lunes, 30 de marzo de 2020

La investigación en los tiempos del coronavirus


Estas semanas están siendo extrañas en muchos aspectos: confinamiento en casa, calles desiertas, etc. Pero yo me voy a centrar en uno que me resulta excepcional por lo raro, raro: mucha gente se ha dado cuenta de lo importante y lo necesaria que es la labor de los científicos. De repente, y como si de una revelación divina se tratara, algunos se han fijado que esos locos científicos con sus batas y sus laboratorios tienen un papel transcendental en la sociedad: cuidar de la salud.
Y qué importante es, porque sin salud, no hay nada o de nada sirve todo lo demás: la economía, la prosperidad, el prestigio… nada.
La búsqueda desesperada de una vacuna o de un tratamiento para enfrentarse a la pandemia del Covid-19 ha subido al pódium de la atención mediática a los investigadores científicos. Esto podría considerarse como algo positivo, pero no es así, algunos sectores ya están criticando la ‘lentitud’ y es una muestra de que desconocen en qué consiste la investigación.
Vivimos en una sociedad donde la inmediatez lo preside todo. Las noticias se ponen en circulación en el momento mismo de darse, con un clic enviamos un mensaje a la otra punta del mundo para ser recibido unos segundos después, si queremos comprar algo basta con hacer otro clic y en unas pocas horas nos lo traen a la puerta de casa. Nos hemos acostumbrado a tenerlo casi todo y en el momento, la paciencia es una virtud en desuso y casi desconocida.
No todo se puede hacer rápidamente y al instante. Algunas cosas requieren su tiempo y su ritmo, como, por ejemplo, la investigación científica. Y eso que la situación actual ha acelerado hasta procesos que normalmente son más lentos. Para un profano puede parecer que no se avanza en el tema ‘coronavirus’ pero puedo asegurar que lo que se ha hecho hasta ahora es inaudito.
En febrero ya empezaron a salir las primeras publicaciones chinas sobre datos de un virus desconocido dos meses antes, y ya solo el mero hecho de que esos artículos estén en las revistas es algo excepcional. Yo, normalmente, tardo de mes a mes y medio en escribir un artículo, y por escribir me refiero no solo a la redacción sino a cuantificar los datos, ponerlos en orden, hacer las estadísticas y plasmar resultados en forma de tablas, gráficas y figuras que visualicen esos datos. Eso en cuanto a escribir, que luego está lo de publicar, aunque en el caso de los chinos y dado que el tema era candente, eso estaba hecho de antemano.
La secuenciación del material genético fue también muy rápida, algo que hizo que estuvieran disponibles test de identificación, los famosos PCR (Polymerase Chain Reaction, en inglés; y en castellano llano, reacción en cadena de la polimerasa) *. Saber cómo es la información genética del virus en realidad puede no tener demasiada complejidad, porque estas ‘cosas’ (desde hace unos años, y aunque hay voces disonantes, se ha decidido que los virus no son seres vivos) * son muy simples y la cadena de nucleótidos (perdón por la palabreja) suele ser muy corta. Pero, precisamente, en esa simplicidad radica lo difícil que es acabar con ellos: no tienen muchos puntos débiles (tampoco fuertes), sencillamente es que no hay muchos lugares donde atizarles para mandarlos a hacer puñetas. Aunque, a este respecto hay un punto positivo: cuanto más simple es el virus, menos probabilidad tiene de que mute o de que esa mutación sea decisiva (esto viene bien para hacer una vacuna definitiva o fija) *
Otro cantar es lo de saber cómo es la cubierta proteica que caracteriza a los coronavirus. Aun así, se averiguó en un tiempo récord la estructura por la que el Covid-19 atacaba a las células y la manera de introducirse en ellas. Una información que puede ser clave para encontrar fármacos específicos y, por tanto, eficaces.
Pero encontrar un fármaco específico, es decir, uno diseñado exclusivamente para combatir este coronavirus del demonio, son palabras mayores. Eso no se consigue de un día para otro. Diseñar una molécula no es algo que se haga como quien diseña un vestido o los planos de una casa. Una cosa es lo que se hace sobre el papel y otra llevarlo a la realidad. Los átomos o las estructuras moleculares no se forman a nuestro antojo, por mucho empeño e ilusión que uno le ponga.
