sábado, 25 de abril de 2020

Manual para entender una pandemia (III)


Mucho se está hablando sobre los diferentes fármacos que se utilizan con más o menos efectividad en el tratamiento de la Covid-19 (pongo ‘la’ porque me estoy refiriendo a la enfermedad). «Remdesivir», «hidroxicloroquina», «azitromicina» y muchos otros vocablos difíciles de pronunciar son ahora el pan nuestro de cada día, algo que, a mí como farmacéutica, me ilusiona mogollón, porque en este país, salvo el ibuprofeno y el paracetamol, nadie (fuera del entorno sanitario) sabe decir medianamente bien ningún principio activo. Lo que ya no me ilusiona tanto es ver cómo se confunden churras con merinas, y que algunos piensen que estos fármacos se pueden tomar como si fuera agua, incluso cuando no se tiene la enfermedad, la Covid-19.
Antes de hablar de estos remedios me gustaría explicar otros términos que también se están utilizando mucho estos días (a este paso más de uno va a sacar un máster en virología oyendo a tanto experto por la tele) aunque la mayoría de las veces quienes los pronuncian no parece que sepan mucho de qué están hablando. ¡Qué raro! ¿verdad?
Estas semanas nos están contando que el Covid-19 se muestra tan dañino en algunos pacientes porque estos sufren una tormenta de citoquinas (impactante la expresión). Las citoquinas (o citocinas) son unas proteínas que son producidas (en su mayoría, pero no en exclusividad) por el sistema inmune. Tienen muchas funciones sobre todo en las membranas de las células, pero la más importante (y la que nos interesa con la Covid-19) es que regulan los procesos de inflamación.
Hay gran cantidad de citoquinas, a destacar las interleuquinas (o interleucinas) que son producidas por los glóbulos blancos o leucocitos y que para diferenciarse entre ellas van acompañadas por un número; es especialmente famosa la número 6 a la que se llama IL-6 para abreviar y no trabar la lengua al personal. Otra citoquina muy puñetera ella, es el factor de necrosis tumoral alfa o TNF-α para abreviar también. El interferón es otro tipo de citoquina que produce el sistema inmune, y tiene como principal misión avisar al organismo de que un intruso, léase en este caso el Covid-19, ha llegado y hay que ponerse las pilas; como con las IL hay varios tipos y para distinguirlos se pone la abreviatura, IFN a la que se le añade un número romano (IFN-II) o una letra griega (IFN-γ), a veces se añaden las dos cosas a la vez, pero nosotros, y para evitar dolores de cabeza innecesarios, nos quedamos con el nombre general, interferón.
A raíz de estas citoquinas ha salido otro concepto que, aunque es más conocido, igualmente se utiliza por algunos sin saber muy bien qué es. Me estoy refiriendo a la inflamación.
A todos, en algún momento de nuestra vida, se nos ha inflamado algo: la encía por una muela cariada, la piel por una urticaria, un tobillo por una torcedura o las narices por un cuñado molesto. Además, siempre que esto ocurre nos sentimos incómodos, es un rollo esto de la inflamación. Pero las inflamaciones a las que estamos acostumbrados son las que se ven y se notan (la inflamación suele ir siempre acompañada por otro síntoma fastidioso, el dolor). Sin embargo, hay muchos tipos de inflamación, y la mayoría no se ven, incluso no se notan; hay individuos cuyo “estado inflamatorio” es muy elevado debido a patologías más o menos habituales y con las que no se asocia el término inflamación en su acepción más popular. En estos casos “ocultos” el proceso suele darse en el endotelio vascular (otro concepto rarito que se está citando mucho estos días); el endotelio es el tejido de la parte interna de los vasos sanguíneos y tiene unas funciones importantísimas para el buen funcionamiento del organismo en las que no voy a entrar para no ponerme pesada, tan solo remarcar que cuando el endotelio se daña, muchas cosas empiezan a fallar y aparecen múltiples enfermedades entre las que se encuentran casi todas las patologías cardiovasculares.
Aunque la inflamación nos pueda parecer un incordio, en realidad es un mecanismo de defensa. Ese mecanismo también es sumamente complejo y en él intervienen muchos elementos. En la inflamación se da, básicamente, una regulación hemostática donde aparece vasodilatación (los vasos sanguíneos se dilatan) para que haya un mayor flujo de sangre en la zona afectada y se pueda reparar en cierta medida el daño gracias a las células y a las diferentes proteínas que hay en el torrente sanguíneo. Entre esas proteínas se encuentran las dichosas citoquinas.
