miércoles, 30 de octubre de 2019

Blossom, la vaca que salvó vidas


Solemos asociar la figura del héroe con algunos nombres. Suelen ser personajes, masculinos o femeninos, que por la actividad de toda una vida o por un hecho puntual, salvaron muchas vidas. Invariablemente, estos nombres son de hombres o de mujeres, pero eso es injusto porque fuera de nuestra especie también hay figuras que supusieron un punto de inflexión, como el personaje que hoy traigo: una vaca.
En el siglo XVIII la esperanza de vida para los humanos no era muy esperanzadora, valga la redundancia. Entre las enfermedades, las condiciones higiénicas y la poca preparación de los médicos, la cosa no pintaba nada bien en cuestión de salud.
Entre los males que asolaban a la población dieciochesca se encontraba la viruela. Esta enfermedad la causaba un virus, Variola virus, y se caracterizaba por la aparición de abultamientos y ampollas por todo el cuerpo acompañados de fiebre muy alta que si era además hemorrágica mandaba al infectado al otro barrio en un plis plas. En cualquier caso, con hemorragia o sin ella, el índice de mortalidad era muy elevado. Tenía otra característica este virus, y es que solo infectaba una vez en la vida; si el paciente la palmaba evidentemente el virus ya no podía volver a darle por saco, pero si sobrevivía, tampoco, pues el afectado quedaba protegido de posteriores ataques.
Nunca hubo un tratamiento para la viruela, la única posibilidad de sobrevivir a la infección era aguantar el embate del virus, cruzar los dedos y esperar a que el organismo hiciera frente y venciera al agente invasor. No obstante, en el siglo XVIII se utilizaba una técnica con resultados diversos: la variolización. Este procedimiento se basaba en infectar a personas sanas con el virus de la viruela de otra persona enferma. Puede parecer una barbaridad, ¿verdad? Sin embargo, a veces funcionaba… pero solo a veces.
Esta técnica se aplicaba en Turquía desde mucho tiempo atrás y a Europa llegó de la mano de una mujer, Lady Montagu, tras su estancia en tierras otomanas. Básicamente consistía en tomar muestras de costras de viruela de un paciente infectado para posteriormente introducir el polvo resultante, mediante una incisión en la piel, en un individuo sano. Tras la inoculación el individuo sano dejaba de estarlo pues comenzaba a padecer fiebre acompañada de síntomas de viruela; después de pasar varios días podían ocurrir dos cosas: una, superaba el proceso febril y quedaba protegido contra la enfermedad (en realidad la había pasado, aunque menos agresivamente); dos, no lo superaba… y cascaba.
Así que esta técnica no era plenamente efectiva, hacía aguas. Pero es lo que había.
Hasta que llegó Edward Jenner, un científico británico.
Se da la curiosidad de que este hombre tuvo su propia experiencia con la viruela siendo un niño. Cuando tenía ocho años hubo un brote de viruela en su localidad y él fue inoculado con el virus de un enfermo, junto a un montón de niños de la zona. Como se sabía que los inoculados podían enfermar y contagiar a su vez, la metodología de prevención en aquella época consistía en aislar a los infectados en un establo sin contacto exterior, lo que se traducía en no poder salir durante cuarenta días ―el tiempo estimado para saber si sobrevivían o si palmaban― teniendo que comer, dormir y realizar las funciones fisiológicas (léase defecar y orinar) en el mismo sitio. Jenner, salió airoso de la prueba, pero esos cuarenta días encerrado lo dejaron marcado para siempre.
Pero, en realidad, la experiencia fue positiva, al menos para el resto de la Humanidad. Ya de mayor, y sabiendo que la variolización era muy chunga, se puso a investigar. Observó que entre las mujeres que se dedicaban a ordeñar las vacas no había casos de viruela, aunque a veces presentaban unas vesículas en la piel «parecidas» a las de esta enfermedad e idénticas a las que presentaban las ubres de algunas vacas.
Tras esta observación, decidió hacer una variante de la variolización. Un día tomó muestras de unas ampollas que tenía una vaquera en las manos y que se había infectado al ordeñar una vaca llamada Blossom. Las muestras se las inoculó al pequeño James de ocho años, el hijo de su jardinero, y esperó a ver qué pasaba.