Además, en el caso de que se encontrara esa molécula (o conjunto de moléculas), que pudiera atacar al Covid-19 con intencionalidad y alevosía, habría que comprobar también si ataca a las células del paciente que se pretende curar, porque lo mismo también es nociva, con lo que saldríamos de Guatemala para entrar en Guatepeor.
¿Qué implicaría, entonces, crear una molécula (fármaco) nueva? Habría que hacer experimentaciones en humanos, y esto es largo, largo, largo. No voy a entrar en detalles para no aburrir, pero establecer que un fármaco es seguro es un proceso que puede durar años, incluso en situaciones desesperadas como esta pandemia.
Por eso se está trabajando también en fármacos ya disponibles, porque esos ya han demostrado que son “seguros” o que los riesgos a nivel de dosis y situaciones concretas de sectores poblacionales ya se conocen. Tan solo quedaría comprobar si son eficaces con este virus, ensayando en pacientes (voluntarios) infectados más o menos graves, algo que, por desgracia hay mogollón.
Aun así, la experimentación es compleja, porque para estar seguros de la eficacia hay que hacer ensayos con grupos control (pacientes a los que no se les da la medicación a ensayar) y grupos experimentales (pacientes a los que se les administra el fármaco en prueba). Pero no solo eso, el estudio ha de ser también de ‘doble ciego’.
Un ensayo de ‘doble ciego’ busca eliminar el efecto placebo y la predisposición del investigador. En resumen, se busca asegurarse que el paciente no está condicionado al saber que le están tratando y que el investigador no va a interpretar favorablemente los resultados (especialmente si son muy débiles, que suele ocurrir) en un afán de conseguir algo bueno. ¿Cómo se consigue este ‘doble-ciego’? No, no consiste en taparles los ojos ni a pacientes ni a investigadores. Lo que se hace es ocultar a unos y a otros quiénes son grupos control y quiénes son grupos experimentales. Al final del estudio, y con los datos analizados lo más imparcialmente posible, los investigadores saben qué pacientes fueron control y cuáles no.
Si esto ya parece un trabajo complicado y que requiere procesos rigurosos (elegir qué pacientes estarán en el control y cuáles en el experimental también tiene miga y mucho curro), además, y para añadir tarea al asunto, el número de individuos ha de ser muy grande para que los resultados sean concluyentes desde un punto de vista estadístico. No es lo mismo tratar a 10 personas donde se curan 8, que tratar a 200000 donde se curan 160000, aunque en los dos casos salga el 80%. Tampoco me voy a poner técnica, pero a este respecto se barajan dos términos que en investigación traen muchos quebraderos de cabeza (yo he tenido más de una migraña a cuenta de ellos): el poder estadístico (si es alto, genial) y el error alfa (si es alto, chungo).
Además, estamos hablando de pacientes que “se curan”, pero no siempre los resultados son tan claros. No todo es blanco o negro. La mayoría de las veces, los resultados son un punto intermedio. Y aquí viene otro término que también da migrañas y, en mi caso, ideas de suicidio: la significación estadística (esto ya lo expliqué en su día, así que el que quiera repasar que clique AQUÍ).
Si el tema ‘fármaco’ es laborioso y por tanto largo, lo de la vacuna ya es de esperar más pacientemente. Como esta publicación se está alargando, solo añadiré que elaborar una vacuna tiene su enjundia, porque a todo lo anteriormente descrito (elaboración*, seguridad, efectividad comprobada, etc.), hay que saber qué tipo de inmunidad* confiere y eso solo se puede ver con el paso del tiempo.
Todos estos procesos podrían acortarse si hubiera una investigación base bien desarrollada, es decir, un terreno abonado que pillara a los científicos con parte del trabajo hecho. Sí, este virus es nuevo, pero es primo hermano de otro que apareció en 2003 y que el Centro Nacional de Biotecnología (CNB) del CSIC, comenzó a estudiar para conocerlo mejor, pero se abandonó esa línea de investigación porque el brote desapareció y porque la crisis del 2008 le dio un mamporrazo en forma de recortes draconianos a la investigación en general y a la de los coronavirus en particular. Me pregunto si tendríamos ya una vacuna o un antiviral de haber permitido al CNB seguir investigando.
