Hoy traigo para la sección “Esos locos científicos” un personaje
peculiar, como suelen serlo todos los que por aquí recalan. Se trata de un
astrónomo con unas ideas un tanto peregrinas que le trajeron no pocos problemas.
Percivall Lowell nace en 1855 en el seno de una familia de postín de
Boston. Los Lowell eran una especie de aristocracia estadounidense; en EEUU,
ante la falta de títulos nobiliarios, la nobleza se adquiría cuando se poseía
una gran fortuna que pasara de generación en generación.
Percival estudió Matemáticas en la Universidad de Harvard y, gracias al
dinero de papá pudo viajar por Extremo Oriente durante varios años antes de
ponerse a trabajar como astrónomo.
Con 39 años monta un observatorio en Arizona que funciona aún y que lleva
su propio nombre (Observatorio Lowell) e incluso es administrado por uno de sus
herederos.
Percival compagina sus labores como investigador astronómico con la
docencia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el famoso MIT.
Aunque su nombre ha quedado para la posteridad por el observatorio que
se llama como él, en realidad este hombre fue famoso por otras cuestiones algo
más chuscas y que fueron motivo de pitorreo entre sus colegas. Resulta que mientras
observaba planetas con sus instrumentos de astrónomo, vio que en Marte había
una especie de líneas de color oscuro y que, además, había grandes zonas brillantes
de color amarillo.
Esto también había sido observado por otros compañeros de profesión. A
las líneas se las llamó “canales” y a las zonas amarillas, “desiertos”. Donde
Lowell dio el cante fue cuando interpretó, de una manera bastante peculiar, qué
eran esos canales y esos desiertos.
Según este señor, los canales eran estructuras artificiales construidas
por los habitantes del lugar, o sea por los marcianos, que tenían por objeto
llevar agua desde las regiones polares hasta las tierras secas del ecuador, es
decir, los desiertos. Así, tal cual.
Entre el mundillo científico muy riguroso y muy serio, pero implacable
con el que se salía del tiesto, hubo bastante cachondeo a cuenta del pobre de
Lowell. Semejante especulación no fue aceptada entre los científicos de pro.
Sin embargo, sus teorías sí fueron bien recibidas entre los literatos. De
hecho, Edgar Rice Burroughs, el novelista creador de Tarzán, escribió una serie
de novelas ambientadas en Marte basándose en las teorías de Lowell. Una muestra
más de cómo la ficción recurre a la ciencia, aunque sea una ciencia… algo
imaginativa.
A pesar de esta creencia poco rigurosa en los marcianos, Lowell fue un
astrónomo serio, más o menos. Además de creer en marcianos, él pensaba que más
allá de Neptuno había otro planeta, el noveno del Sistema Solar. Su creencia se
basaba en que al observar las órbitas de Urano y Neptuno había “irregularidades”.
A este planeta esquivo, Lowell lo llamó Planeta X y dedicó toda su vida a
encontrarlo; una búsqueda que no tuvo éxito porque se murió en 1916 y el
planeta no apareció.
Tras su muerte, y en un intento de lavar su buen nombre ―la teoría sobre
el origen de los canales de Marte aún era motivo de chascarrillos en el ambiente
científico de la época―, los directores del Observatorio Lowell decidieron seguir
buscando ese Planeta X por ver si tras el descubrimiento lo de los marcianos se
olvidaba de una puñetera vez.
El testigo lo recogió un joven astrónomo de Illinois, Clyde Tombaugh, y
su búsqueda fue exitosa porque al año de ponerse a la tarea encontró el dichoso
planeta, aunque fue de chiripa ya que los cálculos de Lowell eran erróneos y no
le sirvieron de nada. El caso es que a ese planeta se le llamó Plutón, un nombre
mitológico, como los de los demás planetas del Sistema Solar (salvo el nuestro),
pero también un nombre relacionado con su primer “padre”, ya que las dos
primeras letras, PL, son las iniciales de Percival Lowell.
Aunque se podría decir que Lowell fue el primero en hablar de un planeta
más, la verdad es que lo que se encontró no se parecía en nada a lo que él
predijo. Al igual que pasó con lo de los canales, la imaginación de Percival
anduvo enredando más de lo necesario. Lowell postuló que ese planeta debía de ser
una enorme bola gaseosa, y lo que Tombaugh encontró más allá de Neptuno, fue un
pequeño punto helado.
Con todo y con eso, el descubrimiento se celebró a bombo y platillo pues
era la primera vez que un estadounidense descubría un planeta.
Este descubrimiento tampoco estuvo exento de polémica. Fueron muchos los
astrónomos que dijeron que Plutón no era un planeta, primero porque era demasiado
pequeño (su diámetro es menos de la mitad del ancho de EEUU) y segundo porque
su órbita era algo rara. Algunos dijeron que en realidad era un desecho perteneciente
al cinturón Kuiper (una especie de basurero galáctico donde hay restos de
cuando se formó el Sistema Solar).
Al final, la UAI (Unión Astronómica Internacional) llegó a un consenso
que podría denominarse “ni para ti, ni para mí”. Plutón era un planeta, pero de
chicha y nabo, o lo que es lo mismo: un planeta enano.
El pobre de Lowell se quedó con el sambenito de creer en marcianos, algo
que en los círculos científicos puede que no esté bien visto, pero el tipo creó tendencia y si hubiera existido Twitter en el siglo XIX, lo habría petado.
De hecho, hasta la llegada de Stars Wars y de E.T., cuando alguien quería
referirse a un ser extraterrestre, el primer nombre que le venía a la cabeza
era “marciano”: esos posibles vecinos fuera de nuestro planeta.
Somos legión los que hemos disfrutado con las historias donde hay vida en Marte y ese planeta está habitado y/o colonizado: «Crónicas marcianas», «Marte rojo», «A lo marciano», «Las arenas de Marte» y muchos títulos más son una muestra de que la imaginación de Lowell dio pie a muchos escritores para dejar volar la suya propia. A su manera, la contribución de este astrónomo también fue importante.
¡Gracias señor Lowell!