El crío tuvo algo de fiebre pero poco más, no sufrió ningún trastorno grave. Pasadas unas semanas, Jenner fue más allá, sometió al niño a una variolización para comprobar posteriormente que la criatura no presentaba ningún síntoma, ni fiebre ni nada. Pero ahí tampoco se detuvo Jenner, siguió repitiendo el procedimiento varias veces. El niño resistió todas las inoculaciones como si tal cosa y entonces Jenner llegó a la conclusión de que estaba plenamente inmunizado y sin pasar ningún sufrimiento.
Como la cosa salió bien, ahora Jenner está en muchos libros de texto con letras de oro, si el resultado hubiera sido negativo ahora se le consideraría un infanticida.
El caso es que el virus de Blossom fue el causante de este éxito, y ¿qué tenía ese virus? Pues que era «parecido» al de la viruela humana pero no igual, y ahí radicaba la diferencia precisamente.
La viruela de las vacas, viruela vacuna o bovina, la causa el Cowpox virus*, un agente infeccioso que en los humanos no produce síntomas tan graves como el Variola virus, el de la viruela humana, pero que sí crea anticuerpos en el organismo de un ser humano y, además, esos anticuerpos son útiles para combatir la infección grave, la de la viruela humana.
Así que el bueno de Jenner y gracias a la contribución desinteresada de Blossom, la vaca lechera más famosa de la Historia, creó la primera vacuna. Luego vendrían Pasteur y Koch para profundizar más en la forma de actuar de los microorganismos (bacterias y virus principalmente), pero a Jenner se le considera el padre de la inmunología, pues empíricamente, sin tener ni siquiera un microscopio, abrió un nuevo campo que reportó grandes beneficios a la salud: el de las vacunas.
La vacunación sistemática contra la viruela consiguió que se erradicara (la viruela, junto a la peste bovina, son las dos únicas enfermedades que el hombre ha conseguido eliminar de la naturaleza). Hasta hace menos de un siglo era una enfermedad altamente letal ya que el único tratamiento posible, en caso de infección, era el sintomático, es decir, combatir la fiebre, evitar la deshidratación y que las pústulas y/o vesículas cutáneas no se infectaran, mientras se esperaba que el organismo venciera al virus por sí mismo.
Afortunadamente esto es cosa del pasado. Al menos, de momento, porque hay muestras «guardadas» en dos laboratorios, uno ruso y otro estadounidense ―qué miedito da― desobedeciendo el mandato de la OMS que en 1993 ordenó destruir todas las muestras. Estos laboratorios siguen empeñados en quedarse con unos cuantos viales del virus «por si acaso». El armamento biológico es un arma muy poderosa, valga la redundancia. Pero ese ya es otro tema.
Dejemos el chantaje biológico y quedémonos con Jenner, su incansable curiosidad, y recordemos también la generosidad de James ―supongo que completamente involuntaria― y la aportación vírica de Blossom.
Un aplauso para los tres.



*No confundir con Vaccinia virus o "virus vacuna", un virus primo hermano del Cowpox virus pero que no procede de las vacas precisamente, sino de los caballos y que ha dado lugar a cierto lío a la hora de nombrar a estos agentes infecciosos.



miércoles, 23 de octubre de 2019

Vacunarse o no vacunarse, ¿es esa la cuestión?


En esta sección del blog, Al día con la Ciencia, el objetivo se centra en aclarar algunos temas científicos que, dada su complejidad no son bien entendidos o hay cierta dificultad para comprenderlos.
Pero en el caso de esta publicación de hoy no es exactamente esa la intención, pues el tema a tratar no tiene nada de complejo; la explicación es necesaria por otros motivos como la desinformación que algunos sectores interesados quieren difundir para confusión y jaleo del respetable.
Hoy voy a centrarme en un tema controvertido desde hace relativamente poco tiempo: vacunas sí o vacunas no.
Vayamos por partes, ¿sabemos qué es una vacuna o cómo actúa?
Según la Organización Mundial de la Salud: «Se entiende por vacuna cualquier preparación destinada a generar inmunidad contra una enfermedad estimulando la producción de anticuerpos. Puede tratarse, por ejemplo, de una suspensión de microorganismos muertos o atenuados, o de productos o derivados de microorganismos.»