Así que, a los impacientes que andan diciendo que los científicos se están tomando esto con demasiada calma les diría que se tranquilicen. En una hora no se ganó Zamora.



(*) Estos conceptos se explicarán en otra publicación del blog.

martes, 17 de marzo de 2020

Covid-19 en España: la tormenta perfecta


Muchos nos preguntamos qué está pasando para que la pandemia del coronavirus se esté cebando especialmente en España. De los comportamientos sociales que tanto están impidiendo atajar los contagios no voy a opinar porque para eso son necesarios conocimientos de psicología y de psiquiatría también. No obstante, ya comenté algo en la publicación anterior al respecto intentando explicar por qué hay que obedecer las directrices de las autoridades sanitarias (Cuando ruge la epidemia).
Tampoco voy a opinar sobre la incapacidad de los políticos para tomar medidas valientes, de la falta de previsión y del retraso en la reacción, para eso hay otros que saben hacerlo mucho mejor que yo.
Desde un punto científico yo me pregunto por qué el porcentaje de fallecimientos y de ingresos es sustancialmente mayor en España que en otras zonas del planeta. Es cierto que la manera de contabilizar los casos no está siendo muy rigurosa y eso puede llevar a error en las estadísticas. De todas formas, hay números preocupantes, y creo que hay dos factores muy importantes y característicos de nuestro país que pueden estar detrás de estos resultados.
Dicen que nuestro sistema sanitario es el tercero mejor del mundo. Yo no lo pongo en duda, pero en la manera de evaluar para llegar a ese puesto de honor influyen varios elementos donde unos hacen que nuestra sanidad sea de las mejores, pero hay otros que descompensan restando puntos y que en situaciones como la actual pueden determinar que la balanza se desequilibre con resultados nada acordes con ese ranking.
El sistema de protocolos consensuados por comités interdisciplinares es uno de los pilares que hacen funcionar de manera efectiva el sistema. En los hospitales españoles se han implementado protocolos pioneros para muchos procesos provocando que las políticas de actuación tengan un rendimiento más que óptimo. Además, el personal de sanidad no solo se dedica a curar sino a investigar y de manera muy buena. Una servidora ha tenido oportunidad de conocer de cerca alguno de los estudios que se realizan en centros hospitalarios y son muy, pero que muy buenos, reflejándose sus interesantes resultados en prestigiosas revistas científicas internacionales.
Que la sanidad pública asegure asistencia médica a toda la población española es otro factor que convierte a nuestra sanidad, además de más justa, en una de las mejores porque así se asegura que la población esté más sana (o aguante bien su enfermedad), algo que redunda a favor de todos.
Pero el punto fuerte de la sanidad española estriba principalmente en la formación de nuestros sanitarios. Las universidades españolas preparan excelentemente a los futuros profesionales de la sanidad. El sistema de prácticas tuteladas y las especializaciones que se han de realizar mediante métodos selectivos son francamente buenos. La buena preparación de nuestros sanitarios es alabada incluso fuera de nuestras fronteras: muchos países del resto de Europa contratan desde hace años a personal español para trabajar en sus hospitales. Por ese lado nada que objetar, todo lo contrario. De hecho, estos días la población es más consciente que nunca del esfuerzo que nuestros sanitarios están haciendo, y en ese personal se tiene que incluir todos y cada uno de los estamentos que trabajan en los servicios de salud, desde el médico hasta el celador, pasando por los administrativos y el servicio de limpieza y cocina. Todos.
Sin embargo, hay un punto débil que dificulta o disminuye la efectividad de nuestro estupendo personal sanitario. El punto débil de la sanidad española se encuentra en las infraestructuras. Y la cara visible es el número de camas hospitalarias, sobre todo el número de camas de U.C.I.
La crisis económica trajo recortes y se llevó por delante muchas cosas. Algunas administraciones se dedicaron a disminuir las inversiones en multitud de servicios y la sanidad no se libró. Pero no solo eso, es que después del bache no se ha intentado subsanar la deficiencia. Y ahora lo estamos sufriendo porque, a mi modo de ver, en este aspecto radica la primera clave de los efectos devastadores del Covid-19 en España.