Por tanto, estas citoquinas junto con su manera de regular la inflamación, son una buena herramienta para combatir una agresión, ¿no? Bueno, sí, si la acción es adecuada, pero cuando a las citoquinas se les va la pinza y empiezan a inflamar y a inflamar a lo bestia… la lían parda. Y esto es lo que está ocurriendo con el Covid-19, que en algunos pacientes sus citoquinas se descontrolan (tormenta de citoquinas), su sistema inmune se vuelve ‘tó’ loco y no para de generar citoquinas a tutiplén, que en lugar de ayudar lo que hacen es fastidiar más. De hecho, una vez desaparecido el virus, las citoquinas siguen a lo suyo, erre que erre, es como si se hubieran vuelto paranoicas y vieran enemigos por todas partes, siendo los propios tejidos los que son damnificados hasta el punto de colapsarlos cayendo abatidos por “fuego amigo”. A esto es a lo que se llama una enfermedad autoinmune: el sistema inmunológico del propio paciente se descontrola y reacciona exageradamente y contra sí mismo, provocando un daño grave.
¿Y por qué reacciona así el sistema inmune de algunas personas? Buena pregunta, y difícil, porque al día de hoy nadie ha sabido dar una respuesta definitiva. Algunos dicen que puede ser por una predisposición genética y hereditaria, otros dicen que intervienen agentes medioambientales, otros que si patologías previas que alteran el sistema inmunológico, que si algunos fármacos, etc, etc. Cuando hay tantas teorías es porque, en realidad, no se sabe muy bien a qué se debe esto, puede que a un conjunto de diferentes causas y por eso es tan complicado de explicar.
Ahora mismo, a mí lo que más miedo me da cuando voy al médico es que me diga «Tiene usted una enfermedad autoinmune» porque es lo mismo que te digan «No tengo ni idea de por qué se encuentra usted así». De hecho, yo, que a veces soy muy mal pensada, creo que lo de recurrir al término enfermedad autoinmune es un comodín para algunos facultativos como cuando, hace muchos años, ibas al médico y después de mirarte y volverte a mirar sin encontrar nada que explicara los síntomas que padecías, te decían «Son nervios».
Pero que no se sepa qué produce las llamadas enfermedades autoinmunes no quiere decir que no haya remedio contra ellas. Sí los hay, con efectividad más o menos alta según qué casos, pero haberlos, los hay.
En cuanto a terapias con el Covid- 19, ya expliqué en otras publicaciones que ahora mismo lo que se está viendo es emplear fármacos que ya se han utilizado para otras patologías y cuya seguridad está contrastada, porque empezar con una molécula nueva implicaría mucho más tiempo, algo que no tenemos (lo que no quiere decir que no se esté trabajando en ello también).
 Básicamente hay dos estrategias para combatir la Covid-19: una sería cargarse el virus y otra sería frenar su efecto más devastador (la tormenta de citoquinas).
En el primer grupo, es decir, cuando se trata de ir de frente y darle caña al virus, se están utilizando antivirales ya utilizados contra otros virus. Las tácticas a seguir pueden ser muy variadas, pero generalmente se trata de impedir que el virus se replique actuando en su ARN. En este grupo se encuentra el fármaco llamado remdesivir que se emplea contra el Ébola, aunque sus efectos se han visto solo «in vitro» (en un laboratorio, fuera de un organismo vivo, o lo que vulgarmente se dice en un tubo de ensayo), pero ya se están haciendo estudios «in vivo» (en seres vivos, bien en animales de experimentación o en humanos directamente). Otro antiviral, el lopinavir, se está también ensayando en pacientes, este fármaco se usa desde hace tiempo para el VIH (el que produce el sida) y aún están a la espera de los resultados.
En la otra estrategia a utilizar, es decir, afrontar la tormenta de citoquinas, se emplean fármacos que ya se usan para otras enfermedades autoinmunes como la artritis reumatoide. Tocilizumab, sarilumab o siltuximab son fármacos inmunosupresores, concretamente inhiben la IL-6, evitando que esa citoquina se ponga farruca y fastidie.
No sé hasta qué punto suenan estos fármacos que estoy citando, el que estoy segura de que sí suena, y mucho, es el que viene a continuación: la cloroquina. Este es el ‘number one’ de los fármacos contra el Covid-19 en cuanto a fama y notoriedad y, la verdad, no sé por qué: en mi humilde opinión no tiene tanta efectividad como cabría esperar y, encima, produce algunos efectos secundarios que le hacen desmerecer bastante.
La cloroquina, (o su variante, la hidroxicloroquina), es un fármaco utilizado contra la malaria desde hace décadas. Últimamente, también se está empleando como un remedio para algunas enfermedades autoinmunes y por eso se propuso como buen candidato para enfrentarse a los efectos del coronavirus.
