sábado, 12 de diciembre de 2020

Percival Lowell: el astrónomo marciano

 


Hoy traigo para la sección “Esos locos científicos” un personaje peculiar, como suelen serlo todos los que por aquí recalan. Se trata de un astrónomo con unas ideas un tanto peregrinas que le trajeron no pocos problemas.

Percivall Lowell nace en 1855 en el seno de una familia de postín de Boston. Los Lowell eran una especie de aristocracia estadounidense; en EEUU, ante la falta de títulos nobiliarios, la nobleza se adquiría cuando se poseía una gran fortuna que pasara de generación en generación.

Percival estudió Matemáticas en la Universidad de Harvard y, gracias al dinero de papá pudo viajar por Extremo Oriente durante varios años antes de ponerse a trabajar como astrónomo.

Con 39 años monta un observatorio en Arizona que funciona aún y que lleva su propio nombre (Observatorio Lowell) e incluso es administrado por uno de sus herederos.

Percival compagina sus labores como investigador astronómico con la docencia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el famoso MIT.

Aunque su nombre ha quedado para la posteridad por el observatorio que se llama como él, en realidad este hombre fue famoso por otras cuestiones algo más chuscas y que fueron motivo de pitorreo entre sus colegas. Resulta que mientras observaba planetas con sus instrumentos de astrónomo, vio que en Marte había una especie de líneas de color oscuro y que, además, había grandes zonas brillantes de color amarillo.

Esto también había sido observado por otros compañeros de profesión. A las líneas se las llamó “canales” y a las zonas amarillas, “desiertos”. Donde Lowell dio el cante fue cuando interpretó, de una manera bastante peculiar, qué eran esos canales y esos desiertos.

Según este señor, los canales eran estructuras artificiales construidas por los habitantes del lugar, o sea por los marcianos, que tenían por objeto llevar agua desde las regiones polares hasta las tierras secas del ecuador, es decir, los desiertos. Así, tal cual.

Entre el mundillo científico muy riguroso y muy serio, pero implacable con el que se salía del tiesto, hubo bastante cachondeo a cuenta del pobre de Lowell. Semejante especulación no fue aceptada entre los científicos de pro. Sin embargo, sus teorías sí fueron bien recibidas entre los literatos. De hecho, Edgar Rice Burroughs, el novelista creador de Tarzán, escribió una serie de novelas ambientadas en Marte basándose en las teorías de Lowell. Una muestra más de cómo la ficción recurre a la ciencia, aunque sea una ciencia… algo imaginativa.

A pesar de esta creencia poco rigurosa en los marcianos, Lowell fue un astrónomo serio, más o menos. Además de creer en marcianos, él pensaba que más allá de Neptuno había otro planeta, el noveno del Sistema Solar. Su creencia se basaba en que al observar las órbitas de Urano y Neptuno había “irregularidades”. A este planeta esquivo, Lowell lo llamó Planeta X y dedicó toda su vida a encontrarlo; una búsqueda que no tuvo éxito porque se murió en 1916 y el planeta no apareció.

Tras su muerte, y en un intento de lavar su buen nombre ―la teoría sobre el origen de los canales de Marte aún era motivo de chascarrillos en el ambiente científico de la época―, los directores del Observatorio Lowell decidieron seguir buscando ese Planeta X por ver si tras el descubrimiento lo de los marcianos se olvidaba de una puñetera vez.

El testigo lo recogió un joven astrónomo de Illinois, Clyde Tombaugh, y su búsqueda fue exitosa porque al año de ponerse a la tarea encontró el dichoso planeta, aunque fue de chiripa ya que los cálculos de Lowell eran erróneos y no le sirvieron de nada. El caso es que a ese planeta se le llamó Plutón, un nombre mitológico, como los de los demás planetas del Sistema Solar (salvo el nuestro), pero también un nombre relacionado con su primer “padre”, ya que las dos primeras letras, PL, son las iniciales de Percival Lowell.

Aunque se podría decir que Lowell fue el primero en hablar de un planeta más, la verdad es que lo que se encontró no se parecía en nada a lo que él predijo. Al igual que pasó con lo de los canales, la imaginación de Percival anduvo enredando más de lo necesario. Lowell postuló que ese planeta debía de ser una enorme bola gaseosa, y lo que Tombaugh encontró más allá de Neptuno, fue un pequeño punto helado.

Con todo y con eso, el descubrimiento se celebró a bombo y platillo pues era la primera vez que un estadounidense descubría un planeta.

Este descubrimiento tampoco estuvo exento de polémica. Fueron muchos los astrónomos que dijeron que Plutón no era un planeta, primero porque era demasiado pequeño (su diámetro es menos de la mitad del ancho de EEUU) y segundo porque su órbita era algo rara. Algunos dijeron que en realidad era un desecho perteneciente al cinturón Kuiper (una especie de basurero galáctico donde hay restos de cuando se formó el Sistema Solar).

Al final, la UAI (Unión Astronómica Internacional) llegó a un consenso que podría denominarse “ni para ti, ni para mí”. Plutón era un planeta, pero de chicha y nabo, o lo que es lo mismo: un planeta enano.

