Mucho se está hablando sobre los diferentes
fármacos que se utilizan con más o menos efectividad en el tratamiento de la
Covid-19 (pongo ‘la’ porque me estoy refiriendo a la enfermedad). «Remdesivir»,
«hidroxicloroquina», «azitromicina» y muchos otros vocablos difíciles de
pronunciar son ahora el pan nuestro de cada día, algo que, a mí como
farmacéutica, me ilusiona mogollón, porque en este país, salvo el ibuprofeno y
el paracetamol, nadie (fuera del entorno sanitario) sabe decir medianamente
bien ningún principio activo. Lo que ya no me ilusiona tanto es ver cómo se
confunden churras con merinas, y que algunos piensen que estos fármacos se
pueden tomar como si fuera agua, incluso cuando no se tiene la enfermedad, la
Covid-19.
Antes de hablar de estos remedios me gustaría
explicar otros términos que también se están utilizando mucho estos días (a
este paso más de uno va a sacar un máster en virología oyendo a tanto experto
por la tele) aunque la mayoría de las veces quienes los pronuncian no parece
que sepan mucho de qué están hablando. ¡Qué raro! ¿verdad?
Estas semanas nos están contando que el Covid-19
se muestra tan dañino en algunos pacientes porque estos sufren una tormenta
de citoquinas (impactante la expresión). Las citoquinas (o citocinas) son unas proteínas que son producidas
(en su mayoría, pero no en exclusividad) por el sistema inmune. Tienen muchas
funciones sobre todo en las membranas de las células, pero la más importante (y
la que nos interesa con la Covid-19) es que regulan los procesos de
inflamación.
Hay gran cantidad de citoquinas, a destacar las interleuquinas
(o interleucinas) que son producidas por los glóbulos blancos o leucocitos y
que para diferenciarse entre ellas van acompañadas por un número; es
especialmente famosa la número 6 a la que se llama IL-6 para abreviar y no
trabar la lengua al personal. Otra citoquina muy puñetera ella, es el factor
de necrosis tumoral alfa o TNF-α
para abreviar también. El interferón es otro tipo de citoquina que
produce el sistema inmune, y tiene como principal misión avisar al organismo de
que un intruso, léase en este caso el Covid-19, ha llegado y hay que ponerse
las pilas; como con las IL hay varios tipos y para distinguirlos se pone la
abreviatura, IFN a la que se le añade un número romano (IFN-II) o una letra
griega (IFN-γ), a
veces se añaden las dos cosas a la vez, pero nosotros, y para evitar dolores de
cabeza innecesarios, nos quedamos con el nombre general, interferón.
A raíz de estas citoquinas ha salido otro concepto
que, aunque es más conocido, igualmente se utiliza por algunos sin saber muy
bien qué es. Me estoy refiriendo a la inflamación.
A todos, en algún momento de nuestra vida, se nos
ha inflamado algo: la encía por una muela cariada, la piel por una urticaria,
un tobillo por una torcedura o las narices por un cuñado molesto. Además,
siempre que esto ocurre nos sentimos incómodos, es un rollo esto de la
inflamación. Pero las inflamaciones a las que estamos acostumbrados son las que
se ven y se notan (la inflamación suele ir siempre acompañada por otro síntoma fastidioso,
el dolor). Sin embargo, hay muchos tipos de inflamación, y la mayoría no se
ven, incluso no se notan; hay individuos cuyo “estado inflamatorio” es muy
elevado debido a patologías más o menos habituales y con las que no se asocia
el término inflamación en su acepción más popular. En estos casos “ocultos” el
proceso suele darse en el endotelio vascular (otro concepto rarito que se está
citando mucho estos días); el endotelio es el tejido de la parte interna de los
vasos sanguíneos y tiene unas funciones importantísimas para el buen
funcionamiento del organismo en las que no voy a entrar para no ponerme pesada,
tan solo remarcar que cuando el endotelio se daña, muchas cosas empiezan a
fallar y aparecen múltiples enfermedades entre las que se encuentran casi todas
las patologías cardiovasculares.
Aunque la inflamación nos pueda parecer un
incordio, en realidad es un mecanismo de defensa. Ese mecanismo también es
sumamente complejo y en él intervienen muchos elementos. En la inflamación se
da, básicamente, una regulación hemostática donde aparece vasodilatación (los
vasos sanguíneos se dilatan) para que haya un mayor flujo de sangre en la zona
afectada y se pueda reparar en cierta medida el daño gracias a las células y a
las diferentes proteínas que hay en el torrente sanguíneo. Entre esas proteínas
se encuentran las dichosas citoquinas.