Ahora viene el siguiente paso, ¿sabemos qué son los anticuerpos?
Los anticuerpos son proteínas que reaccionan específicamente contra los antígenos (agentes extraños que provocan reacciones de defensa en el organismo). Los anticuerpos son utilizados por el sistema inmunológico para reconocer y bloquear virus, bacterias, hongos o parásitos.
Por lo tanto, si tenemos anticuerpos adecuados podremos defendernos de los ataques de los antígenos en forma de microorganismos o parásitos que producen infecciones.
De toda esta información hay que tener en cuenta que las reacciones inmunológicas son ESPECÍFICAS, es decir, que no todos los anticuerpos sirven para combatir todas las enfermedades infecciosas. Así que, si queremos inmunizarnos contra la gripe, es necesario tener anticuerpos específicos que se unan y bloqueen al virus que la provoca, de manera que éste quede inutilizado y no pueda dañar nuestro organismo, o lo que es igual, no pueda hacernos enfermar.
Pero ¿cómo generamos esos anticuerpos específicos? Para tener una defensa adecuada el organismo tiene unos mecanismos fisiológicos que se basan en “reconocer” al enemigo ―léase la bacteria, el virus o el agente infeccioso que sea― y “prepararse” adecuadamente. Es como si un ejército que ve cómo sus fronteras son traspasadas por un grupo de invasores, y antes de atacar, observa cómo van pertrechados los enemigos para actuar en consecuencia y así conseguir que su defensa sea lo más rápida y efectiva posible.
No es lo mismo que te invada un ejército de hunos armados con hachas y lanzas por los Pirineos mandado por Atila, que lo haga un buque de la armada americana lleno de marines por Algeciras mandado por Trump. Para el primer caso nuestro país tendría posibilidades de repeler el ataque, para el segundo a mí me da que no. Pero no nos desviemos del tema.
Preparar un plan de defensa y ataque no es algo que se pueda hacer de un día para otro, es necesario tiempo, y tiempo es precisamente lo que no sobra cuando nos ataca una bacteria, o un virus. Cuanto antes empecemos a cargarnos al enemigo más probabilidad habrá de que este no nos haga daño. De cajón.
Por eso, si cuando el malo ―vuélvase a leer bacteria, virus o el agente infeccioso que sea― entra en nuestros dominios con intenciones alevosas nosotros ya tenemos preparada la defensa adecuada, porque sabemos cómo es el invasor, porque sabemos cuáles son sus puntos débiles y porque tenemos preparado el armamento idóneo, entonces no tenemos más que desplegar nuestro ejército bien equipado ―léase anticuerpos, y macrófagos (una especie de guerrero beligerante que se come todo lo que se le pone por delante al reconocerlo como extraño)―. Si nos pillan preparados, la defensa será adecuada y eficaz, e impediremos que el atacante haga daño a nuestras posesiones ―léase órganos― evitando que caigamos enfermos.
Pero ¿cómo podemos tener nuestro ejército bien preparado ANTES de que lleguen los invasores? Pues gracias a las vacunas.
Las vacunas dan información valiosa a nuestro organismo. Es el aliado que nos cuenta cuáles son los puntos débiles del enemigo, o cómo son los planes de ataque del mismo. Porque las vacunas consisten en “soldados enemigos” debilitados/desarmados o simplemente muertos, de manera que nos enseñan cómo son, nos facilitan los planos de su manera de atacar, pero sin poder atacarnos realmente pues no tienen fuerzas para hacerlo.
Cuando sabemos cómo es el enemigo, nuestro sistema inmune comienza a trabajar, y prepara anticuerpos específicos para combatirlo y  una vez formados adecuadamente quedan en la reserva, acuartelados, para el caso de que se dé una invasión en toda regla con soldados plenamente equipados y con todo su potencial destructor.
Bien, pues en esta estrategia inmuno militar, algunos argumentan que las vacunas han dejado de ser necesarias porque ya no hay enemigos que combatir. Y en esta aseveración se ha fundamentado una corriente antivacunas que está causando mucho daño y más de una muerte.