El pobre de Lowell se quedó con el sambenito de creer en marcianos, algo que en los círculos científicos puede que no esté bien visto, pero el tipo creó tendencia y si hubiera existido Twitter en el siglo XIX, lo habría petado. De hecho, hasta la llegada de Stars Wars y de E.T., cuando alguien quería referirse a un ser extraterrestre, el primer nombre que le venía a la cabeza era “marciano”: esos posibles vecinos fuera de nuestro planeta.

Somos legión los que hemos disfrutado con las historias donde hay vida en Marte y ese planeta está habitado y/o colonizado: «Crónicas marcianas», «Marte rojo», «A lo marciano», «Las arenas de Marte» y muchos títulos más son una muestra de que la imaginación de Lowell dio pie a muchos escritores para dejar volar la suya propia. A su manera, la contribución de este astrónomo también fue importante. 

¡Gracias señor Lowell!




miércoles, 2 de diciembre de 2020

Los neutrinos veloces

 

La Ciencia nos ha sorprendido muchas veces con sus grandes descubrimientos, pero en otras nos ha alucinado con sus equivocaciones. Fallos tontos (o no tan tontos) han provocado resultados sorprendentes que cuando se revisan en profundidad por eso, por ser tan sorprendentes, se constata que el resultado llamativo es fruto de un error.

Con esta entrada inauguro una nueva sección del blog que se llama: Grandes cagadas de la Ciencia, porque no es oro todo lo que reluce y los científicos se equivocan también como cualquier hijo de vecino.

Esto es lo que pasó con un experimento que se hizo en el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear (si lo traducís al inglés, las siglas coinciden)).

Que se equivoquen en el CERN es normal porque, como ya he dicho, los científicos son gente de carne y hueso y no son infalibles como el Papa, pero el error que viene a continuación fue de los gordos porque el resultado (erróneo) ponía en jaque una de las teorías de Einstein, ahí es nada.

Allá por el año 2011 unos físicos se dispusieron a utilizar el colisionador de partículas que tiene el CERN en Suiza y parte del extranjero, o sea Francia. Este colisionador tiene 27 kilómetros de longitud, está bajo tierra y tiene forma circular.

Los colisionadores de partículas se emplean para impulsar protones (unas partículas subatómicas que se encuentran en el núcleo de los átomos) hasta alcanzar velocidades súper pero que súper altísimas (99,99 % la de la velocidad de la luz); cuando están lanzados a toda pastilla se les hace colisionar, y cuando se estrellan es tal el tremendo golpe que se libera una energía que permite la aparición de otras partículas más pequeñas y por tanto más subatómicas. La colisión hace que esas partículas tan requetepequeñas se puedan “ver” y medir.

Volvamos al experimento del 2011. En aquella ocasión, los científicos del CERN obtuvieron del colisionador unos cuantos neutrinos (otra partícula subatómica y súper pequeña de la leche). Pero no se contentaron con obtenerlos, además quisieron lanzárselos a unos colegas que estaban en un laboratorio, también bajo tierra, en Italia a 730 km de distancia.

Que nadie piense que lo de lanzarse partículas subatómicas entre científicos es el equivalente a lanzarse un zapato o una piedra entre gente normal. No, esa práctica no fue porque se llevaran mal entre los integrantes de los dos laboratorios. No. En esta ocasión se pretendía obtener otra subclase de neutrinos cuando llegaran, también a toda pastilla, a Italia.

Durante el viaje, que duró 3 milisegundos, se midieron muchas cosas, entre ellas que algunas partículas habían viajado mucho más rápido que otras y, además, SUPERANDO LA VELOCIDAD DE LA LUZ (por muy poco, pero la superaron). Esto era inaudito pues, según la teoría de la relatividad de Einstein, nada puede ir más rápido que la luz (300.000 km/s).

Algunos periódicos se lanzaron a la piscina y los titulares sensacionalistas no se hicieron esperar tachando a Einstein de viejo chocho y obsoleto.

Lamentablemente para estos periódicos y afortunadamente para Einstein, que sigue en su altar, de momento no hay nada que viaje más rápido que la luz porque esos neutrinos llegaron “más tarde” de lo que registraron los científicos.

Resulta que los relojes situados al inicio y al final del recorrido no estaban sincronizados; había un desfase debido a que los datos se recibían por un satélite GPS y como los laboratorios estaban bajo tierra no se tuvo en cuenta el ángulo de la órbita de estos satélites respecto al lugar donde se estaba experimentando y… se midió mal. Si se tratara de calcular el tiempo que tarda un avión o incluso una nave espacial, el error hubiera sido imperceptible, pero cuando estamos hablando de nanosegundos (1 nanosegundo es una milmillonésima parte de un segundo, 10-9 s) la cosa ya sí tiene repercusión.

Total, que los neutrinos llegaron rápido pero no tanto como la luz, así que, de descubrimiento del siglo, nada de nada.

Tras esta metedura de pata rodaron cabezas, entre los que se encontraría, mucho me temo, el relojero. El CERN emitió un comunicado rectificando: «Los neutrinos enviados desde el CERN (en la frontera franco-suiza) hasta el laboratorio italiano de Gran Sasso respetan el límite de velocidad cósmica». 

Así que todos tranquilos, ni Einstein estaba equivocado ni los neutrinos cometieron ningún exceso de velocidad saltándose las normas del tráfico cósmico.




martes, 17 de noviembre de 2020

Vacunas: ¿Quién da más?