«In vitro», o sea en un medio no vivo, parece que ralentiza la replicación del virus de Covid-19, es decir, que la velocidad de infección sería mucho menor, y si bien no consigue acabar con el virus, sus efectos devastadores se podrían minimizar. Pero esto es «in vitro». En un organismo vivo (en animales de experimentación o en humanos) no se tienen datos firmes, hay algo de controversia, y no hay evidencia relevante, o sea, que no está muy clara su efectividad. Se han iniciado ensayos clínicos en un gran grupo de pacientes de todo el mundo, pero aún hay que esperar los resultados. De momento, y por si acaso, se está empleando en muchos pacientes, sobre todo si tienen síntomas leves, pero siempre vigilando que el tratamiento no se prolongue demasiado.
Como todos los fármacos, la cloroquina tiene contraindicaciones, así que no es cuestión de tomar este medicamento como si tal cosa (algo que propuso cierto presidente con un gran tirón en Twitter y que se ha mostrado como un gran experto en el tema, y esto lo digo con toda la ironía del mundo).
Hay muchas patologías previas que pueden agravarse con el uso de la cloroquina, como puede ser la insuficiencia hepática o la renal. Encima, ahora se han visto otros efectos adversos por “abusar” de esta sustancia ya que con el coronavirus se están empleando dosis más elevadas y eso es como tirarse de cabeza a una piscina con poca agua, que puedes salir airoso o te puedes partir el cráneo. Se cree que el abuso de este fármaco está detrás de la pigmentación en la piel de dos enfermos por Covid-19 chinos que han salido en la tele con gran alharaca informativa, como si fueran monos de feria. Este efecto tan extraño, e inaudito, se está estudiando, pero es posible que sea debido por una afección hepática indeseable provocada por la dichosa cloroquina y agravada por la acción del virus que (no se sabe por qué) hace que el hierro almacenado en nuestro cuerpo se libere; además, quizás y solo quizás, puede haber influido el grupo fenotípico asiático (lo que antes se llamaba raza china y que ahora es una expresión políticamente incorrecta).
De hecho, la cloroquina puede tener efectos indeseados en algunos genotipos de la cuenca mediterránea de los que no voy a hablar para no extenderme demasiado y no dar la brasa. Así que la cloroquina, siento chafarle la alegría a más de uno, no es tan guay como nos la habían pintado.
Personalmente creo que los inmunosupresores, administrados en el momento oportuno, y aquí radica el quid de la cuestión, son ahora mismo los candidatos a alzarse con el título de remedio más efectivo en todos los pacientes, los leves y los graves, por tener más efectividad y futuro; de hecho, la mayoría de las investigaciones se están centrando en estos fármacos.
A todo esto, hay que añadir que muchas terapias son combinadas, es decir que se utilizan diferentes fármacos con diversas acciones para que en conjunto mejoren el estado del enfermo.
Hay muchos otros fármacos que se están estudiando, pero me he centrado en los que la Agencia Española del Medicamento da mayor prioridad por tener más sustentado su uso y por tanto ser más factibles de ser efectivos a corto plazo.
Por cierto, el tratamiento que sugiere el presidente de EEUU que consiste en inyectar desinfectante o dar luz solar a los pulmones (sic) no tiene ningún fundamento, ni científico, ni lógico. Hasta el más ignorante (salvo este presidente y algunos de sus votantes) sabe que la lejía y la luz ultravioleta en los tejidos orgánicos causa destrozos irreparables. Con este tratamiento “novedoso” y alternativo fruto de una mente calenturienta, al virus nos lo cargamos, pero al paciente también.
Hay que señalar que estas terapias (menos la de Trump), bien por separado, o combinadas, están funcionando en muchos pacientes, no en todos (a la vista están las cifras de fallecidos) pero sí en bastantes, lo que quiere decir que estamos en buen camino, porque a estos fármacos se están sumando otros que pueden ayudar donde estos no llegan.
Además, para próximos brotes habrá nuevas moléculas diseñadas exclusivamente para el SARS-Cov-2 y esas seguro que funcionarán mucho mejor, pero para eso deberemos tener mucha más paciencia.
De momento, con esto y la posible vacuna nos tenemos que conformar. De las vacunas hablaré otro día, por hoy ya está bien. Ahora me voy a tomar yo otro fármaco, lexatín, porque recordar las sugerencias terapéuticas de Trump me ha puesto de los nervios.