Es cierto que algunos enemigos ya no están entre nosotros ―léase enfermedades erradicadas como la viruela―, pero otros, aunque no aparezcan o se hagan ver, no quiere decir que no existan, simplemente están sometidos, lo que en términos militares se llama neutralizar, es decir, no me puede hacer daño, pero porque lo tengo controlado, retenido gracias a mi armamento, y ¿qué armamento es ese? Las vacunas.
Si algunas enfermedades no aparecen ya, es gracias a las vacunas. Como la población, que ha sido previamente vacunada, es inmune, al llegar el agente infeccioso a nuestro cuerpo ―porque el enemigo no está muerto, anda suelto por ahí― nosotros lo combatimos y no padecemos la enfermedad.
En 2015 falleció un niño en Olot por difteria, una enfermedad respiratoria de origen infeccioso y que no daba señales de vida desde hacía más de treinta y cinco años en nuestro país. Parece ser que los padres del crío decidieron no vacunarle siguiendo la corriente/moda bastante extendida que está en contra de las vacunas.
Esta animadversión hacia las vacunas se basa principalmente en la manía persecutoria y el trastorno paranoico de la teoría de la conspiración sobre la industria farmacéutica y que viene a decir que el ‘holding’ farmacéutico solo pretende robarnos, el dinero y la salud, y que todo lo que venden es veneno. Estos acérrimos enemigos de esta industria no se ponen tan beligerantes cuando sus familiares más queridos, o simplemente ellos, se agarran una enfermedad de las chungas y se curan gracias a esos “venenos”.
Otros argumentan, para evitar las vacunas, que estas tienen efectos secundarios. Todos los tratamientos tienen (posibles) efectos secundarios, incluidas las vacunas. Antes de que un fármaco se ponga en circulación se estudian los efectos contraproducentes y los beneficiosos, según el riesgo y la mejora que pueda aportar se decide si es viable.
No quiero extenderme, pero el efecto beneficioso de las vacunas es incuestionable y no porque lo diga yo, sino porque las estadísticas cantan. Desde que se estableció un calendario de vacunación apropiado, la mortalidad infantil (y la adulta también) debida a enfermedades infecciosas ha descendido significativamente, mientras que los efectos perniciosos que algunas vacunas pueden producir se cuentan como casos muy aislados.
Con las vacunaciones sistemáticas, el sarampión, la rubeola o la poliomielitis han reducido el 90% su incidencia en tan solo dos décadas. Si no nos vacunamos nos exponemos a la reaparición de brotes de enfermedades casi erradicadas en nuestro país. De hecho, recientemente se están viendo, de nuevo, casos de sarampión, tos ferina, difteria o meningitis. Algo que no ocurría desde la década de los sesenta del siglo pasado.
A todos aquellos padres que deciden no vacunar a sus hijos porque creen que las vacunas son innecesarias les recordaría que probablemente sus hijos no estén necesitando, de momento, esas vacunas porque los hijos de la inmensa mayoría de otros padres están vacunados y esas enfermedades tan peligrosas no abundan en nuestra sociedad gracias precisamente a esas vacunas que ellos desprecian tan alegremente.
 Pero hay un problema, y esta situación puede volverse aún más peligrosa. Nuestra sociedad cada vez está más diversificada, la movilidad de gente de nacionalidades muy distintas nos pone en contacto con otras culturas y también con enfermedades que estaban controladas. Porque nuestro calendario de vacunación no rige en otros países donde sus habitantes pueden ser portadores de algunas enfermedades que nos traen cuando llegan de viaje y que… pueden contraer todos aquellos que no estén vacunados.
Aun así, todavía hay algunos a los que les gusta agitar el avispero, alarmar al personal, contando, sin saber de la misa la media, la historia a su conveniencia. Me gustaría hablar con sinceridad de esos grupos que se hacen llamar antivacunas, pero la educación y cierto pudor a la hora de utilizar palabras soeces me lo impiden. Sólo comentar que cuando se habla de algo hay que saber de qué se habla, que decir una verdad a medias es peor que mentir y que utilizar el temor y el desconocimiento de algunos para cobrar protagonismo es ruin y despreciable.
Dejémonos de modas y tengamos un poquito de sentido común.



