miércoles, 11 de diciembre de 2019

Proyecto Manhattan: la ciencia y la ética no siempre se llevan bien


Ciencia y ética son dos conceptos que a veces no consiguen congeniar. Es más, suscitan mucha polémica. Para algunos la ética es una disciplina que nada tiene que ver con la ciencia y por tanto no debe tenerse en cuenta. Sin embargo, para otros, la ética debe tenerse en cuenta siempre, independientemente del campo en el que uno se desenvuelva; para quienes así piensan debe haber una especie de reglamento interno donde las líneas rojas nos impidan traspasar ciertos límites.
Esta polémica se hace más aguda cuando los intereses militares se meten por en medio. La seguridad nacional ha estado muchas veces, más de las que pensamos, detrás de las investigaciones científicas. Y en cuestiones de seguridad nacional, local o del tipo que sea (incluso paranoica) los militares son los primeros en presentarse como adalides de la misma.
Nos guste o no, la guerra ha sido uno de los principales estímulos para que la ciencia se desarrolle y con ella la tecnología derivada de sus investigaciones. Pero esto no es nuevo, ha ocurrido desde la Antigüedad.  Algunos eruditos documentan que la aparición de la rueda, en la Mesopotamia de hace más de seis mil años, se debió al interés por desarrollar carros de combate y no carretas para hacer más llevadera la carga de los campesinos o de la gente común.
Los conflictos bélicos tuvieron (tienen) una importancia crucial en los avances científicos. En la Primera Guerra Mundial, el afán por cargarse al enemigo de la manera más eficaz desarrolló la ciencia química de forma vertiginosa: el uso de agentes químicos (cloro, fosgeno o el gas mostaza) y la producción de distintos explosivos se basaron en las investigaciones propiciadas por los estamentos militares.
Algo parecido ocurrió en la Segunda Guerra Mundial donde también había que masacrar al pérfido enemigo como fuera. En esta ocasión el desarrollo se centró en la ingeniería y en las comunicaciones. Turing y su desencriptación de la máquina nazi Enigma es un claro exponente (si quieres saber más clica AQUÍ). Este conflicto bélico supuso el punto de arranque para el posterior desarrollo de los actuales ordenadores, aunque también fue el punto de partida de un campo algo más peligroso a medio y largo plazo: la física atómica y nuclear.
Es cierto que, y quizás para compensar, los científicos que trabajaron a las órdenes de los militares, una vez terminado el conflicto bélico, retornaron a sus puestos civiles (la mayoría universidades o centros de investigación pública y civil) donde aplicaron sus nuevos conocimientos adquiridos en las instalaciones militares para otros usos menos cruentos y con una utilidad más benigna.
Llegados a este punto cabría realizar un acto de reflexión: ¿hasta qué punto es responsable un científico en el resultado final de su trabajo cuando la idea, o el proyecto inicial, parte de un estamento superior a él? ¿Es suficiente con decir aquello de «Obedecía órdenes»?
Se especula también mucho sobre la voluntariedad de algunos científicos que participaron en algunos proyectos en épocas de guerra, pero también es verdad que a algunos la cosa se les fue de las manos y el tiro les salió por la culata (nunca mejor dicho hablando de militares).
Esto es lo que le pasó al pobre de Einstein. A finales de los años treinta, a punto de liarse parda la cosa con la segunda de las guerras mundiales, un amigo de Einstein le chivó que los nazis estaban haciendo ensayos con uranio, que la reacción en cadena tan potente que este elemento era capaz de crear podía ser la materia de partida para elaborar bombas sumamente destructivas. Einstein, alarmado y consciente del peligro, escribió una carta de aviso al presidente Roosevelt avisando de las maniobras alemanas para que estuviera al loro. El motivo de la carta fue de lo más inocente y sus intenciones honestas, pero el resultado fue desalentador porque ¿qué hizo el presidente norteamericano?, poner a sus investigadores a trabajar sobre lo mismo para tener una bomba mejor que la de los alevosos nazis.
Por eso a Einstein, un pacifista de pro, un antimilitarista convencido, ahora se le considera el padre de la bomba atómica. Pero, como leí en un artículo de revisión, culpar a este científico del bombardeo de Hiroshima es como culpar a Jesucristo de las muertes en la hoguera por parte de la Inquisición: una interpretación torticera.
La importancia de la estrategia militar para apoyar el desarrollo de la investigación científica está llena de ejemplos, pero hoy me centraré brevemente en uno muy ilustrativo: el PROYECTO MANHATTAN.
Este proyecto de investigación marcó el inicio de lo que se ha llamado Big Science (tema que será tratado más adelante en el blog). Este programa fue desarrollado por EEUU con la colaboración de Canadá y Reino Unido para elaborar una bomba atómica. Fue un proyecto a gran escala (de ahí el nombre Big Science) donde intervinieron numerosos científicos (muchos de ellos eminentes y reputados como Enrico Fermi o Niels Börh) y técnicos expertos en múltiples materias, además de una inversión de mucha pasta con instalaciones punteras y modernísimas (matar es más rentable que sanar, por lo que se ve).
