Solemos asociar
la figura del héroe con algunos nombres. Suelen ser personajes, masculinos o femeninos,
que por la actividad de toda una vida o por un hecho puntual, salvaron muchas
vidas. Invariablemente, estos nombres son de hombres o de mujeres, pero eso es
injusto porque fuera de nuestra especie también hay figuras que supusieron un
punto de inflexión, como el personaje que hoy traigo: una vaca.
En el siglo
XVIII la esperanza de vida para los humanos no era muy esperanzadora, valga la
redundancia. Entre las enfermedades, las condiciones higiénicas y la poca
preparación de los médicos, la cosa no pintaba nada bien en cuestión de salud.
Entre los males
que asolaban a la población dieciochesca se encontraba la viruela. Esta enfermedad
la causaba un virus, Variola virus, y se caracterizaba por la aparición
de abultamientos y ampollas por todo el cuerpo acompañados de fiebre muy alta
que si era además hemorrágica mandaba al infectado al otro barrio en un plis
plas. En cualquier caso, con hemorragia o sin ella, el índice de mortalidad era
muy elevado. Tenía otra característica este virus, y es que solo infectaba una
vez en la vida; si el paciente la palmaba evidentemente el virus ya no podía
volver a darle por saco, pero si sobrevivía, tampoco, pues el afectado quedaba
protegido de posteriores ataques.
Nunca hubo un
tratamiento para la viruela, la única posibilidad de sobrevivir a la infección
era aguantar el embate del virus, cruzar los dedos y esperar a que el organismo
hiciera frente y venciera al agente invasor. No obstante, en el siglo XVIII se
utilizaba una técnica con resultados diversos: la variolización. Este
procedimiento se basaba en infectar a personas sanas con el virus de la viruela
de otra persona enferma. Puede parecer una barbaridad, ¿verdad? Sin embargo, a
veces funcionaba… pero solo a veces.
Esta técnica se
aplicaba en Turquía desde mucho tiempo atrás y a Europa llegó de la mano de una
mujer, Lady Montagu, tras su estancia en tierras otomanas. Básicamente consistía
en tomar muestras de costras de viruela de un paciente infectado para posteriormente
introducir el polvo resultante, mediante una incisión en la piel, en un
individuo sano. Tras la inoculación el individuo sano dejaba de estarlo pues
comenzaba a padecer fiebre acompañada de síntomas de viruela; después de pasar varios
días podían ocurrir dos cosas: una, superaba el proceso febril y quedaba
protegido contra la enfermedad (en realidad la había pasado, aunque menos agresivamente);
dos, no lo superaba… y cascaba.
Así que esta
técnica no era plenamente efectiva, hacía aguas. Pero es lo que había.
Hasta que llegó
Edward Jenner, un científico británico.
Se da la
curiosidad de que este hombre tuvo su propia experiencia con la viruela siendo
un niño. Cuando tenía ocho años hubo un brote de viruela en su localidad y él
fue inoculado con el virus de un enfermo, junto a un montón de niños de la zona.
Como se sabía que los inoculados podían enfermar y contagiar a su vez, la
metodología de prevención en aquella época consistía en aislar a los infectados
en un establo sin contacto exterior, lo que se traducía en no poder salir
durante cuarenta días ―el tiempo estimado para saber si sobrevivían o si
palmaban― teniendo que comer, dormir y realizar las funciones fisiológicas
(léase defecar y orinar) en el mismo sitio. Jenner, salió airoso de la prueba,
pero esos cuarenta días encerrado lo dejaron marcado para siempre.
Pero, en
realidad, la experiencia fue positiva, al menos para el resto de la Humanidad. Ya
de mayor, y sabiendo que la variolización era muy chunga, se puso a investigar.
Observó que entre las mujeres que se dedicaban a ordeñar las vacas no había
casos de viruela, aunque a veces presentaban unas vesículas en la piel «parecidas»
a las de esta enfermedad e idénticas a las que presentaban las ubres de algunas
vacas.
Tras esta
observación, decidió hacer una variante de la variolización. Un día tomó
muestras de unas ampollas que tenía una vaquera en las manos y que se había
infectado al ordeñar una vaca llamada Blossom. Las muestras se las inoculó al pequeño
James de ocho años, el hijo de su jardinero, y esperó a ver qué pasaba.
El crío tuvo
algo de fiebre pero poco más, no sufrió ningún trastorno grave. Pasadas unas
semanas, Jenner fue más allá, sometió al niño a una variolización para comprobar posteriormente que la criatura no presentaba ningún síntoma, ni fiebre ni nada. Pero ahí tampoco
se detuvo Jenner, siguió repitiendo el procedimiento varias veces. El niño
resistió todas las inoculaciones como si tal cosa y entonces Jenner llegó a la
conclusión de que estaba plenamente inmunizado y sin pasar ningún sufrimiento.
Como la cosa
salió bien, ahora Jenner está en muchos libros de texto con letras de oro, si
el resultado hubiera sido negativo ahora se le consideraría un infanticida.
El caso es que
el virus de Blossom fue el causante de este éxito, y ¿qué tenía ese virus? Pues
que era «parecido» al de la viruela humana pero no igual, y ahí radicaba la
diferencia precisamente.
La viruela de
las vacas, viruela vacuna o bovina, la causa el Cowpox virus*, un
agente infeccioso que en los humanos no produce síntomas tan graves como el Variola
virus, el de la viruela humana, pero que sí crea anticuerpos en el
organismo de un ser humano y, además, esos anticuerpos son útiles para combatir
la infección grave, la de la viruela humana.
Así que el
bueno de Jenner y gracias a la contribución desinteresada de Blossom, la vaca
lechera más famosa de la Historia, creó la primera vacuna. Luego vendrían
Pasteur y Koch para profundizar más en la forma de actuar de los
microorganismos (bacterias y virus principalmente), pero a Jenner se le considera
el padre de la inmunología, pues empíricamente, sin tener ni siquiera un
microscopio, abrió un nuevo campo que reportó grandes beneficios a la salud: el
de las vacunas.
La vacunación
sistemática contra la viruela consiguió que se erradicara (la viruela, junto a
la peste bovina, son las dos únicas enfermedades que el hombre ha conseguido eliminar
de la naturaleza). Hasta hace menos de un siglo era una enfermedad altamente
letal ya que el único tratamiento posible, en caso de infección, era el
sintomático, es decir, combatir la fiebre, evitar la deshidratación y que las
pústulas y/o vesículas cutáneas no se infectaran, mientras se esperaba que el
organismo venciera al virus por sí mismo.
Afortunadamente
esto es cosa del pasado. Al menos, de momento, porque hay muestras «guardadas»
en dos laboratorios, uno ruso y otro estadounidense ―qué miedito da― desobedeciendo
el mandato de la OMS que en 1993 ordenó destruir todas las muestras. Estos
laboratorios siguen empeñados en quedarse con unos cuantos viales del virus
«por si acaso». El armamento biológico es un arma muy poderosa, valga la redundancia.
Pero ese ya es otro tema.
Dejemos el
chantaje biológico y quedémonos con Jenner, su incansable curiosidad, y
recordemos también la generosidad de James ―supongo que completamente
involuntaria― y la aportación vírica de Blossom.
Un aplauso para
los tres.
*No confundir con Vaccinia virus o "virus vacuna", un virus primo
hermano del Cowpox virus pero que no procede de las vacas precisamente,
sino de los caballos y que ha dado lugar a cierto lío a la hora de nombrar a
estos agentes infecciosos.