NOTA. El origen de la palabra “vacuna” y cómo se descubrió la primera de todas será un tema a tratar en una próxima publicación, en la sección “La Ciencia en la Historia”. Permanezcan atentos a sus pantallas.



sábado, 12 de octubre de 2019

Efecto Matilda: ciencia y testosterona


A lo largo de la Historia son muchos los casos donde las mujeres han sufrido un trato desigual por su condición femenina. Son innumerables las injusticias que soportaron, de parte de sus colegas masculinos, mujeres altamente cualificadas en un determinado campo profesional. La Ciencia, por desgracia, no fue inmune a esta situación.
Muchas veces, y esto es ya la guinda del pastel, estas mujeres no solo fueron ninguneadas, sino que sus trabajos fueron atribuidos a varones haciendo que el escarnio fuera total. Esto es lo que se viene a llamar “efecto Matilda”, es decir, el prejuicio en reconocer que un trabajo científico es obra de una mujer adjudicándoselo a un hombre. El nombre viene de Matilda Gage, una sufragista del siglo XIX que, por primera vez, dijo en voz alta lo que estaba pasando con muchas científicas.
Maria Skłodowska-Curie tuvo que soportar la humillación de ser rechazada, en un primer momento, para el Premio Nobel por ser mujer mientras que, a su marido, Pierre Curie, y a Henri Becquerel sí les daban el reconocimiento. Tan solo la firme negativa de Pierre Curie para aceptar el galardón si su mujer no era incluida en él propició que finalmente fuera premiada.
Trotula, una médica del siglo XI, fue humillada hasta el punto de que su propio nombre fue cambiado por el de Trottus, el equivalente en masculino, haciendo creer que todos los escritos por ella creados eran obra de un hombre pues se consideraban demasiado buenos para salir de una mente femenina.
Tanto Marie como Trotula tuvieron su espacio en forma de biografías en ‘Demencia la madre de la Ciencia’ (Maire Curie, Trotula de Salerno). Pero muchas otras científicas fueron víctimas del efecto Matilda.
Uno de los más cercanos y sangrantes fue el de Rosalind Franklin. Esta mujer tuvo una mente privilegiada que le hizo destacar en el campo de la biología molecular, pero también tuvo la mala suerte de recalar en una de las instituciones científicas más rancias y ancladas en el pasado: el King’s College de Londres.
Corría el año 1951 cuando Rosalind llegó al King’s procedente de París. Para empezar, le asignaron un laboratorio muy pequeño situado en los sótanos y con un equipamiento muy anticuado. Nada que ver con las instalaciones de las que disfrutaban sus colegas James Watson y Francis Crick en la universidad de Cambridge.
Watson, Crick y Franklin andaban estudiando la estructura del ADN. Para completar un imperfecto cuadrado, en el King’s había otro investigador que también trabajaba sobre el mismo tema, Maurice Wilkins. A este último le sentó como un tiro que la brillantez de Rosalind fuera tan notoria.
Las muestras de lo rancio que era el King’s College se daban en muchos aspectos y las principales damnificadas eran las mujeres. Rosalind hubo de bregar con situaciones esperpénticas, tales como tener que almorzar en su casa o en el comedor de estudiantes porque en el de profesores no estaba permitido el acceso a las mujeres, aunque fueran trabajadoras del centro. La repera.
Cuando el director del centro ―en un alarde de valentía insólita― ordenó que las investigaciones sobre el ADN las dirigiera Franklin y no Wilkins, este puso el grito en el cielo y se mosqueó cantidad. No podía tolerar que una mujer fuera su jefa en lugar de su subordinada, así que se declaró en rebeldía y empezó a hacerle la vida imposible a su “superiora”.
Las tensiones entre estos dos llegaron a tal punto que Rosalind se marchó del King’s College, harta de tanto troglodita y cuando estaba a solo un paso de identificar la estructura del ADN. Con el camino libre, el cavernícola de Wilkins se apropió del trabajo de Rosalind que consistía en imágenes de la estructura helicoidal del ADN captadas por ella mediante difracción de rayos X. Con el descaro propio de alguien que no tiene escrúpulos, Wilkins compartió esas imágenes con Watson y Crick ―los que andaban investigando lo mismo en Cambridge―. Así, los tres juntitos, señores vestidos por los pies y rodeados de testosterona por todas partes, se erigieron como los descubridores de la doble hélice del ADN (un descubrimiento que cambiaría la manera de entender la biología a partir de ese momento) y se llevaron el premio Nobel, dejando a Rosalind sin el más mínimo reconocimiento a su aportación.