El primer efecto de los recortes se tradujo en una reducción del personal, con el despido de miles de médicos y enfermeros, pero también en la reducción de camas hospitalarias, sobre todo de camas de U.C.I. por ser las más caras. El índice de camas por habitante es muy bajo si lo comparamos con otros países como Alemania, y ahora lo estamos pagando.
Además, antes de la pandemia, la estancia media en la U.C.I. era de 4,6 días. Este virus ha venido a cambiar muchas cosas en cuanto a previsiones porque además de muy contagioso es sumamente pertinaz, ataca fácilmente y tarda mucho en dejarse vencer, del orden de dos, tres semanas. Cuando el paciente crítico ingresa con problemas por la infección requiere de cuidados intensivos muchas veces, pero es que, además, el tiempo que los necesita es muy largo, impidiendo que se desocupen esas ya escasas camas a un ritmo deseable para dar cabida a los nuevos casos. Es la tormenta perfecta.
La segunda clave se da en el tipo de población vulnerable. Por un lado están los pacientes con patologías previas que los hacen candidatos idóneos a desarrollar la enfermedad con necesidad de asistencia hospitalaria, por cierto una población bastante elevada gracias a esa sanidad tan buena, porque en otros países con un sistema peor no habrían sobrevivido a esas patologías crónicas. Pero, sobre todo, la población más susceptible es la anciana. En este sector el Covid-19 se ceba sin compasión. Y es en este aspecto donde se halla parte de la explicación por la que en España la mortalidad y la proporción de ingresos es mayor: España es el segundo país del mundo más longevo (estamos a un tris de superar al primero, Japón). Nuestra población anciana es muy grande y eso está suponiendo un agravamiento de la situación que viene a hacer más preocupante el tema.
Curiosamente este segundo factor es una consecuencia también de una buena sanidad, algo que ahora parece que va a ponerla en jaque. Paradójico, sí, pero así son las cosas a veces. Que nuestros mayores llegan a edades avanzadas es muestra de que la asistencia sanitaria recibida a pesar de sus patologías es la adecuada (eso y la dieta mediterránea que tan rigurosamente siguen nuestros abuelos porque saben cuidarse y alimentarse mejor que nosotros). La creciente longevidad de la población se debería haber tenido en cuenta cuando se redujo tan drásticamente el número de camas de U.C.I., pero ya es tarde para lamentaciones que no sirven de nada. Ahora es momento de resolver problemas, no de preguntar quién es responsable, eso vendrá después.
Puede que estos dos factores, infraestructuras insuficientes y edad avanzada de la población, sean los que hacen que el coronavirus maldito esté haciendo tantos estragos en nuestro país, porque junto a las características fisiológicas del propio virus han creado la tormenta perfecta. Esperemos saber afrontar las terribles olas y no naufragar.



miércoles, 11 de marzo de 2020

Cuando ruge la epidemia: ¿tú qué haces para combatirla?


Me había propuesto no escribir nada sobre el coronavirus porque bastante protagonismo ya tiene como para que venga yo a darle más ínfulas, pero la situación actual me ha hecho cambiar de opinión.
Desde que saltó la noticia de un virus nuevo allá por la lejana China supe de la importancia y la gravedad del hecho, pero no me alarmé. Ahora el virus maldito ha llegado a mi país, y de manera contundente, y aunque la preocupación ha aumentado sigo sin estar alarmada.
He sido muy crítica con la forma de reaccionar ante esta epidemia. La manera de comunicar lo que está pasando me parece sensiblemente mejorable. Desde mi conocimiento de cómo funcionan los virus en general, creo que no se ha sabido comunicar a la población la gravedad del tema ni la manera de afrontarlo. Empezando por el director general de la Organización Mundial de la Salud (en una de sus primeras declaraciones solo le faltó añadir «váis a morir todos») y terminando por cierto político italiano que animaba a sus compatriotas a ‘seguir con sus vidas’ (este señor, por cierto, está contagiado).
Ni tanto, ni tan calvo. Pero el ser humano ama los contrastes: o todo o nada. Bueno, pues en el equilibrio está la virtud, porque la epidemia es para preocuparse mucho y para estar alerta, pero eso no quiere decir que haya que alarmarse y entrar en pánico.