Por tanto, estas citoquinas junto con su manera de
regular la inflamación, son una buena herramienta para combatir una agresión,
¿no? Bueno, sí, si la acción es adecuada, pero cuando a las citoquinas se les
va la pinza y empiezan a inflamar y a inflamar a lo bestia… la lían parda. Y
esto es lo que está ocurriendo con el Covid-19, que en algunos pacientes sus
citoquinas se descontrolan (tormenta de citoquinas), su sistema inmune se
vuelve ‘tó’ loco y no para de generar citoquinas a tutiplén, que en lugar de
ayudar lo que hacen es fastidiar más. De hecho, una vez desaparecido el virus,
las citoquinas siguen a lo suyo, erre que erre, es como si se hubieran vuelto
paranoicas y vieran enemigos por todas partes, siendo los propios tejidos los
que son damnificados hasta el punto de colapsarlos cayendo abatidos por “fuego
amigo”. A esto es a lo que se llama una enfermedad
autoinmune: el sistema inmunológico del propio paciente se
descontrola y reacciona exageradamente y contra sí mismo, provocando un daño
grave.
¿Y por qué reacciona así el sistema inmune de
algunas personas? Buena pregunta, y difícil, porque al día de hoy nadie ha
sabido dar una respuesta definitiva. Algunos dicen que puede ser por una
predisposición genética y hereditaria, otros dicen que intervienen agentes
medioambientales, otros que si patologías previas que alteran el sistema inmunológico,
que si algunos fármacos, etc, etc. Cuando hay tantas teorías es porque, en
realidad, no se sabe muy bien a qué se debe esto, puede que a un conjunto de
diferentes causas y por eso es tan complicado de explicar.
Ahora mismo, a mí lo que más miedo me da cuando
voy al médico es que me diga «Tiene usted una enfermedad autoinmune» porque es
lo mismo que te digan «No tengo ni idea de por qué se encuentra usted así». De
hecho, yo, que a veces soy muy mal pensada, creo que lo de recurrir al término
enfermedad autoinmune es un comodín para algunos facultativos como cuando, hace
muchos años, ibas al médico y después de mirarte y volverte a mirar sin
encontrar nada que explicara los síntomas que padecías, te decían «Son nervios».
Pero que no se sepa qué produce las llamadas
enfermedades autoinmunes no quiere decir que no haya remedio contra ellas. Sí
los hay, con efectividad más o menos alta según qué casos, pero haberlos, los
hay.
En cuanto a terapias con el Covid- 19, ya expliqué
en otras publicaciones que ahora mismo lo que se está viendo es emplear
fármacos que ya se han utilizado para otras patologías y cuya seguridad está
contrastada, porque empezar con una molécula nueva implicaría mucho más tiempo,
algo que no tenemos (lo que no quiere decir que no se esté trabajando en ello
también).
Básicamente
hay dos estrategias para combatir la Covid-19: una sería cargarse el virus y
otra sería frenar su efecto más devastador (la tormenta de citoquinas).
En el primer grupo, es decir, cuando se trata de
ir de frente y darle caña al virus, se están utilizando antivirales ya
utilizados contra otros virus. Las tácticas a seguir pueden ser muy variadas,
pero generalmente se trata de impedir que el virus se replique actuando en su
ARN. En este grupo se encuentra el fármaco llamado remdesivir que se
emplea contra el Ébola, aunque sus efectos se han visto solo «in vitro» (en un
laboratorio, fuera de un organismo vivo, o lo que vulgarmente se dice en un
tubo de ensayo), pero ya se están haciendo estudios «in vivo» (en seres vivos,
bien en animales de experimentación o en humanos directamente). Otro antiviral,
el lopinavir, se está también ensayando en pacientes, este fármaco se
usa desde hace tiempo para el VIH (el que produce el sida) y aún están a la
espera de los resultados.
En la otra estrategia a utilizar, es decir,
afrontar la tormenta de citoquinas, se emplean fármacos que ya se usan para
otras enfermedades autoinmunes como la artritis reumatoide. Tocilizumab,
sarilumab o siltuximab son fármacos inmunosupresores,
concretamente inhiben la IL-6, evitando que esa citoquina se ponga farruca y
fastidie.
No sé hasta qué punto suenan estos fármacos que
estoy citando, el que estoy segura de que sí suena, y mucho, es el que viene a
continuación: la cloroquina. Este es el ‘number one’ de los fármacos
contra el Covid-19 en cuanto a fama y notoriedad y, la verdad, no sé por qué:
en mi humilde opinión no tiene tanta efectividad como cabría esperar y, encima,
produce algunos efectos secundarios que le hacen desmerecer bastante.