Con los años se acabó admitiendo que el trabajo de Rosalind Franklin aportó información importante al hallazgo y hoy en día se la considera, junto a los otros tres impresentables, descubridora de la doble hélice del ADN. Pero el Nobel se lo llevaron ellos.
Hay muchos más casos del efecto Matilda, pero el más llamativo es el que se dio con Ben Barres. Este científico vivió en primera persona dicho efecto y pudo constatar en sus carnes que una mujer científica no es tratada igualmente que un hombre científico. Y si lo supo muy bien es porque él fue las dos cosas.
Ben Barres fue un neurocientífico estadounidense que nació mujer. Sus primeros cuarenta y tres años de existencia los vivió con el nombre de Barbara, luego se cambió de sexo y pasó a llamarse Ben, convirtiéndose en uno de los primeros científicos transgénero.
Antes de llamarse Ben ya destacaba en el mundo científico por su inteligencia y preparación, pero tenía ciertas dificultades para publicar. Incluso cuando, siendo estudiante, resolvió brillantemente un difícil problema, sus compañeros varones la acusaron de haber sido ayudada por su novio.
Ben denunció en diferentes publicaciones el distinto trato recibido en el mundo científico cuando era mujer respecto al que tuvo cuando fue hombre. La primera muestra de esta discriminación la tuvo nada más impartir su primer seminario como hombre. En aquella ocasión tuvo que escuchar de un colega, que no sabía de su transición de género: «Ha impartido un gran seminario. Su trabajo es mucho mejor que el de su hermana». Por lo visto, el lumbreras en cuestión creía que Barbara era hermana de Ben al tener el mismo apellido y trabajar en el mismo campo. Los hay con una perspicacia y un tino…
Afortunadamente las cosas van cambiando, las féminas son reconocidas en sus profesiones y no se las cuestiona por ser mujeres, pero aún hay mucho camino que recorrer.
Esperemos que el efecto Matilda vaya perdiendo fuerza y que los sinvergüenzas que quieran aprovecharse del trabajo de sus colegas femeninas se extingan como lo suelen hacer las especies que no tienen cabida ni sentido en la Naturaleza.



miércoles, 2 de octubre de 2019

Ignaz Semmelweis: el obstetra de las manos limpias


«Cuando un médico va detrás del féretro de su paciente, a veces la causa sigue al efecto.»
  Robert Koch

Muchos de los protagonistas de las biografías de locos científicos han sido mujeres. Valía y méritos académicos aparte me gusta destacar la labor de estas científicas porque tuvieron un problema añadido para descollar en su terreno: eran mujeres. Las mujeres, independientemente de su actividad profesional, han sido relegadas a un segundo plano muchas veces, por eso sacar a la luz la vida de algunas de ellas me parece una manera de reivindicar el derecho a ser tenidas en cuenta.
La entrada de hoy va un poco en esa línea, aunque el protagonista es un hombre; un varón que se implicó y desafió a una sociedad machista para aumentar la esperanza de vida de las mujeres. El protagonista de hoy fue un médico que se preocupó por la sepsis puerperal (infección postparto) que causaba gran cantidad de muertes entre las mujeres cuando estas realizaban una función fisiológica exclusiva de ellas, parir, y que por tanto no era un tema prioritario, ni importante, para los médicos (todos ellos varones).
Ignaz Semmelweis nace el uno de julio de 1818 en Budapest. Es el cuarto hijo de una familia numerosa y acomodada. Ingresa en la Universidad de Viena para cursar Derecho, pero abandona la carrera para dedicarse a estudiar Medicina tras ver a un famoso patólogo realizar una autopsia. Se especializa en obstetricia y comienza a ejercer en el Hospital Maternal de Viena.