Por si alguno os preguntais qué relación tiene Manhattan con las bombas,  os diré que no tiene nada que ver y por eso mismo le pusieron ese nombre, para despistar a los alemanes y que se creyeran que era otra cosa si la expresión llegaba a sus oídos, o a sus radios.
Para poner en funcionamiento tan ambicioso plan, los estados intervinientes no repararon en gastos e invirtieron a lo grande. Dicen que participaron más de medio millón de personas, la mayoría desconocedoras de lo que realmente se estaba cociendo ahí.
Proyecto Manhattan tuvo dos figuras visibles que pusieron cara y nombre a la dirección. A la cabeza de la sección puramente científica se encontraba Robert Oppenheimer, un profesor de física teórica en la Universidad de California. El jefe responsable de la parte militar del asunto fue el general Leslie Groves en cuyo currículo se encuentra la supervisión de la construcción del Pentágono.
Las investigaciones que se realizaron se basaban en una reacción llamada fisión nuclear del uranio enriquecido y que, básicamente, consiste en que cuando un isótopo de uranio (235U) se divide en dos átomos forma, por un lado, un isótopo de un gas llamado kriptón (92Kr) y, por otro lado, un isótopo de bario (141Ba). Cuando estos dos isótopos se crean al dividirse el uranio, la reacción despide muchísimo calor, una energía que se emplea para que en una bomba compuesta de mucho uranio enriquecido se convierta en un arma muy destructiva.
El 16 de julio de 1945 se hizo la primera prueba (Prueba Trinity) donde se detonó una bomba de plutonio (siguiendo unas pautas de fisión semejantes a las del uranio). El lugar elegido para lanzarla fue Alamogordo, un lugar del estado de Nuevo México, en un desierto llamado Jornada del Muerto (el nombre de marras ya era toda una declaración de intenciones). Por cierto, en esta prueba intervino como supervisor el hermano de Oppenheimer, Frank, que luego fue defenestrado y denunciado por Robert (el jefe del proyecto) por ser un comunista subversivo. A lo que se ve, a Robert Oppenheimer, dirigir proyectos de bombas se le daba bien, pero trabajar el amor fraternal no era su fuerte.
El ‘éxito’ de la Prueba Trinity dio vía libre para que los militares se decidieran a lanzar otras bombas, pero en un lugar nada desierto, ni de vegetación ni, lo que fue peor, de personas. El sitio que tuvo el inmenso honor de sufrir las devastadoras consecuencias del primer ataque por bombas atómicas fue, primero Hiroshima y tres días después Nagasaki. En un alarde de lirismo cruel, hipócrita y solo comprensible desde la arrogancia norteamericana (que solo entiende de derechos humanos cuando se los aplican a ellos mismos), a esas bombas se les puso nombre: Little Boy y Fat Man.
Después de esta prueba real, el cínico de Oppenheimer tuvo la desfachatez de manifestar su pesar por la muerte de personas inocentes. No sé yo qué creía este señor que iba a pasar cuando lanzas una bomba sobre población civil, ¿que solo iban a morir los malos, los que no eran inocentes?
Robert, al igual que muchos de sus colegas, una vez finalizada la guerra, retomó su carrera como profesor universitario y se dedicó a la investigación civil con propósitos menos exterminadores. En los años cincuenta también se empleó, y a fondo, en fastidiar a su hermano el izquierdoso dando material arrojadizo al macartismo en su particular caza de brujas.
Retomando la reflexión del principio de esta publicación, vuelvo a plantear la misma pregunta: ¿ética y ciencia deben estar separadas? La moral puede ser un freno para el avance tecnológico, eso argumentan los que piensan que la ciencia no sabe de remordimientos. Es cierto, que en esa moral muchos mezclan ideas religiosas y ahí la cosa se complica porque todos sabemos cuánto daño hizo la religión a la ciencia en épocas pasadas con sus prohibiciones (no se permitía hacer autopsias para investigar hasta hace bien poquito, apenas doscientos años).
Como soy científica y como quiero ser positiva, quiero pensar que después de todo, la ciencia cuando avanza es para bien, a pesar de todo.
Por ejemplo, los primeros bancos de sangre y la cirugía plástica nacieron de la necesidad de atajar las terribles mutilaciones y desfiguraciones que los soldados de la Primera Guerra Mundial sufrían con los bombardeos donde había gas mostaza y todas esas porquerías que se investigaron. Los ordenadores que ahora casi todos tenemos en casa son el fruto posterior de las investigaciones de los primeros informáticos que se pusieron a desentrañar los mensajes cifrados del enemigo para poder bombardearlos a placer. Las ecografías que se hacen hoy en día son las hijas de los llamados hidrófonos que captaban los sonidos originados por las turbulencias de los submarinos alemanes para así ubicarlos y lanzarles unos cuantos proyectiles de bienvenida.
En fin, hay muchos inventos cotidianos cuyos “padres” tuvieron una génesis bélica pero que al final sirvieron para propósitos más sociales.
El que no se consuela es porque no quiere.