 En la publicación anterior ya hablé de cómo la vacunación es la única forma de conseguir la inmunidad colectiva y por tanto la única manera de combatir una pandemia como la que nos está azotando.

La situación tan desastrosa que estamos viviendo por culpa de un virus ha hecho que varios laboratorios de todo el mundo se hayan puesto manos a la obra para elaborar la(s) vacuna(s) que nos saque(n) del atolladero.

Hay muchos tipos de vacunas y maneras de obtenerlas. Que nadie se me asuste que no voy a explicar en qué consisten, pero sí conviene saber que, dependiendo de esas técnicas empleadas, la vacuna va a ser diferente en su comportamiento y en su efectividad, aunque todas tienen el mismo objetivo: activar nuestro sistema inmune para que produzca defensas contra un agente infeccioso (virus o bacterias). 

Hay vacunas que solo protegen de los síntomas; este es el caso de la vacuna de la difteria o la del tétanos. Tanto en una como en otra, las bacterias responsables de estas enfermedades pueden invadir nuestro organismo si nos infectamos, pero no nos enteramos porque las defensas creadas por la vacuna previa, evitan que desarrollemos sintomatología. Las bacterias andan por ahí, llegan hasta nosotros, pero… no pasa nada. Se dice de este tipo de vacunas que no son esterilizantes o, lo que es lo mismo, que son imperfectas.

La mayoría de las vacunas son de este tipo, imperfectas, pero, ojo, que nadie se lleve a engaño con el término porque que una vacuna sea imperfecta no quiere decir que sea insegura; son cosas completamente distintas.

En el caso de las vacunas no esterilizantes puede ocurrir lo mismo que en la llamada inmunidad natural (la inmunidad que alguien tiene cuando ha pasado la enfermedad de manera espontánea al contagiarse): el agente infeccioso puede volver a ingresar en el organismo y multiplicarse. Si esto ocurre, el afectado no desarrolla la enfermedad porque su sistema inmune reacciona (ya está preparado por la vacuna o por haber pasado la enfermedad) pero sí puede ser portador de una carga vírica/bacteriana importante que le permite contagiar y enfermar a otros que no tienen las defensas adecuadas.

En otro apartado especial están las vacunas completas o perfectas, o sea, las guays; son aquellas que además de impedir que desarrollemos la enfermedad, protegen y evitan la multiplicación del virus (además estimulan la inmunidad celular que es la súper chachi entre los diferentes niveles a la hora de defenderse de una infección). Es decir, las vacunas perfectas no solo evitan la enfermedad, también protegen del contagio.

Ni que decir tiene que este tipo de vacunas necesitan mucho curro y no se obtienen de un día para otro. Se tarda mogollón en conseguirlas.

Todas las vacunas, perfectas o imperfectas, deben pasar una serie de protocolos de experimentación, sí o sí, con pandemia presente o sin ella. Es cierto que ahora mismo, ante la situación tan chunga, los protocolos se han acortado, pero que nadie piense que eso implica menos seguridad, eso nunca, lo que sí puede afectar es a la eficacia.

Antes de este coronavirus maldito, se exigían determinados parámetros de eficacia para dar por válida una vacuna. La OMS, y dado lo mal que lo están pasando los sistemas sanitarios de todo el mundo, ha bajado mucho el listón en este aspecto. Ahora mismo, la OMS daría el visto bueno a una vacuna que produjera síntomas pero que fueran leves y se pudieran pasar en el domicilio, sin necesidad de ingresar en un hospital. Así estamos de necesitados.

Por lo tanto, entre las vacunas también hay clases y algunas son más chachis que otras, pero ¿cómo está la cosa con la Covid-19? La cosa está… ¡que arde!

Hay una carrera desenfrenada por ser el primero en lanzar al mercado la vacuna contra el coronavirus y, hasta cierto punto es lógico, porque los laboratorios farmacéuticos no son ONGs y, además de dar un servicio sanitario, también buscan ganar dinero. Es así, y por mucho que nos tiremos de los pelos, no va a cambiar el sistema.

Pero no debemos olvidar que esto es una carrera de fondo: no importa tanto quién llega el primero, como la forma de llegar y en qué condiciones. O lo que es lo mismo: la mejor vacuna no va a ser la primera en estar disponible, esa llegará más adelante (recordad: las vacunas guays tienen mucho curro y no se ganó Zamora en una hora). Puede que las primeras sean las más llamativas, pero no las mejores.

Ahora mismo hay más de treinta vacunas para la Covid-19 en diferentes fases de experimentación, once de ellas en el tramo final de la última fase, o lo que es lo mismo, a punto de comercializarse. Vamos a hacer un repasito rápido sobre las principales (les pongo el nombre del laboratorio que se encarga de cada una).

Pfizer. Esta vacuna es posible que pase a la historia de la ciencia como la posible primera vacuna en ser utilizada por la población en general. Y si pongo “posible” es porque todavía no está en el mercado ya que aún no ha terminado la última fase de experimentación. El comunicado de prensa que hizo un ejecutivo de la empresa farmacéutica disparó todos los noticiarios y algunos hasta dejaron de seguir las normas de seguridad contra el contagio creyendo que solo con la noticia ya estábamos todos inmunizados. De locos.