No voy a analizar la cantidad de bulos que circulan sobre el virus, porque el tema de los ‘fake’ es para hacérnoslo mirar por un psiquiatra. Esa tendencia a creer cualquier cosa sin saber quién lo dice y el propagarlo desaforadamente por las redes sociales para mí es una muestra de deficiencia mental severa (una enfermedad crónica y con difícil cura, por cierto).
Tampoco voy a analizar la letalidad del virus y a quién afecta más, esto ya ha sido explicado por expertos en todos los medios de comunicación y el que aún no se haya enterado es que, a lo peor, no quiere enterarse, y eso también es para que se lo mire un psiquiatra.
El miedo es libre y cada uno afronta sus temores como le da la gana o como puede, pero cuando hablamos de epidemias la cosa pasa de ser ‘individual’ a ser ‘colectiva’ y aquí radica quizás el principal punto débil para frenar la expansión. En China las drásticas medidas han sido acatadas sin rechistar, no sé hasta qué punto es porque los chinos son muy disciplinados o porque el régimen totalitario que los gobierna no les da otra opción, pero tampoco voy a analizar esto. El caso es que esas medidas están surtiendo efecto, ahí la epidemia se puede decir que está controlada porque se ha parado la transmisión y los resultados son francamente esperanzadores.
Ahora, el punto caliente está en Europa, sobre todo en Italia, aunque Francia y nuestra querida España están en un punto crítico. Se están empezando a establecer medidas que algunos no creen efectivas y por eso se cuestionan, aunque aquí vuelve a aparecer el concepto de ‘colectividad’, un concepto que los latinos tenemos dificultades para comprender.
Dejando a un lado a los apocalípticos que creen que con esto se va a acabar el mundo y ellos van a ser los primeros en caer (son los que se llevaron las mascarillas de las farmacias sin necesidad contribuyendo al desabastecimiento, mal rayo les parta), me centraré en la “gente normal”. El virus no suele afectar gravemente a la gran mayoría de la población, así que, si yo estoy en ese sector poblacional sin patologías previas, sin edad avanzada, y sin contacto con grupos de riesgo, pues no tengo por qué preocuparme así que seguiré «con mi vida». Esa postura puede ser lógica, pero desde luego es muy egoísta y sobre todo peligrosa. Porque, uno puede pasar la infección más o menos bien, pero debemos tener en cuenta dos factores que son los que hacen que este virus sea tan peligroso:
UNA: es muy contagioso, hay por ahí un número que utilizan algunos científicos, se trata del índice de contagio y que indica el número reproductivo de una enfermedad. Según la prestigiosa revista científica Lancet, el índice de contagio es 2,68. Es decir, cada paciente infectado (infectado no quiere decir necesariamente enfermo) puede transmitir la enfermedad a 2,68 personas, estas a su vez, infectarán a otras dos, etc, etc.
DOS: no hay vacuna, nadie está vacunado, lo que quiere decir que todos estamos expuestos al contagio, y aquí hay que tener en cuenta a los más frágiles sobre todo, pero también al personal sanitario porque sin ellos estamos perdidos.
Estos dos factores están relacionados entre sí; la no vacunación de la población conlleva que nadie tiene defensas contra este virus y por tanto en cuanto tomamos contacto con él, la probabilidad de contagiarnos es muy alta. A este respecto, es muy parecido a la gripe: el virus de la gripe no es banal ni mucho menos (en España mueren alrededor de 6000-7000 personas todos los años por la gripe), pero la vacunación previa hace que el sector más vulnerable esté protegido en su mayoría y los que no entramos en esa categoría podemos tener ciertas defensas ‘parecidas’ de procesos anteriores que nos pueden ayudar a pasar la enfermedad sin dificultades. Con el coronavirus nuestro sistema inmune tiene todo por hacer y eso es un problema.
Que no estemos inmunizados y el alto grado de contagio hace prever que todos, tarde o temprano, acabaremos pillando el virus puñetero. Pero de lo que se trata es de ganar tiempo, es decir, que esto no nos ocurra a todos a la vez. Si uno no va a presentar síntomas o lo va a pasar relativamente fácil, vale, no pasa nada, pero qué ocurre si se infectan todos los vulnerables de golpe, pues que todos irán al hospital ya que necesitarán ayuda sanitaria y ahí viene el problema: que los servicios de salud pueden colapsar. Unos servicios de salud que no solo son necesarios para combatir esta epidemia, sino para otros casos en los que aquellos que no son vulnerables al virus sí pueden verse afectados. Así que si algún egoísta cree que esto no va con él, que cruce los dedos para que no tenga una ataque de apendicitis y se quede sin asistencia por "overbooking" en su hospital.
