Estamos a las puertas de la Cuaresma y, para
los católicos practicantes, se inician unas semanas de ayuno y abstinencia
hasta que llegue la Pascua. En este ayuno/abstinencia el miércoles de ceniza y
todos los viernes hasta el Viernes Santo incluido no se puede comer carne de mamíferos,
pero sí de aves siempre y cuando sean pollo o pavo, porque el pato y el ganso,
a pesar de su condición avícola, están prohibidos (he intentado averiguar qué
pasa con la gallina, pero no he obtenido conclusiones precisas; cosas del clero
que, a mi modo de ver, tiene algo de lío con la clasificación taxonómica de
las aves).
En cualquier caso, y sin ningún género de duda,
lo que sí se puede comer en Cuaresma es todo tipo de verdura, hortaliza y/o
fruta, es decir, productos vegetales. En esta época de contrición cabría
esperar, para los practicantes devotos, que la ingesta energética se puede ver
seriamente mermada, por no hablar de que tomar legumbres sin nada de chicha es
muy sano, pero bastante soso, la verdad.
Bueno, que los penitentes no penen demasiado
porque hay un alimento permitido por la Iglesia que puede paliar de manera muy
eficaz esa merma energética: el CHOCOLATE.
El chocolate es el alimento resultante de
mezclar azúcar con dos productos derivados de la semilla del cacao: la masa de
cacao y la manteca de cacao. Según las proporciones de estos derivados y si se
añade o no leche y/o frutos secos, se obtienen diferentes tipos de chocolate.
Todos muy ricos. Este alimento se puede tomar sólido o semi líquido.
El cacao tiene su origen en Mesoamérica. Los
pueblos indígenas de la zona empleaban diferentes preparados en ritos y
banquetes. De hecho, la palabra ‘chocolate’ proviene de xocoatl, una
palabra náhuatl (idioma de los aztecas). Según la mitología maya, el dios
Quetzacoatl regaló un árbol de cacao a los hombres, pero como éste se
consideraba un alimento exclusivo de los dioses, sus otros colegas se vengaron
asesinando a la esposa del dios dadivoso. El viudo se puso a llorar sobre la
tierra regada con la sangre de su cónyuge y brotó un árbol con el mejor cacao
del universo: con un fruto amargo como el sufrimiento, fuerte como la virtud y
rojo como la sangre de la esposa sacrificada.
Muchos años más tarde, y cuando el chocolate
llegó a Europa gracias a los españoles, Linneo, el padre de la taxonomía, le
otorgó como nombre científico Theobroma, alimento de los dioses en
griego.
Dicen que el primer europeo en probar el
chocolate fue Cristóbal Colón cuando contactó con pueblos de la costa en Tierra
Firme, pero que su sabor amargo no le resultó agradable. Un melindres ignorante
en cuanto a sabores este Colón. Hernán Cortés se encargó de insistir con dicho
alimento cuando supo que el emperador Moctezuma bebía varias tazas diarias de
este manjar de dioses y que se proporcionaba chocolate a los guerreros antes de
entrar en batalla.
El valor nutricional del chocolate es significativo:
contiene fósforo, magnesio, hierro, potasio, calcio, zinc, cobre, manganeso,
vitaminas A, B1, B2, B3, C, E, cafeína, teobromina y
taninos, antioxidantes naturales, mogollón de polifenoles con carácter
protector frente a enfermedades degenerativas y algunos tipos de cáncer. En
fin, como dirían los pijos de la nutrición, es un súper alimento (que
conste que lo de ‘súper alimento’ no me gusta porque ese término es una moda de
los gurús nutricionistas). Encima, y por si todo lo citado fuera poco, está
rico, rico, rico.
Pero los polifenoles, que tantos beneficios
procuran, son los responsables del sabor amargo que hace que a gente como Colón
no les guste. Ellos se lo pierden.
Poco a poco, y a pesar de su sabor amargo, el
chocolate fue haciéndose un hueco en la sociedad europea. Fue tanta la afición
que se convirtió en motivo de revueltas y hasta de asesinatos.
En el siglo XVII, el canónigo burgalés
Bernardino Salazar y Frías la espichó por culpa de este alimento. Cuando se fue
a Chiapas a hacerse cargo del obispado tuvo la mala idea de prohibir tomar
chocolate en misa. Parece ser que había la costumbre de interrumpir con
colaciones chocolateras los oficios religiosos. Como los sermones eran de Padre
y Señor mío, las damas católicas tenían a bien llevarse jícaras (los
recipientes donde se bebía el chocolate) y darse unos tragos durante las
homilías. Al obispo burgalés esto no le parecía de recibo y decidió amenazar
con excomulgar a las desvergonzadas que se pusieran a tomar chocolate mientras
él sermoneaba a la parroquia. La orden fue muy mal recibida, hubo altercados y
protestas ante la catedral. Una de las afectadas decidió ir más allá y pasó a
la acción: añadió veneno a la jícara de chocolate que el prelado también se
tomaba (en sus ratos libres, no durante la misa). El obispo la cascó y la
prohibición se abolió. A aquella revuelta chocolatera se la llamó «el jicarazo».
Ya en el siglo XIX, en cualquier merienda española
que se preciara era obligado degustar un buen chocolate con algún tipo de pastas o dulces. En Madrid se rozó (se roza) la perfección añadiendo a tan delicioso
manjar otro de los mejores alimentos que se hayan podido concebir: los churros.
Ahora hay países que se vanaglorian de fabricar
el mejor chocolate del mundo. Hay cierto pique entre Suiza y Bélgica, incluso
Francia también se une a la competición. Yo no me decanto por ningún país
porque hasta el chocolate malo está muy bueno.
Dicen que María Antonieta era una adicta al
chocolate, igual que Napoleón; éste, parece ser, se llevaba a todas las
batallas una tableta. Que digo yo que, lo mismo sus famosos retratos con la
mano metida entre los botones del chaleco no es porque le dolía el estómago,
como sugieren los entendidos, sino porque tenía ahí guardadas unas onzas para
darles un mordisco mientras posaba ante el pintor.
Yo también soy una fanática de este alimento.
El efecto relajante desencadenado por el cacao me parece pluscuamperfecto.
Cuando el cacao llega al tubo digestivo y se metaboliza el triptófano presente
(un aminoácido esencial) éste sintetiza serotonina, un neurotransmisor
encargado de proporcionar sensación de relajación y bienestar. En mi caso, yo
creo que empiezo a formar serotonina antes de que el triptófano del chocolate
llegue a mi boca; puede parecer raro, pero veo una caja de bombones y solo de
pensar que me la voy a zampar, ya me siento bien.
Yo no sé si Santa Teresa de Jesús tomaba cacao,
pero yo, comiendo chocolate, he creído alguna que otra vez levitar como hacía
ella cuando entraba en éxtasis. En mi caso no creo que fuera por intercesión celestial,
es más cosa de mis papilas gustativas y de la serotonina sintetizada de manera
muy eficaz. O puede que sí sea algo divino, porque cuando me como unos
bombones, o un buen chocolate (con churros), me siento como una diosa.