sábado, 18 de abril de 2020

Covid-19: ¿y tú de quién eres?


Como la anterior publicación fue muy densa, voy a aparcar de momento el manual de conceptos para no atosigar al personal con definiciones demasiado técnicas. Para compensar el machaque de la anterior entrega esta será más ligera tratando, además, un tema interesante que a los españoles nos encanta: la teoría de la conspiración. En realidad, voy a hablar sobre el origen del virus, pero esto desgraciadamente se ha enlazado con ese tipo de teorías que tanto nos gustan.
Desde hace unos días se está especulando si el virus de marras es un producto de laboratorio, esto es algo que los amantes de la paranoia conspirativa ya dijeron desde el principio pero que ahora tiene más fuerza porque un presidente muy poderoso lo ha dicho a las claras, o quizás no tanto, porque ese señor se caracteriza por hablar algo confusamente (solo se le entiende bien cuando insulta). El caso es que, con declaraciones presidenciales o sin ellas, ya casi todos empezamos a ver a los chinos como a los malos, malotes.
Cada uno es libre de pensar lo que quiera, faltaría más, pero desde este espacio intentaré dar una explicación científica al origen del virus y si hay motivos para mosquearse o no.
Vaya por delante que todo lo que viene a continuación son las conclusiones de científicos obtenidas a partir de los datos que se disponen AHORA. Esto no quiere decir que mañana o la semana que viene o el próximo año se sepa algo que dé por tierra lo dicho hoy.
A este respecto voy a hacer un pequeño inciso y me voy a poner en plan filosófica sobre la ciencia.
En ciencia no hay verdades absolutas porque es una doctrina que cambia constantemente y lo hace al son de los descubrimientos y los conocimientos que ininterrumpidamente se obtienen. Esto es algo que muchos no entienden y cuando ven a un científico decir hoy blanco, para mañana decir negro (porque nuevas investigaciones han dado resultados mejores) la mayoría cree que ese científico es un inútil.
Si al científico en cuestión, en lugar de rectificar, se le ocurre decir «No lo sé» entonces la opinión que tienen de él no es de un inútil sino de un imbécil. En un país donde todos opinamos de todo y además sentamos cátedra, porque sabemos más que nadie sobre lo que sea que se nos ponga por delante, que alguien reconozca públicamente que no sabe algo es una cosa que no nos entra en la cabeza ni podemos asumir.
Vivimos en una sociedad donde domina el «Mantenella y no enmendalla» o lo que es lo mismo, antes muertos que reconocer que nos hemos equivocado. Tenemos muestras todos los días de esto: periodistas que mienten descaradamente y cuando se les pilla en falta, dan la callada por respuesta y si te he visto no me acuerdo. Políticos que prometen lo contrario de lo que acaban haciendo una vez ganadas las elecciones y cuando se les reprocha dicen con un descaro propio del que no tiene vergüenza que eso no es verdad. En fin, en un mundo donde mentir no tiene castigo ni consecuencias, que un científico diga «No lo sé» nos deja descolocados porque la mayoría pensará que si no lo sabe que se lo invente. Pues no, la ciencia no es así y la mayoría de los científicos no se comportan como el común de los mortales (afortunadamente).
Hace días leí un fantástico artículo (Por qué hay motivos para el optimismo...) donde, entre otras cosas, el autor recuerda a un profesor suyo y reputado inmunólogo que, ante la insistencia de un periodista para que le diera respuestas, dijo: «No lo sé porque soy científico. Si yo fuera un político o un sacerdote, seguro que podría darle a usted una respuesta. Pero un científico solo puede decir lo que la ciencia sabe, y la ciencia no sabe eso que usted me pregunta». Sí, señor, con un par.
Pero a lo que yo quiero llegar es a que la ciencia, a veces, dice una cosa para decir la contraria tiempo después. La ciencia avanza en función de lo que se va sabiendo, no es una materia estanca, no tiene verdades absolutas, sus aseveraciones duran lo que dura la investigación en aportar datos nuevos. Sí, esto ya lo he dicho antes, pero cuando quiero que una cosa quede clara, la repito mucho, y si no que se lo pregunten a mis alumnos.
  Por tanto, y con esta reflexión previa, lo que a continuación viene está sujeto a cambios.
¿Es el SARS-Cov-2 (el nombre técnico de nuestro coronavirus) un virus diseñado en el laboratorio?