En el siglo XIX se comenzó a institucionalizar el dar a luz en los hospitales. Lo normal era hacerlo en casa, la parturienta era asistida por una comadrona o simplemente ayudada por alguna mujer de la familia o una vecina. Esta práctica era la habitual, pero las autoridades vieron que muchos infanticidios se daban en el propio parto, especialmente cuando el niño era fruto de relaciones ilegítimas o simplemente no deseado.
Fue entonces cuando se crearon los hospitales maternales, unas instituciones gratuitas donde las mujeres más pobres, incluso las prostitutas, podían ir a parir sabiendo que sus hijos serían cuidados con seguridad en las horas inmediatamente posteriores ―y las más delicadas― al nacimiento. A cambio de ser atendidas, y dado que no pagaban nada, debían servir de práctica para algunos experimentos a los estudiantes de medicina o a las matronas en formación. O sea, que lo de gratuito…
El hospital maternal donde recaló Semmelweis tenía dos salas de parto. Ignaz observó que la mortalidad de las mujeres atendidas era muy dispar según en qué sala dieran a luz. El motivo de la muerte de una madre al parir casi siempre era el mismo: sepsis puerperal.
Antes de proseguir me detendré a explicar brevemente qué es exactamente eso de sepsis puerperal.
Una vez que el recién nacido sale por el canal del parto, la placenta se desprende y los vasos de la pared uterina quedan abiertos siendo este momento uno de los más peligrosos del maravilloso acto de dar a luz, pues el riesgo de hemorragia es altísimo, y la exposición a los gérmenes también. Estos vasos acaban contrayéndose, se cierran y el riesgo desaparece… a no ser que quien esté manipulando a la parturienta tenga las manos sucias, entonces los microorganismos entran en el torrente sanguíneo de la afectada provocando una sepsis (infección) generalizada que normalmente acaba en muerte.
Cuando Semmelweis observó que se daban muchas más muertes en una sala que en otra, no se conformó con encogerse de hombros, como hacían sus colegas, y ya está. No. Él se dispuso a investigar porque la diferencia era importante, mientras en una sala la mortalidad alcanzaba el 30% de los partos, en la otra no llegaba al 3%. Esta información era conocida hasta el punto en que muchas mujeres cuando llegaban allí imploraban de rodillas que las atendieran en la sala que era a todas luces la más segura; más de una, al saber que le había tocado la sala chunga, acabó escapándose, prefiriendo parir en la calle.
Tras desechar diferentes factores como causa de la sepsis puerperal, entre los que se encontraba el miedo que provocaba la aparición de un sacerdote tocando la campanilla para administrar los últimos sacramentos, nuestro médico llegó a la conclusión de que la única diferencia entre aquellas dos salas radicaba en el personal que las atendía.
En la primera sala, la de mayor mortalidad, las parturientas eran atendidas por médicos estudiantes, en la segunda, y con mayor esperanza de salir vivas de allí, las futuras madres eran atendidas también por estudiantes, pero de matrona. Cabría pensar, al hilo de esta conclusión, que los médicos eran los causantes de las muertes y esto no les molaba nada a los colegas de Ignaz ya que se supone que uno va a un hospital porque allí hay médicos, especialistas de la salud, que van a cuidar de ti, no que van a causarte la muerte. Aunque esto es muchas veces cierto, no voy a entrar en polémicas estériles.
Pero Semmelweis observó otro dato más, y en el que radicaba el motivo real de la sepsis. Los estudiantes de medicina, al contrario que los de matrona, realizaban autopsias: tocaban cadáveres con sus manos ―en aquella época los guantes de látex no existían― y hurgaban en todos los órganos para aprender. Además, y lo más grave, en aquel hospital, las clases de anatomía forense se impartían justo antes de pasar a la sala de partos para asistir a las mujeres. Si a todo esto le añadimos que las normas de higiene a mediados del siglo XIX brillaban por su ausencia, la tragedia estaba servida, pues la mayoría de los estudiantes no se lavaban las manos, a lo máximo que llegaban algunos era a mojárselas con un poco de jabón y secárselas con un trapo.
Todo esto eran sospechas que tenía nuestro médico observador, pero aún no las tenía todas consigo, no sabía qué podían llevar en las manos los médicos que pudiera ser tan letal. Recordemos que Pasteur, Koch y Lister ―los padres de la microbiología― realizaron sus estudios unas cuantas décadas después.