La noticia es esperanzadora, pero aún es pronto para echar las campanas al vuelo. Yo creo que la reacción desmedida por parte de todos se basa en que estamos muy necesitados de buenas noticias; queremos ver un rayito de luz y Pzifer nos lo ha dado, aunque puede que no sea para tanto.

La vacuna se basa en un sistema original, innovador y muy “efectivo” (92%). Pero esto es lo que nos han contado los medios de comunicación del laboratorio porque los organismos independientes (y para mí más imparciales) que vigilan todos los procesos no pueden decir ni pío ya que los silencia un contrato de confidencialidad para no desvelar detalles que la competencia podría utilizar.

Este sistema se basa en crear un ARN mensajero (ARNm) que lleva cierta información del virus (la que se encarga de crear una parte de la cubierta proteica o corona, y que utiliza para ingresar en la célula a la que ataca). Cuando este ARNm llega a nuestras células, estas fabrican esa parte y el sistema inmune se activa para cargársela. Si hay un contagio, el individuo ya está preparado y se carga al virus con todas las de la ley.

El sistema es innovador y muy “fácil” de realizar, por eso han tardado tan poco tiempo en hacer algo así. Lo complicado es tener la idea, pero esa ya estaba en la cabecita de los dos científicos padres de esta vacuna (un matrimonio, por cierto, y del que hablaré en otra publicación) que andaban dándole vueltas al tema cuando investigaban tratamientos contra el cáncer.

Puede que la vacuna sea lo efectiva que dicen, y de momento nos tenemos que fiar de que lo que “dicen”, porque , y ahí reside la suspicacia de muchos, no hay nada publicado en las revistas científicas, que es el lugar donde se tienen que contar estas cosas y no en un comunicado de prensa.

A mi modo de ver, y suspicacias aparte, el sistema del ARNm es innovador (y puede que hasta efectivo), pero tiene un grave inconveniente: el material se degrada con facilidad y los preparados deben guardarse a temperaturas muy bajas cercanas a los ochenta grados bajo cero. Esto es un problema importante porque los aparatos que alcanzan esas temperaturas no los tienen casi ningún centro hospitalario (aún menos los centros de salud); los ultracongeladores suelen estar en laboratorios específicos y no abundan. Con esta cláusula de conservación la vacuna no llega a África ni de coña.

De cuánto dura la inmunidad aún no se sabe nada, o solo se sabe que dura tres meses por lo menos que es lo que lleva el primer voluntario inyectado y que aún conserva defensas. Este dato es el que más tarda en saberse porque hay que dejar pasar el tiempo y comprobar qué pasa.

Moderna. Este laboratorio también emplea la técnica del ARNm, pero parece ser que consigue que el producto resultante aguante a temperaturas más altas (2-8 grados), algo que sería más manejable. Al igual que la vacuna de Pfizer, no hay publicaciones científicas aún, así que nos tendremos que fiar de lo que nos cuenta el gabinete de prensa del laboratorio. No hay otra.

Astrazeneca, Johnson & Johnson, Novarax. Estos laboratorios no emplean ARNm, pero también se basan en activar el sistema inmune con una parte de la corona del virus. Al igual que los anteriores, están en la última fase de experimentación y es cuestión de semanas que salgan a la luz para la distribución general.

Gamaleya. Este no es un laboratorio farmacéutico sino un centro de investigación ruso. En sus laboratorios se ha creado otra vacuna a la que le han puesto nombre y todo, Sputnik V. Casi todos los datos que sabemos de ella nos han llegado también a través de ruedas de prensa, incluso del presidente Putin (este se vino arriba en un arrebato patriótico y dijo que daba una inmunidad de dos años, algo que solo puede saber porque lo vio en una bola de cristal o porque iba hasta arriba de vodka). En este caso, también se han publicado datos en una revista científica de prestigio, The Lancet; pero (siempre hay un pero) los datos publicados se refieren a los obtenidos en las fases preliminares del estudio, es decir, cuando la población estudiada se trata de muy pocos individuos (menos de 50-100), por lo que las conclusiones hay que cogerlas con prevención ya que el peso estadístico es bajo.

De momento, estas son las vacunas que parece se pondrán al alcance de la población. Serán las primeras, pero no las mejores, aunque la cosa no está para ponernos exquisitos y habrá que aguantarse.

Hay otras vacunas que están en fases iniciales de desarrollo porque los laboratorios que están con ellas buscan la perfección, es decir, que esas vacunas nos protejan a todos los niveles: no pillar la enfermedad y no contagiar al vecino. En este grupo se encuentra el equipo del investigador Luis Enjuanes que, desde el Centro Nacional de Biotecnología del CSIC, está desarrollando una vacuna con todo el virus; nada de un trocito, todo entero, sí señor, con un par. Los españoles cuando nos ponemos, nos ponemos y lo hacemos a conciencia, aunque eso nos lleve más tiempo. Posiblemente este equipo de virólogos nos dará buenas noticias a finales del año que viene.