Con los datos que disponemos la respuesta es NO. Me gustaría insistir en eso de los datos disponibles, porque algunas informaciones vienen de China y ese país ha contado lo que ha querido y como ha querido, que eso también hay que tenerlo en cuenta. Algo que viene a apoyar a presidentes paranoicos e infantiles que para encubrir sus propias deficiencias y no aceptar que hacen las cosas mal, prefieren, con una pataleta propia de niños pequeños y malcriados, echar la culpa a otros de todo lo que les está pasando. Pero me voy por las ramas, volvamos a lo nuestro.
Si la mayoría de los científicos creen que el SARS-Cov-2 es ‘natural’ es porque la evolución respecto del virus encontrado en el murciélago hace ya varios años (ojito, hace varios años), es ‘lógica’, o lo que es lo mismo, el cambio ha sido esperable en cuanto que no hay demasiada diferencia y por tanto no se necesita una manipulación especial para que se dé.
Pero hay otro aspecto, y que a mí me convence más, que avala el origen natural. Este virus está compuesto por una cadena de ARN y una cubierta lipoproteica (la de las puntitas que le hacen parecer una corona). Manipular una cadena de ARN es relativamente sencillo, cambiamos un nucleótido por otro (recordad lo que conté en la publicación anterior) y convertimos una función determinada inocua en otra más peligrosa. Vale, eso podría haber pasado.
Sin embargo, diseñar una cubierta lipoproteica… eso es otro cantar. Para ‘fabricar’ algo así se requiere una tecnología muy complicada que, se supone, no tiene nadie… o a lo mejor sí… (aquí dejo un espacio para dejar pensar a los amantes de las conspiraciones). Y la cubierta de nuestro querido coronavirus no se parece a ninguna otra, tan solo ‘un poco’ a la del virus de los murciélagos, pero con una ‘sutil’ diferencia que permite que pueda atacar las células humanas. Y esa ‘sutil’ diferencia es la que hizo que saltara de especie, que se diera la zoonosis (enfermedad infecciosa que se transmite de animales a humanos).
Para los expertos, el cambio de la cubierta que permitió la infección en humanos es una consecuencia ‘lógica’ de una mutación y no el resultado de una manipulación intencionada pues, insisto, diseñar, aunque sea con leves cambios, esa puñetera cubierta que tantos problemas está dando, no es cosa fácil.
Dicho esto, y teniendo en cuenta que la guerra biológica está sobre la mesa desde hace decenios, cualquier cosa es posible, aunque no todo es probable. Pero, con los datos que ahora se tienen la explicación más plausible es la de una mutación natural.
Hay que reconocer que este virus se está portando como un auténtico hijo de pu.., porque los desastres que organiza a nivel inmunológico es para volver loco a más de un médico y las múltiples maneras de manifestar los síntomas traen de cabeza a los sanitarios: a unos les quita el sentido del olfato y del gusto, a otros les da fiebre o no, a unos les produce un sarpullido como si de un virus exantemático se tratara, pero no lo es (virus exantemáticos, como el sarampión o la rubeola, son aquellos que producen erupciones en la piel), a otros les da fuertes dolores de cabeza, a otros congestión nasal o a otros simplemente nos les produce ningún síntoma y esto ya es la repanocha.
Y a todo esto hay que añadir que es muy, pero que muy, contagioso. La facilidad con la que es capaz de llegar hasta cualquier persona es pasmosa, y es en este punto donde más alucinados tiene a todos los expertos.
Yo misma he llegado a pensar que este virus era casi perfecto por lo que me he planteado que no podía ser fruto de la casualidad, pero si nos atenemos a la evidencia que hay ahora mismo, parece que sí, que ha sido la naturaleza y sus mutaciones la que nos está volviendo locos a todos con esta pandemia.
Sí, este virus es casi perfecto, pero en ese “casi” radica la esperanza; en esa palabra y en la labor excepcional que están haciendo nuestros científicos, los de fuera de nuestras fronteras y los de aquí. Esa labor, junto a la experimentación a pie de cama del personal sanitario que está haciendo de la necesidad y del agobio, virtud, nos va a dar buenos resultados en forma de tratamientos y (parece ser) una vacuna.
Para la vacuna aún falta mucho (cuestión de seguridad) pero para los tratamientos ya se ven resultados muy buenos. Pero esto ya lo contaré en la próxima publicación, ahora os dejo para que le déis un poco al coco sobre conspiraciones y guerras bacteriológicas, con tanto confinamiento hay tiempo y material de sobra para imaginar. De todas formas, si os falta imaginación siempre podéis recurrir a la cuenta de Twitter de Trump.