Por eso lo de implementar estas medidas en algunos casos. No vale decir, «yo no tengo problemas, sigo con mi vida». No, eso no es así. Nuestra vida va a cambiar, está ya cambiando, quien quiera seguir mirando para otro lado se engaña y hace mal a todos. Ahora mismo lo perentorio es frenar el avance, y ahí todos tenemos que aportar nuestro granito de arena.
En mi comunidad autónoma se han tomado medidas restrictivas, de momento no muy severas, a unos les parece una exageración y una molestia, a otros les parecen insuficientes, pero ya se sabe que nunca llueve a gusto de todos y a los españoles si hay algo que se les da mal es aceptar órdenes, sobre todo si alteran «sus costumbres».
Desde hoy, y de momento durante quince días, se suspende la actividad académica presencial, es decir, no se puede asistir a clase, ni en colegios, ni en institutos, ni en universidades. Además, se ha recomendado, a quien pueda hacerlo y se lo permita su empresa, que se trabaje desde casa, o que practique eso que parece un chollo (pero no lo es, os lo aseguro): el teletrabajo.
Una servidora, como profesora universitaria, no puede asistir a la universidad a impartir clases, lo que no quiere decir que deje desatendidos a mis alumnos pues los temas los daré online, cosas de la tecnología nuestra de hoy en día que no solo sirve para colgar fotos de las vacaciones para fardar. Por cierto, a mis alumnos que suelen leer esto: chicos, si no vais a la universidad, tampoco vayáis a la discoteca, el virus no sabe de músicas ni de silencios, le da igual.
El no acudir al trabajo conlleva muchas más cosas, por ejemplo, se evitan desplazamientos masivos de personas que comparten espacios comunes, como es el transporte público o centros asociados a cuando uno va al trabajo (el bar donde desayunamos o comemos en nuestra jornada laboral).
No me quiero poner de ejemplo de nada, pero mi propia experiencia es la que tengo más a mano. Desde hace unas semanas, viendo cómo aumentaban los casos de contagio y sin que ninguna autoridad me sugiriera nada, ya había decidido hacer algo por mi cuenta como no acudir a eventos multitudinarios (había en ciernes una manifestación a la que me gustaba ir otros años y que se vio afectada), no ir a exposiciones, no frecuentar grandes almacenes si la compra era prescindible (la ropa, por ejemplo, lo es), dejar de ir a espectáculos o a conferencias, etc. No quiero que se me tache de afectar a la economía del país, pero es lo que hay; ahora mismo el impacto económico es un daño colateral, porque para que la economía subsista necesita de la población que la revitaliza y a esta hay que mantenerla, en la medida de lo posible, sana.
Un virus nos ronda y aquí no vale echarles la culpa o toda la responsabilidad a los agentes sociales/políticos, ellos tienen su trabajo, pero nosotros también tenemos el nuestro.
Y nuestro trabajo básicamente consiste en ser responsables, seguir las indicaciones de los técnicos de salud pública (algunas normas, como la de lavarse las manos son tan básicas que a mí me resulta bochornoso que nos las tengan que repetir, porque la higiene personal es necesaria siempre, con coronavirus o sin él), no frecuentar espacios con aglomeraciones y al toser o estornudar no echarle la saliva al señor o señora que se encuentra a nuestro lado (otra norma básica que me parece lamentable tener que reseñar).
Un enemigo nos está atacando, se llama SARS-CoV-2, y todos debemos defender nuestro territorio, que es nuestra salud y la de los nuestros. Nosotros, los ciudadanos de a pie, seremos la primera avanzadilla de soldados para combatirlo, léase seguir las normas de higiene y las medidas restrictivas. Mientras, las unidades de combate especiales, léase personal sanitario de los hospitales, luchan en la línea donde la confrontación es más encarnizada. Los altos mandos militares, léase los científicos, están desarrollando estrategias para acabar con esta amenaza, ideando armas letales, léase antivirales, y escudos de protección, léase vacunas. Pero esto lleva su tiempo, y como en todas las guerras, la conflagración se gana batalla a batalla y cada soldado es fundamental para vencer. De momento, frenemos el avance de este enemigo, de acabar con él o de someterlo y controlarlo ya nos ocuparemos más adelante.