La prueba definitiva se la proporcionó un compañero de trabajo, un forense que, tras hacerse un corte con un escalpelo al realizar la autopsia de una mujer fallecida por sepsis puerperal, sufrió la misma infección que la difunta y con el mismo resultado. Cuando se le hizo la autopsia al forense, se vio que presentaba las mismas alteraciones orgánicas que las mujeres muertas por infección postparto. Blanco y en botella.
Semmelweis llegó a la conclusión de que los médicos que realizaban autopsias y tocaban carne putrefacta, llevaban en sus manos un agente que al transmitírselo a las parturientas las infectaba y les provocaba la muerte. Entonces ordenó que todo aquel que asistiera a una sala de partos debía lavarse primero las manos con agua clorada ―una especie de lejía diluida― «hasta que el olor a cadáver desapareciera». Durante un tiempo así se hizo y la mortalidad en las salas de paritorio ¡descendió al 1%!
Era evidente que las premisas de Ignaz eran acertadas ¿verdad? Pues para sus colegas parece que no lo fueron tanto porque la mayoría de sus compañeros se rebelaron y hasta se rieron de él. El principal causante de esta reacción fue el jefe del hospital, el doctor Klein, que ya había dado muestras de ser un zopenco. El antecesor de este señor, el doctor Boër, aplicaba las normas de higiene recomendadas por otro médico británico, un tal Alexander Gordon, que a finales del siglo XVIII ya había dado la voz de alarma de lo peligroso que puede ser la falta de aseo en los médicos. Boër sí hizo caso a este aviso y consiguió descender la mortalidad, pero cuando llegó el cazurro de Klein al puesto de director, este dejó de aplicar esas normas y la mortalidad volvió a aumentar hasta el 30%. Cuando vino Semmelweis de nuevo con la cantinela de que había que ser más pulcros y cuidadosos con la higiene, su jefe no solo no le hizo caso, sino que le despidió por pesado y por poner en tela de juicio su profesionalidad.
Ignaz volvió a su Hungría natal, apesadumbrado e impotente por el ninguneo al que estaba siendo sometido. No obstante, quiso ser escuchado, levantó la voz e intentó que sus teorías fueran valoradas. Pero todo fue en vano. Tanta fue la obsesión, que se volvió arisco con su propia familia y empezó a beber demasiado y a frecuentar prostíbulos donde se agarró una sífilis que lo volvió loco de remate.
En 1865, completamente demenciado, lo ingresaron en un manicomio. No llegó a permanecer allí ni siquiera dos semanas porque una herida, provocada por una paliza de los guardias, se le infectó y gangrenó, causándole una sepsis generalizada que lo despachó en cuestión de días. Tenía cuarenta y siete años
Irónico que el médico que tanto luchó por evitar la sepsis muriera precisamente de eso.
Dicen que a su entierro apenas acudió gente pues su deterioro mental lo había aislado de todo y de todos. Ni siquiera asistió su propia esposa ―probablemente el que pillara la sífilis por frecuentar prostitutas tuvo algo que ver―. Su trabajo fue durante mucho tiempo olvidado, nadie seguía las normas de higiene establecidas por Semmelweis y las muertes tras el parto siguieron dándose.
Pero al final la verdad vio la luz, y lo hizo de la mano de científicos que con perseverancia consiguieron detectar a los verdaderos causantes de las infecciones: los microorganismos.
En 1879, catorce años después de la muerte de Semmelweis, se celebró un congreso en la Academia de Medicina de París. Allí, el ginecólogo Edouard Hervieux criticó duramente la teoría de los gérmenes como causa de la sepsis puerperal. Cuando más enconada era su crítica, uno de los asistentes se levantó interrumpiéndole y se acercó al estrado para dibujar en la pizarra una hilera de puntos diciendo al airado ginecólogo: «Aquí están sus gérmenes, señor»
Los puntos dibujados en el tablero eran la representación de los estreptococos, los microorganismos causantes de la sepsis puerperal. El espontáneo dibujante era el científico que los había descubierto en sus experimentos: Louis Pasteur.