miércoles, 8 de abril de 2020

Manual para entender una pandemia (II)

Mucho se comenta sobre las pruebas para detectar el Covid-19. En todas partes nos hablan de test de diagnóstico, test serológicos, test rápidos, test fiables, test truños, digo chinos. En fin, hay diferentes tipos y según qué midan nos dan informaciones parecidas, pero no iguales.
Simplificando bastante hay dos tipos: los de diagnóstico y los serológicos. Los primeros detectan la presencia del virus, los segundos detectan si se ha estado en contacto con el virus.
Los test de diagnóstico necesitan muestras tomadas de las mucosas de la nariz o de la garganta lugares por donde entra el puñetero Covid-19 y donde suele estar desde el principio ya que lo que se quiere es detectar el virus.
Hay dos maneras de saber si hay o no virus en una muestra de mucosa: reconociendo el material genético o reconociendo parte de las estructuras del virus como las proteínas que se encuentran en la cubierta (esa que parece una corona).
Para reconocer el material genético se emplea el test de la PCR. Intentaré explicar en qué consiste.
PCR es el acrónimo en inglés de Polimerasa Chain Reaction, que en castellano quiere decir ‘reacción en cadena de la polimerasa’. Supongo que, de esta expresión, las palabras “reacción” y “cadena” se entienden, pero que lo de “polimerasa” ya no. A ver si sé salir airosa de este jardín en el que me he metido y me explico bien porque para conocer la técnica PCR se imparten másteres de un año y hasta de dos. La cosa tiene miga.
La polimerasa es una enzima capaz de replicar ADN ensamblando nucleótidos. Los nucleótidos son las unidades que conforman el ADN y el ARN. Por otra parte, los virus son, básicamente y para el caso que nos ocupa, cadenas de ADN o de ARN (los coronavirus en concreto son ARN). Esta es la primera parte más básica, ahora viene lo gordo. Intentaré ir por partes.
Primero un poco de biología molecular. Un nucleótido está formado por tres moléculas: una base nitrogenada, una molécula de azúcar y una molécula de ácido fosfórico. Me gustaría ser más simple, pero es que no se puede.
Los nucleótidos se unen unos a otros formando cadenas. Si los nucleótidos de la cadena tienen como azúcar a la desoxirribosa y además está unida a otra cadena complementaria, se forma ADN (Ácido DesoxirriboNucleico). Si los nucleótidos de la cadena tienen como azúcar la ribosa y no se une a ninguna otra cadena, entonces se forma ARN (Ácido RiboNucleico).

Hay diferentes tipos de bases nitrogenadas: adenosina (A), timina (T), guanina (G), citosina (C) y uracilo (U).
Estas bases tienen afinidad unas con otras cuando se encuentran en cadenas diferentes en el caso del ADN y entre una misma cadena en el caso del ARN (las cadenas de ARN se pueden plegar). Pero esta afinidad no se da de cualquier manera, cada base nitrogenada tiene su preferencia por formar una pareja estable, como un matrimonio bien avenido:  la adenosina (A) se une siempre a la timina (T), y la guanina (G) a la citosina (C). ¿Y qué pasa con el uracilo (U)? Bueno, el uracilo es el ‘sustituto’ de la tiamina en el caso del ARN (en el ARN la adenosina se empareja con el uracilo ya que tiamina no hay).
En el caso del ADN recordad que tiene dos cadenas y la cadena compañera se forma con la complementación de cada base, o la pareja del matrimonio de cada base.
Por ejemplo, si una cadena tiene siete nucleótidos donde las bases son A-T-G-C-A-C-T, la cadena complementaria para formar una molécula de ADN sería T-A-C-G-T-G-A, o lo que es lo mismo:


El número de nucleótidos y el orden en el que están dispuestos atendiendo a las bases (adenosina y compañía) es lo que se llama secuencia del ADN o del ARN, y esta secuencia determinará la información genética que hace que la célula que los lleva en su núcleo tenga unas características y unas funciones determinadas. Eso en el caso de una célula, en el de un virus hace que la líe parda o que pase sin pena ni gloria.
Pero volvamos a nuestra polimerasa, la del test. Esta enzima replica ADN ensamblando nucleótidos; a partir de una cadena-1 ya formada ella hace la complementaria-2 buscando la pareja (del matrimonio) a cada nucleótido, pero para que empiece a trabajar necesita un empujoncito o una pista; necesita que le digan cómo empieza la cadena.
El proceso sería más o menos así (aviso a los puristas que voy a simplificar mucho): metemos la muestra (que llamaremos X) que queremos identificar (en este caso saber si tiene el virus). La muestra X debe estar preparada, es decir una muestra donde solo hay una cadena de nucleótidos (si la muestra tiene dos, como es el caso del ADN, hay que desnaturalizarla primero, es decir, separar las dos cadenas). Después añadimos la polimerasa junto con un cebador (el que se encarga de dar la pista a la polimerasa para que empiece a trabajar). El cebador sería como el inicio de esa segunda cadena, es el principio del trabajo para ‘orientar’ a la polimerasa y consiste en una cadena de nucleótidos exactamente igual al virus que queremos identificar en nuestra muestra X, es decir, lleva la secuencia genética (completa o parcial) del virus patrón.
Si la muestra X tiene la información complementaria a la que lleva el cebador, la polimerasa lo reconoce y replica porque las dos cadenas tienen secuencias complementarias, lo que quiere decir que pertenecen al mismo ADN, el resultado es positivo. Si la muestra a medir no “cuadra” con el cebador, la polimerasa no hace nada, la pista que le han dado no coincide con la muestra X que le han puesto, y se queda inactiva, el resultado es negativo.
Esto es para el ADN, pero el caso es que nuestro Covid-19 es ARN y ese no tiene doble cadena ni polimerasa que lo replique. En este caso, y no me voy a extender porque a más de uno le voy a levantar dolor de cabeza, el ARN hay que transcribirlo a ADN, es decir, hay que traducir el lenguaje del ARN “en modo” ADN (¿os acordáis del uracilo que solo lo tiene el ARN?); una vez “traducido” a ADN hay que hacer el proceso anterior ya descrito.
Visto todo esto, está claro que todos estos pasos no son de hacer en un cuarto de hora. La técnica PCR ha mejorado mucho desde que se inventó, y los tiempos se han acortado, pero desnaturalizar y transcribir la muestra, secuenciar el cebador, etc., requiere tiempo y que los resultados tarden cinco-seis horas es todo un récord (hace pocos años se podían tardar cuatro o cinco días). Pero, ante todo, buscamos que la información sea fiable y no nos dé falsos positivos o negativos, y la fiabilidad dependerá de cuánta información lleva el cebador, si un poquito de la secuencia del virus o casi toda. Es decir, de lo currado que esté el test.
Dentro de los test de diagnóstico se han creado otros que necesitan menos tiempo, son los test de antígenos y que reconocen parte de la cubierta proteica del virus, los llamados test rápidos. En cuestión de 10 minutos dan resultados, pero estos no suelen ser demasiado fiables ya que detectar esas proteínas depende de cuántos virus hay en la muestra X, lo que se llama la carga viral. Si hay pocos virus, lo que ocurre en la fase inicial de la infección, estos test suelen dar negativo; es necesario que la carga viral sea mayor por lo que no son muy útiles para detectar casos tempranos.
Por último, están los test serológicos que miden los anticuerpos generados cuando alguien está o ha estado en contacto con el virus. Se toman muestras de sangre (una gota con un pequeño pinchazo es suficiente) y se pone la muestra junto al antígeno específico correspondiente y mediante una prueba ELISA (que nadie se me asuste que no la voy a explicar) se reconoce el anticuerpo buscado. Esta prueba tiene sus más y sus menos, porque el tener anticuerpos no quiere decir tener el virus precisamente, puede que el paciente ya se haya curado y el virus haya desaparecido de su organismo, pero los anticuerpos generados como resultas de la infección sí están, por lo que la información que nos da es parcial y como diagnóstico no es adecuada. Por otra parte, hay que tener en cuenta que los anticuerpos tardan de siete a diez días en generarse por lo que en fases tempranas de la infección tampoco sirven.
Este tipo de prueba sería la que se debería realizar cuando, una vez pasado este brote, se quiera calibrar el alcance real de la epidemia. Sería la manera de saber quiénes han estado infectados de verdad, incluidos los asintomáticos.
Y siguiendo con los test de diagnóstico os voy a proponer una prueba muy sencilla y sin necesidad de toma de muestras biológicas de ningún tipo. Tras leer esta publicación ¿tenéis visión borrosa, dolor de cabeza y/o zumbido en los oídos? Si la respuesta es sí a alguno de estos síntomas, no os preocupéis, se pasará en cuanto cerréis la pestaña del blog. La culpa ha sido mía. Mil perdones.



sábado, 4 de abril de 2020

Manual para entender una pandemia (I)