Cuando esto pase, que pasará, nada volverá a ser igual, todos habremos cambiado, nuestra forma de ver la vida, nuestra forma de entender el civismo y nuestra forma de comprender el concepto «colectividad». Esperemos, además, que sea para bien, yo estoy segura que así va a ser. Cambiar es fundamental para sobrevivir, ya lo dijo Darwin: no sobrevive el más fuerte, sino el que mejor se adapta al cambio.   



jueves, 5 de marzo de 2020

Las mujeres de Salerno: sanadoras y académicas


Por selección natural o por tradición (a veces no está claro dónde termina la genética y dónde empiezan los hábitos adquiridos), las mujeres desde antiguo se han dedicado al cuidado de los demás. Algunos dicen que esto es cosa del patriarcado, pero el caso es que cuando la sociedad era más igualitaria en cuanto a sexos, es decir, en la Prehistoria (manda narices, siempre tratando de bárbaros a los cavernícolas y resulta que no eran machistas), este papel protector de las féminas era muy bien valorado y las mitologías de diferentes culturas así lo demuestran con un panteón rico en diosas dedicadas a las ciencias de la curación.
En el pasado, el arte de sanar, el de la cirugía (en sus niveles más rudimentarios) y el de atender partos, siempre estuvo en manos de las mujeres. Detrás de estas prácticas se encontraba otro “arte” que sustentaba el conocimiento y el motivo por el que las mujeres sabían cuidar tan bien las dolencias: la herbología.
Que las mujeres supieran tanto de hierbas fue una consecuencia de otra tarea que en las sociedades del Paleolítico también realizaban ellas en exclusividad: la recolección de alimentos.
Mientras los hombres, por una cuestión de fuerza física, se dedicaban a cazar mamuts, las mujeres se centraban más en recoger alimentos. En aquella recolección alimenticia, las mujeres aprendieron a distinguir qué plantas eran apropiadas para comer y cuáles eran las chungas. Esto, que puede parecer baladí, era muy importante: no es lo mismo comerse un níscalo que contiene hierro, carotenos y vitaminas para darte fuerza y ánimos, que comerse una amanita que contiene amanitina y faloidina para darte un billete en primera clase al más allá.
 Aprendieron también a secar, almacenar y mezclar sustancias vegetales y, de paso, descubrieron qué hierbas servían para tratar algunas enfermedades. Cuestión de experimentación a pie de campo (nunca mejor dicho lo de 'campo').
Durante milenios, las sanadoras, las herboleras, eran mujeres. Con el paso del tiempo y cuando la caza dejó de tener tanto protagonismo porque se había descubierto la ganadería, los hombres, ociosos ellos, empezaron a decantarse por el pastoreo y darse de mamporros con los vecinos de al lado por cosas como «estos pastos son míos y no tuyos». No obstante, la guerra y el pastoreo tampoco daban para mucho y fue cuando el genio varonil centró su atención en otras funciones que no le atraían en principio pero que vieron que molaban. Entre estas aficiones se encontró la de curar a las personas, y para que tuviera más caché, que para algo lo iban a hacer ellos, lo llamaron “medicina”.
Entonces, las mujeres dejaron de dedicarse oficialmente al arte de sanar para dejar paso a los ‘médicos’. Algunas se resistieron y durante centurias siguieron practicando su arte milenario, pero retiradas en lugares apartados y con el recelo de muchos que, con muy mala intención, las empezaron a llamar brujas.
Esta podría ser una manera muy simple de contar cómo nació la medicina y de cómo pasó a ser, en sus principios, casi exclusivamente territorio masculino hasta finales del siglo XIX cuando el sufragio universal despertó conciencias y muchas mujeres se pusieron en pie de guerra para acceder a las universidades y poder estudiar diferentes carreras que solo podían cursar los varones. Entre estas carreras universitarias se encontraba la de medicina. Hasta entonces lo más cerca que podía estar una mujer para acceder a la práctica de la medicina era el ser enfermera o comadrona (si queréis saber cómo lucharon y lo que tuvieron que hacer algunas podéis ir a este enlace: Elizabeth Garrett Anderson, la médica testaruda).