Y este es el panorama que tenemos. En cualquier caso, habrá que resistir hasta que esto se controle del todo, aunque para eso aún queda, así que debemos resignarnos, después de todo la paciencia es también madre de la ciencia.



jueves, 5 de noviembre de 2020

Vacunación, un ejercicio de responsabilidad social


Ahora que la pandemia de Covid-19 nos ha vuelto del revés, ahora que nuestra forma de vivir se ha visto trastocada, ahora es cuando ha salido a relucir lo mejor y lo peor de cada uno.

No soy psicóloga ni socióloga, pero intuyo que esos especialistas deben de estar fascinados con los comportamientos que están saliendo a la luz. Desde los derrotistas que, en una psicosis paranoica por enfermar, creen que esto es el fin del mundo, hasta los negacionistas que, en una actitud infantil, rechazan la evidencia de una realidad que no les gusta; en esta pandemia cada uno muestra de qué pasta está hecho.

Mucho se habla de solidaridad, de responsabilidad ciudadana y de otros valores humanos y excelsos, pero realmente lo que impera es el desconcierto por culpa de los vaivenes en las decisiones de las autoridades sanitarias («donde dije digo, digo Diego») y por culpa de la ineptitud de los gobernantes que solo saben criticar lo que hace el del otro partido («tú lo estás haciendo fatal», «pues anda que tú»). Con este panorama tan desolador, lo que predomina es la idea de «sálvese quien pueda y tonto el último». La cosa no está para solidaridades ni empatías con el prójimo.

Uno de los principales problemas de la extensión de la enfermedad ha sido lo altamente contagiosa que es y, al pillarnos a todos vírgenes de defensas contra el virus nuevo, se ha liado parda. Muchos han dicho que esto es cuestión de paciencia, que poco a poco, todos iremos tomando contacto con el virus y desarrollaremos protección, de manera que al contagiarnos entre nosotros el problema remitirá cuando tengamos la llamada inmunidad de grupo o colectiva.

En principio este razonamiento tiene su lógica, pero esperar a que esto ocurra de manera natural es echarle muchos años y… esperar en vano. La inmunidad colectiva no se obtiene naturalmente, NINGUNA enfermedad infecciosa ha sido erradicada, ni siquiera atenuada, mediante esta inmunidad de grupo o colectiva obtenida de manera natural.

Ya hablé en su momento de los mecanismos de las vacunas, y mucho antes de que apareciera este maldito virus del demonio (Vacunarse o no vacunarse ¿es esa la cuestión?), pero, dada la estulticia de algunos con estos temas, tengo que volver a insistir porque para que la inmunidad de grupo aparezca es necesaria la vacunación. Lo siento por los antivacunas, pero es lo que hay. Y no es que lo diga yo; lo dicen los datos, además, unos datos que no son fruto de la rapidez y cierta improvisación como los que ahora escuchamos a cuenta de la pandemia, son cifras obtenidas a lo largo de muchos años y de estudios más que contrastados

La viruela se ha erradicado del planeta tras campañas y campañas de vacunación; tres cuartos de lo mismo pasa con la polio que se considera erradicada casi de facto (tan solo hay casos en Afganistán y Pakistán). Hay otras enfermedades que se consideran eliminadas en vastos territorios, por ejemplo, el sarampión está erradicado en España. Algo parecido ocurre con la difteria o la tos ferina, enfermedades gravísimas, que no tienen incidencia en países desarrollados gracias a la vacuna triple bacteriana (VTB). En el caso de la difteria (y el tétanos), conviene aclarar para los puristas que la erradicación nunca será posible porque el tipo de vacuna no evita la infección, lo que provoca es que no aparezcan los síntomas y por tanto no se produce enfermedad, pero la bacteria sigue existiendo entre nosotros e incluso, dentro de nosotros.

En estos casos donde la erradicación es parcial, si viene alguien contagiado de un país donde no se vacuna contra estas enfermedades, podría darse la situación de que infectara a alguien a quien la vacuna no ha protegido completamente (hay individuos que no responden al cien por cien con las vacunas, bien por su endeble sistema inmune que no reacciona o porque simplemente se desaconseja la vacunación), pero es difícil, porque la mayoría de la población está protegida y sirve de escudo ante ese pequeño porcentaje que no tiene defensas. En cualquier caso, si aun así esto ocurriera, no aparecen brotes que haga mayor la probabilidad de que más población frágil enferme y, por tanto, la enfermedad NO SE EXTIENDE.

Y aquí viene lo más importante de la inmunidad colectiva: evita que una enfermedad se extienda y así es como protege a los vulnerables porque la probabilidad de que llegue el agente infeccioso a quien está desprotegido es muy pequeña.

La inmunidad colectiva protege a la sociedad, incluyendo a los más débiles; si alguien es vulnerable o susceptible de enfermar, la sociedad lo evita, lo protege. O lo que es lo mismo: YO ME VACUNO Y TÚ NO ENFERMAS.

Este es un concepto difícil de entender. Aún hay gente que se pone la mascarilla higiénica solo porque cree que se protege a sí misma, pero no, con esa mascarilla uno está protegiendo a los demás. Son los demás, al ponerse la mascarilla ellos, cuando le protegen a uno. Y en este intercambio de protección, en este especial «no eres tú, soy yo» debemos estar todos a una, de lo contrario la cosa no funciona.