La sobreinformación a la que estamos sometidos desde hace unas semanas con el maldito coronavirus nos ha puesto al borde de la apoplejía. En los medios de comunicación han opinado sobre el COVID-19 desde científicos hasta quiosqueros de periódicos. Es tal la cantidad de cosas que nos han contado que cuando dan las noticias del tiempo en lugar de soles en el mapa de España yo veo coronavirus. Así estamos.
Vacunas, antivirales, curva plana, pico de contagio, test rápidos, test PCR, epidemia, pandemia, anticuerpos, antígenos. Multitud de palabras y expresiones hasta hace poco “propiedad” de microbiólogos y especialistas en epidemias forman parte ahora del vocabulario popular. Pero ¿sabemos realmente qué significan?
Con esta y sucesivas publicaciones intentaré explicar algunos de estos términos.
Primero empecemos con el nombre del causante de tanto alboroto, o, mejor dicho, con el “sexo”. A veces se dice “el” Covid-19, y otras “la” Covid-19. ‘El’ o ‘la’ depende de a qué nos estemos refiriendo. COVID-19 es el acrónimo en inglés de “coronavirus disease 2019” o lo que es lo mismo: enfermedad por coronavirus del año 2019 (apareció a finales del 19 aunque se estén viendo sus efectos devastadores en el 20). Si hablamos de la enfermedad, entonces deberemos decir “la Covid-19”, pero si hablamos del virus que la causa se diría “el Covid-19”, aunque si nos ponemos estrictos y nos sujetamos a las siglas deberíamos decir siempre “la” según nos recomienda la RAE porque eso es lo que significan las siglas: una enfermedad (me refiero a las siglas del COVID no a las de la RAE). Por cierto, también sería más correcto poner todas las siglas en mayúsculas, pero cuando se asumen como una palabra se pueden poner en minúscula como ha ocurrido con “sida”, “láser” o “radar”.
Teniendo ya claro que el virus tiene género masculino, ahora vamos a ver qué es: ¿es una cosa?, ¿es un microorganismo?, ¿es un parásito?, ¿es un ente individual?, ¿qué es?
Algunos andan por ahí llamándolo bicho, puede valer a medias si tomamos uno de los significados de la RAE para este vocablo: «Persona aviesa, de malas intenciones». Si quitamos lo de ‘persona’, lo demás valdría para los virus, porque mala uva tienen un rato. Pero si tenemos en cuenta que ‘bicho’ se refiere a algo vivo, eso ya no vale. Desde hace años a los virus no se los considera seres vivos porque no cumplen una de las tres premisas que definen a un ser vivo: nacer, reproducirse y alimentarse.  Los virus no se pueden replicar solos como hacen algunos organismos (por ejemplo, las bacterias), ni aparearse entre sí como hacen los seres más complejos (por ejemplo, los humanos o los roedores).
Un virus para reproducirse necesita de una célula en la que penetrar para apropiarse de su ‘maquinaria’ (sistemas enzimáticos) y así poder él replicarse y hacer copias de sí mismo. Cuando el virus rapiña de esta manera moléculas que no le pertenecen suele producir un daño importante en la célula saqueada, mal que le pese a él, porque si la célula muere, entonces ha de buscarse otras a las que seguir robando recursos.
Es este motivo el que explica por qué los virus cuando mutan lo suelen hacer a una versión menos letal pero más contagiosa, algunos piensan que es esto lo que ha pasado con el Covid-19 respecto a su primo hermano responsable del SARS (siglas en inglés de Síndrome Respiratorio Agudo Severo) en el año 2003 (son iguales en un 80%). Al virus no le interesa cargarse a su infectado porque entonces él también lo pasa mal y debe irse a fastidiar a otro sitio.
Pero si decimos que un virus no es un ser vivo, ¿por qué hablamos de virus muertos? Porque para morirse hay que estar previamente vivo, ¿no? Decir que un virus está muerto es una expresión inadecuada, habría que expresar que el virus está inactivo o que ha perdido su capacidad de infección.
Entonces si no son seres vivos, pero “hacen cosas” ¿en qué categoría están los virus? En la RAE se los denomina «organismos» pero la definición de “organismo” es “ser vivo”, así que ahí la RAE patina a base de bien (algo que por otra parte tampoco nos sorprende a muchos). La comunidad científica los suele llamar «entes» que es una de las palabras más ambiguas de nuestro diccionario. En lo personal, el vocablo que a mí realmente me parece más adecuado es «agente infeccioso». Así que será mejor que dejemos de marear la perdiz y quedarnos así.
De todas formas, si aún no nos ha quedado claro podemos recurrir a la definición de un inmunólogo británico:

VIRUS ES UN TROZO DE ÁCIDO NUCLEICO* RODEADO DE MALAS NOTICIAS
 Peter Medawar (1915-1987)



(*) Sobre ácidos nucleicos hablaré en la próxima publicación.