Sin embargo, entre los siglos IX y XIV, hubo un refugio de cultura y discernimiento donde las mujeres tuvieron acceso a la formación académica en su más alto nivel. Aquel oasis se encontraba en el sur de Italia, en Salerno.
La Escuela Médica Salernitana fue la primera escuela médica medieval y está considerada la primera universidad europea. En aquel santuario de sabiduría médica se podían consultar textos de Hipócrates, Galeno y Dioscórides (unos genios de la medicina/farmacia de la Antigüedad, si Nobel hubiera nacido antes, estos tres se habrían llevado sus correspondientes galardones). La cercanía con África y Sicilia, hizo que médicos árabes y judíos acudieran allí para compartir conocimientos avanzados (en aquella época, los árabes y los judíos, eran lo más en prácticas médicas, como ahora los norteamericanos y los alemanes). De hecho, cuentan que la excelsitud de esta escuela se basó en que fue fundada por cuatro maestros: un judío, un griego, un árabe y un latino. Las diferentes procedencias de estos sabios, con maneras distintas de entender y practicar la medicina, derivó en una síntesis enriquecedora y fue el germen de la calidad que después caracterizó a la institución.
La fama de los médicos formados en esta escuela cruzó los mares y las fronteras, y eran recibidos en las cortes medievales como si de futbolistas championeros se tratara, pero con más respeto porque de todos es sabido que es más útil salvar vidas que marcar goles (aunque dé menos dinero).
Pero esta universidad tenía otra peculiaridad que la hacía aún más excepcional: entre sus estudiantes y sus profesores se encontraban muchas mujeres.
De todo esto lo más llamativo es que pudieran enseñar. Hay que recordar que, muchos siglos después, si la entrada de la mujer en la universidad costó mucho, lo de que impartiera clases fue más difícil aún. Para las entendederas de muchos cazurros decimonónicos era complicado aceptar que una mujer quisiera aprender, pero que, además, osara y pretendiera enseñar… ¡eso era demasiado!
Por tanto, estas señoras aprendían y enseñaban medicina, siendo valoradas y tenidas en cuenta por sus compañeros varones con naturalidad (manda narices, siempre tratando de bárbaros a los del medievo y resulta que no eran machistas).
Entre estas mujeres salernitanas hubo algunas que descollaron especialmente. Una de ellas, Trotula de Salerno, fue ya objeto de una publicación (Trotula de Salerno), así que nada añadiré sobre ella.
Rebeca de Guarna, fue otra médica y cirujana formada en aquella universidad pionera y que también fue profesora. Además, era una experta herborista (hoy la llamaríamos farmacéutica) y escritora de tratados médicos.
Costanza Calenda era hija del decano de la escuela, así que supongo que en la matrícula le harían descuento, o no, quién sabe. Lo que es seguro es que escribió varios tratados e impartió conferencias.
Abella de Salerno también fue alumna primero y profesora después en esta universidad. Se especializó en embriología, ahí es nada, sin microscopios ni ecógrafos a los que recurrir para sus investigaciones.
Mercuriade de Salerno se dedicó a la cirugía después de aprender en la universidad de su ciudad. Escribió varios tratados sobre la peste y sobre la atención de urgencia, algo insólito porque aún no existía ni la U.C.I. ni el SAMUR.
Estas mujeres contribuyeron con sus conocimientos a mejorar la asistencia médica. Enseñando a otros médicos mediante sus clases y los tratados escritos, compartieron la sabiduría adquirida a través del estudio y la experiencia de la práctica. Encontrarse en un escenario como el de Salerno con ausencia de prejuicios absurdos y con una mente abierta, propia de gente inteligente, hizo que estas mujeres desplegaran todo su potencial e intelecto para benefecio de todos.
La próxima vez que pensemos en la Edad Media y nos representemos una época oscura y atrasada, recordemos a Salerno y su escuela: un oasis de sabiduría y sentido común.