Con la vacunación pasa algo parecido a lo de las mascarillas. Si yo me vacuno no solo evito que yo pueda tener una enfermedad, aunque pasar esa enfermedad no suponga un peligro especial para mí, porque estoy fuerte, porque tengo una buena constitución física, o por lo que sea (aunque con este coronavirus, que tire la primera piedra quien se vea libre de complicaciones). Si yo me vacuno, evito enfermar y, a la vez, reducir o evitar (este matiz ya depende del tipo de vacuna) el contagio a otros que sí pueden pasarlo mal, bien porque la vacuna en ellos no es totalmente efectiva (por los motivos enumerados más arriba), bien porque enfermedades previas los ponen en la diana a pesar de todo.

Este ejercicio de solidaridad colectiva es difícil de entender por algunos que no saben ver más allá de su propio ombligo. Estos meses estamos viendo comportamientos vergonzosos donde gente sin escrúpulos ni vergüenza torera acude a fiestas multitudinarias porque no son capaces de renunciar a su propio bienestar (un bienestar superfluo como es el de tomarse unas copas y bailar, algo que muestra qué escala de valores tiene esta gentuza). Pero, quizás a estos insolidarios egoístas habría que recordarles que si el género Homo, al que pertenecen ellos también, aunque no lo parezca, sobrevivió en sus orígenes a pesar de estar rodeado de especies mucho más agresivas y fuertes, lo hizo gracias a una peculiaridad que lo ayudó a superar o a contrarrestar sus muchas carencias: vivir en sociedad.

Gracias a la cooperación social, nuestros ancestros sobrevivieron. Mientras unos se dedicaban a cazar para suministrar alimento a la tribu, otros se centraban en recolectar plantas útiles para curar dolencias y otros, que no podían ni cazar ni andar grandes distancias para la recolección silvestre, se ocupaban de cuidar las crías, los retoños de los demás y así asegurar la propagación de la prole, ser más numerosos y estar mejor preparados para enfrentarse a un potencial enemigo.

Pero esto con el tiempo ha ido desvirtuándose, a medida que la supervivencia se ha ido asegurando nos hemos olvidado de la base de nuestra conservación como especie, hasta el punto de creer que nos bastamos solos, que no necesitamos de los demás, e incluso que solos nos irá mejor, pero no es así.

 Vivimos tiempos convulsos que ponen de manifiesto cuán frágiles somos y retomar el viejo axioma de que el grupo unido tiene más posibilidad de sobrevivir es difícil de entender. Quizás los derrotistas tengan algo de razón y no seamos capaces de salir de esta, en cuyo caso la culpa no será de un virus sino de nuestro propio egoísmo o simplemente de nuestra propia estupidez, en cuyo caso, desaparecer es lo que nos merecemos.





lunes, 12 de octubre de 2020

Perros en la nieve: animales que salvan vidas


 

Hace unos meses hablé de una expedición que llevó la vacuna de la viruela a América (Expedición Balmis), en aquella ocasión los héroes, aparte de los propios expedicionarios, fueron unos niños que sirvieron de reservorios naturales de la preciada vacuna. Hoy voy a hablar de otra expedición, o aventura, en la que los héroes fueron perros, unos animales que contribuyeron a salvar vidas de manera heroica y excepcional.

Los perros protagonistas de esta publicación participaron en la llamada Gran carrera de la misericordia. Esta carrera fue singular pues en ella no se competía por ganar ningún trofeo, al menos un trofeo material, sino por llevar el remedio cuanto antes hasta una población en lo más recóndito de Alaska donde se había declarado una epidemia de difteria.

Antes de seguir con estos perros héroes, un breve apunte sobre la difteria y su vacuna.

La difteria es una enfermedad causada por la toxina que produce la bacteria Corynebacterium diphtheriae. Cuando la bacteria infecta a una persona, libera la toxina que provoca lesiones en la piel muy dolorosas y sobre todo inflamación de las mucosas, especialmente en garganta y vías respiratorias, lo que, en los casos más graves, ocasiona la muerte por asfixia.

Ahora esta enfermedad se combate mediante la vacuna triple DTP donde se combinan tres toxoides (toxinas atenuadas que no provocan enfermedad, pero sí anticuerpos) para tres enfermedades bacterianas (difteria, tétanos y tos ferina). En la época a la que me voy a referir, la vacuna de la difteria consistía en una antitoxina, es decir, una especie de anticuerpo que bloqueaba la toxina de la difteria y que evitaba el desarrollo de la enfermedad igualmente.

Corría el mes de enero de 1925 y en Nome, un pueblecito perdido en la parte más septentrional de Alaska y muy cerca del círculo polar ártico, se desata una epidemia de difteria. Algunos niños, los más vulnerables a la enfermedad, mueren y el médico de la zona da la voz de alarma. Aquello puede ser un desastre si no se pone remedio. Intenta paliar la que se viene encima con unas dosis de antitoxina diftérica que les da un hospital relativamente cercano, pero las dosis están caducadas y el efecto es nulo. Hay que llevar la antitoxina a Nome porque, visto lo visto, se espera una mortalidad del 100%, es decir, cada persona que se contagie ya se puede dar por muerta.