La cloroquina, (o su variante, la
hidroxicloroquina), es un fármaco utilizado contra la malaria desde hace
décadas. Últimamente, también se está empleando como un remedio para algunas
enfermedades autoinmunes y por eso se propuso como buen candidato para enfrentarse
a los efectos del coronavirus.
«In vitro», o sea en un medio no vivo, parece que
ralentiza la replicación del virus de Covid-19, es decir, que la velocidad de
infección sería mucho menor, y si bien no consigue acabar con el virus, sus
efectos devastadores se podrían minimizar. Pero esto es «in vitro». En un
organismo vivo (en animales de experimentación o en humanos) no se tienen datos
firmes, hay algo de controversia, y no hay evidencia relevante, o sea, que no
está muy clara su efectividad. Se han iniciado ensayos clínicos en un gran
grupo de pacientes de todo el mundo, pero aún hay que esperar los resultados.
De momento, y por si acaso, se está empleando en muchos pacientes, sobre todo
si tienen síntomas leves, pero siempre vigilando que el tratamiento no se
prolongue demasiado.
Como todos los fármacos, la cloroquina tiene
contraindicaciones, así que no es cuestión de tomar este medicamento como si
tal cosa (algo que propuso cierto presidente con un gran tirón en Twitter y que
se ha mostrado como un gran experto en el tema, y esto lo digo con toda la
ironía del mundo).
Hay muchas patologías previas que pueden agravarse
con el uso de la cloroquina, como puede ser la insuficiencia hepática o la
renal. Encima, ahora se han visto otros efectos adversos por “abusar” de esta
sustancia ya que con el coronavirus se están empleando dosis más elevadas y eso
es como tirarse de cabeza a una piscina con poca agua, que puedes salir airoso
o te puedes partir el cráneo. Se cree que el abuso de este fármaco está detrás
de la pigmentación en la piel de dos enfermos por Covid-19 chinos que han
salido en la tele con gran alharaca informativa, como si fueran monos de feria.
Este efecto tan extraño, e inaudito, se está estudiando, pero es posible que
sea debido por una afección hepática indeseable provocada por la dichosa
cloroquina y agravada por la acción del virus que (no se sabe por qué) hace que
el hierro almacenado en nuestro cuerpo se libere; además, quizás y solo quizás,
puede haber influido el grupo fenotípico asiático (lo que antes se llamaba raza
china y que ahora es una expresión políticamente incorrecta).
De hecho, la cloroquina puede tener efectos
indeseados en algunos genotipos de la cuenca mediterránea de los que no voy a
hablar para no extenderme demasiado y no dar la brasa. Así que la cloroquina,
siento chafarle la alegría a más de uno, no es tan guay como nos la habían
pintado.
Personalmente creo que los inmunosupresores, administrados
en el momento oportuno, y aquí radica el quid de la cuestión, son ahora mismo
los candidatos a alzarse con el título de remedio más efectivo en todos los
pacientes, los leves y los graves, por tener más efectividad y futuro; de
hecho, la mayoría de las investigaciones se están centrando en estos fármacos.
A todo esto, hay que añadir que muchas terapias
son combinadas, es decir que se utilizan diferentes fármacos con diversas
acciones para que en conjunto mejoren el estado del enfermo.
Hay muchos otros fármacos que se están estudiando,
pero me he centrado en los que la Agencia Española del Medicamento da mayor
prioridad por tener más sustentado su uso y por tanto ser más factibles de ser
efectivos a corto plazo.
Por cierto, el tratamiento que sugiere el presidente
de EEUU que consiste en inyectar desinfectante o dar luz solar a los pulmones
(sic) no tiene ningún fundamento, ni científico, ni lógico. Hasta el más
ignorante (salvo este presidente y algunos de sus votantes) sabe que la lejía y la luz ultravioleta en
los tejidos orgánicos causa destrozos irreparables. Con este tratamiento “novedoso”
y alternativo fruto de una mente calenturienta, al virus nos lo cargamos, pero
al paciente también.
Hay que señalar que estas terapias (menos la de
Trump), bien por separado, o combinadas, están funcionando en muchos pacientes,
no en todos (a la vista están las cifras de fallecidos) pero sí en bastantes,
lo que quiere decir que estamos en buen camino, porque a estos fármacos se están
sumando otros que pueden ayudar donde estos no llegan.
Además, para próximos brotes habrá nuevas
moléculas diseñadas exclusivamente para el SARS-Cov-2 y esas seguro que
funcionarán mucho mejor, pero para eso deberemos tener mucha más paciencia.
De momento, con esto y la posible vacuna nos tenemos
que conformar. De las vacunas hablaré otro día, por hoy ya está bien. Ahora me
voy a tomar yo otro fármaco, lexatín, porque recordar las sugerencias terapéuticas
de Trump me ha puesto de los nervios.