidad por eso, por ser tan sorprendentes, se constata que el resultado llamativo es fruto de un error.

Con esta entrada inauguro una nueva sección del blog que se llama: Grandes cagadas de la Ciencia, porque no es oro todo lo que reluce y los científicos se equivocan también como cualquier hijo de vecino.

Esto es lo que pasó con un experimento que se hizo en el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear (si lo traducís al inglés, las siglas coinciden)).

Que se equivoquen en el CERN es normal porque, como ya he dicho, los científicos son gente de carne y hueso y no son infalibles como el Papa, pero el error que viene a continuación fue de los gordos porque el resultado (erróneo) ponía en jaque una de las teorías de Einstein, ahí es nada.

Allá por el año 2011 unos físicos se dispusieron a utilizar el colisionador de partículas que tiene el CERN en Suiza y parte del extranjero, o sea Francia. Este colisionador tiene 27 kilómetros de longitud, está bajo tierra y tiene forma circular.

Los colisionadores de partículas se emplean para impulsar protones (unas partículas subatómicas que se encuentran en el núcleo de los átomos) hasta alcanzar velocidades súper pero que súper altísimas (99,99 % la de la velocidad de la luz); cuando están lanzados a toda pastilla se les hace colisionar, y cuando se estrellan es tal el tremendo golpe que se libera una energía que permite la aparición de otras partículas más pequeñas y por tanto más subatómicas. La colisión hace que esas partículas tan requetepequeñas se puedan “ver” y medir.

Volvamos al experimento del 2011. En aquella ocasión, los científicos del CERN obtuvieron del colisionador unos cuantos neutrinos (otra partícula subatómica y súper pequeña de la leche). Pero no se contentaron con obtenerlos, además quisieron lanzárselos a unos colegas que estaban en un laboratorio, también bajo tierra, en Italia a 730 km de distancia.

Que nadie piense que lo de lanzarse partículas subatómicas entre científicos es el equivalente a lanzarse un zapato o una piedra entre gente normal. No, esa práctica no fue porque se llevaran mal entre los integrantes de los dos laboratorios. No. En esta ocasión se pretendía obtener otra subclase de neutrinos cuando llegaran, también a toda pastilla, a Italia.

Durante el viaje, que duró 3 milisegundos, se midieron muchas cosas, entre ellas que algunas partículas habían viajado mucho más rápido que otras y, además, SUPERANDO LA VELOCIDAD DE LA LUZ (por muy poco, pero la superaron). Esto era inaudito pues, según la teoría de la relatividad de Einstein, nada puede ir más rápido que la luz (300.000 km/s).

Algunos periódicos se lanzaron a la piscina y los titulares sensacionalistas no se hicieron esperar tachando a Einstein de viejo chocho y obsoleto.

Lamentablemente para estos periódicos y afortunadamente para Einstein, que sigue en su altar, de momento no hay nada que viaje más rápido que la luz porque esos neutrinos llegaron “más tarde” de lo que registraron los científicos.

Resulta que los relojes situados al inicio y al final del recorrido no estaban sincronizados; había un desfase debido a que los datos se recibían por un satélite GPS y como los laboratorios estaban bajo tierra no se tuvo en cuenta el ángulo de la órbita de estos satélites respecto al lugar donde se estaba experimentando y… se midió mal. Si se tratara de calcular el tiempo que tarda un avión o incluso una nave espacial, el error hubiera sido imperceptible, pero cuando estamos hablando de nanosegundos (1 nanosegundo es una milmillonésima parte de un segundo, 10-9 s) la cosa ya sí tiene repercusión.

Total, que los neutrinos llegaron rápido pero no tanto como la luz, así que, de descubrimiento del siglo, nada de nada.

Tras esta metedura de pata rodaron cabezas, entre los que se encontraría, mucho me temo, el relojero. El CERN emitió un comunicado rectificando: «Los neutrinos enviados desde el CERN (en la frontera franco-suiza) hasta el laboratorio italiano de Gran Sasso respetan el límite de velocidad cósmica». 

Así que todos tranquilos, ni Einstein estaba equivocado ni los neutrinos cometieron ningún exceso de velocidad saltándose las normas del tráfico cósmico.