El problema, además de la enfermedad, era que estaban en pleno invierno, y el clima cerca del círculo polar ártico no es lo que se dice precisamente benigno. Temperaturas medias de 46 grados bajo cero convertían los ríos en hielo y hacían imposible navegar a los barcos; los fuertes vientos, sumados a las pocas horas de luz, hacían imposible volar a los aviones. Así que ¿cómo llegar hasta Nome, tan al norte y tan lejos y tan en peligro? Pues en trineos tirados por perros.

El trayecto a recorrer sería desde Nenana, donde sí habían podido recalar otros transportes más rápidos y con el preciado cargamento, hasta Nome. La distancia entre estas dos localidades era de 1085 kilómetros, nada más y nada menos. Encima, la ruta atravesaba parajes helados, con vientos fortísimos, tormentas de nieve donde la visibilidad era nula la mayoría de las veces y con un frío del carajo. Además, y, por si fuera poco, había que llegar lo antes posible porque cada día que pasaba se cobraba nuevas vidas en aquel lugar perdido de Alaska.

Desde los servicios públicos de salud se instó a convocar a los mejores conductores de trineos, mushers los llaman los entendidos, para que con sus perros adiestrados pudieran llevar, mediante un servicio de postas, la antitoxina hasta Nome. Se presentaron los mejores, entre los que abundaban nativos de Alaska y atapascos (un pueblo indio que habitaba amplias zonas de Norteamérica). Pero también se presentaron otros conductores de raza blanca y que, al final, fueron los que pasaron a la posteridad con nombre y apellidos.

Entre estos últimos se encontraba Wild Bill Shannon, que fue el que inició el trayecto, aunque hay que destacar la labor del noruego Leonhard Seppala, un empleado de una empresa de la zona. Este hombre tenía sus propios perros adiestrados por él mismo y era conocido por haber ganado alguna que otra competición de importancia en carreras de trineos.

Hay que señalar, para los profanos en esto de los trineos, o sea, para la mayoría de los que estáis leyendo esto, que un trineo con perros, o mushing, es un vehículo con esquíes o cuchillas tirado por varios perros, el número puede variar, pero siempre, y esto es lo más importante, la eficacia del mismo dependerá del conductor y del perro guía o líder del grupo de animales que tiran de él. Las razas más habituales para este tipo de transporte son: perros esquimales, huskies, siberianos y samoyedos.

Volvamos con Seppala y sus perros. Este señor se hizo casi la mitad del recorrido total, su perro líder se llamaba Togo y era un Seppala noruego (lo de que la raza se llame igual que el dueño y su nacionalidad creo que es porque este señor crió su propia raza de perros cruzando otras ya reconocidas, pero como no entiendo de perros no sé si es realmente así, de hecho, he visto fotos y a mí me parece un husky). Seppala, Togo y demás perros llevaron la antitoxina diftérica por la parte más peliaguda del recorrido, incluyendo un atajo que, como todo atajo, tuvo su trabajo. Atravesó colinas heladas donde los perros apenas podían agarrar sus patas al suelo, lugares donde la velocidad del viento, 110 km/h, causaba una sensación térmica de más de setenta grados bajo cero. Y todo esto en un tiempo récord pues empleó tres días.

Leonhard Seppala y Togo

Seppala pasó el testigo de la carrera, y la antitoxina diftérica, a Charlie Olsen. Olsen se perdió y tuvo quemaduras muy graves causadas por la temperatura heladora. Cuando llegó a una de las postas, estaba bastante fastidiado y tuvo que dejar que otro colega, Gunnar Kaasen, siguiera la ruta. Gunnar también tenía su propio perro líder en su grupo de perros que se llamaba Balto, un husky siberiano. Conductor, perro líder y demás canes, realizaron la última parte del trayecto enfrentándose también a múltiples peligros, de hecho, el trineo llegó a volcar y casi se pierden los viales con la antitoxina ―Kaasen a punto estuvo de perder las manos por congelación al intentar recuperar las muestras entre la nieve―. Finalmente, Bolto y su equipo llegaron a su destino con la preciada carga incólume. La población de Nome y alrededores recibieron el remedio y se salvaron muchas vidas.

Gunnar Kaasen y Bolto


Tras esta carrera contrarreloj, se sucedieron las felicitaciones y los reconocimientos varios. Yo me he referido aquí a Seppala y a Kaasen, pero no fueron los únicos que participaron en esta carrera para llevar la antitoxina hasta un lugar recóndito. Como comenté al principio, fue un transporte de postas, y hubo otros conductores, principalmente nativos, que participaron con sus perros y de los que no ha quedado constancia de sus nombres.

De hecho, incluso entre los “protagonistas” ha habido cierta injusticia. En Central Park hay una escultura dedicada a Balto, de Togo… ni rastro. También hay una película titulada «Balto» que cuenta esta peripecia y donde se le da nombre al perro que llegó hasta Nome, sin tener en cuenta que el trayecto más peligroso lo realizó Togo, aunque esta injusticia se ha intentado subsanar con otro nuevo film donde se habla de este otro perro.

Pero, hasta después de muertos se les trató diferente; el cuerpo de Balto está disecado en el Museo de Historia de Cleveland, y el de Togo en otro museo más humilde de una ciudad más modesta, y por tanto menos conocida, de Alaska. Una injusticia, como tantas otras, y si no que se lo pregunten a los indios de Alaska.

 


sábado, 19 de septiembre de 2020

Como el perro y el gato (Segunda Parte)

 

En la anterior entrega hablamos de perros, los de Paulov, ahora vamos a hablar de un gato, el de Schrödinger. Pero antes de meternos con el minino vamos a hablar de física atómica, pero a nivel muy, muy básico, que nadie se me asuste.

El primero en hablar de átomos fue Demócrito, un filósofo y matemático griego que vivió en el siglo V a.C. Este hombre ya teorizó sobre la composición de la materia, pero lo hizo de manera difusa y poco concreta; teniendo en cuenta que la tecnología aún no existía, el buen hombre bastante hizo.

Para profundizar en el tema hubo que esperar hasta el siglo XIX, cuando Dalton, un químico-matemático-naturalista británico, dijo que los átomos eran la unidad más pequeña que formaba la materia. Ya en el siglo XX, el científico también británico Thomson dijo que el átomo no era la unidad más pequeña, pues los átomos estaban formados por una masa y otras partículas más chiquititas y “pegadas” a esa masa, que eran los electrones ―este señor se imaginaba los átomos como las galletas con trocitos de chocolate donde esos trocitos serían los electrones―. Rutherford, un físico de Nueva Zelanda, especificó algo más: los átomos estaban compuestos por un núcleo muy pequeño donde se encuentra casi toda la masa y además tiene carga positiva, más una nube de electrones que están cargados negativamente y que contrarrestan la carga del núcleo. Otro físico (ya no pongo el nombre para no agobiar), un poco después descubrió que en el núcleo había otras partículas, sin carga, llamadas neutrones.

Por tanto, básicamente, y en los inicios de la física atómica, los átomos están compuestos por un núcleo donde están los neutrones (partículas sin carga) y los protones (las partículas cargadas positivamente) y “alrededor” de ese núcleo, están pululando los electrones (partículas con carga negativa).

Durante muchos años esto fue lo que imperó. No había partículas más pequeñas que estas tres partículas subatómicas. Ahora la cosa ha cambiado mucho, hay mogollón de partículas muuucho más pequeñas, pero yo no voy a hablar de ellas. Para explicar lo del gato, con esto es más que suficiente.

En los años veinte del siglo pasado, un físico danés, Bohr (no confundir con Borg, el tenista sueco) dijo que los electrones que pululaban alrededor del núcleo lo hacían en órbitas concéntricas, algo parecido a los planetas cuando dan vueltas alrededor del sol. Y aunque ya avanzó que los electrones no se movían a tontas y a locas por cualquier sitio alrededor del núcleo, él pensaba que estaban bien localizados.

Pero, luego vino Heisenberg, un físico teórico alemán (no confundir con el protagonista de la serie Breaking Bad), y enuncia su principio de incertidumbre o de indeterminación, que viene a decir que no podemos saber a la vez dónde se encuentra un electrón y a qué velocidad está orbitando alrededor de un núcleo. O se averigua una cosa, o la otra, pero las dos no. Además, el principio de indeterminación sugiere que tanto la velocidad como la posición se encuentran «en estado de superposición».

¿No lo entendéis bien? Bueno, no os preocupéis, es normal, a la mayoría de los mortales les pasa lo mismo. Recuerdo que cuando estudié este concepto en el instituto, pensé que el nombre ya anunciaba problemas, porque si una servidora ya es un poco zote con la física y se siente muy insegura, que te hablen de incertidumbre no ayuda nada.

Sigamos un poquito más, que el gato está al caer.

Estábamos con Heisenberg y su incertudidumbre, pues bien, entonces llega Schrödinger ―por fin― que era de Austria, de profesión físico y, además, ― tomad nota de esto porque es importante para lo del gato, ya lo veréis― fi-ló-so-fo. Este señor habló de los orbitales, es decir, unos lugares donde había una probabilidad grande de encontrar un electrón, lo que no quiere decir que lo encuentres, porque como va a mucha velocidad, cuando vas a verlo, ya se ha ido y no está allí (que me perdonen los puristas por la simplicidad, pero esto es la versión Disney).

Esta indeterminación, este no saber muy bien si es o no es, esto de sí pero no, es la esencia de la llamada física cuántica. No me voy a meter en más profundidades sobre este tipo de física, no por deferencia hacia mis lectores sino porque yo misma no la entiendo muy bien, para qué os voy a engañar.

Tras esta leve introducción ―para el que no se crea que lo que he contado ha sido leve, puede ir a consultar un libro sobre mecánica cuántica y comprobará lo que vale un peine―, vamos con el gato.

Schrödinger planteó un sistema, o un experimento teórico. El experimento de este señor consistía en meter un gato, el gato de Schrödinger , en una caja cerrada y opaca, o sea, nosotros no vemos nada de lo que pasa en el interior. Además del gato, en la caja hay una botella llena de gas venenoso y un dispositivo que tiene una partícula radiactiva con un 50% de probabilidad de desintegrarse tras pasar un tiempo determinado, de manera que, si la partícula se desintegra, la botella suelta el veneno y el gato la espicha, pero si la partícula no se desintegra, el veneno no se libera y el gato se salva.

Cuando el tiempo estimado para que la partícula se active o no, ha pasado, hay dos posibilidades:

A.    La partícula se ha activado, se ha liberado el veneno, el gato se muere.

B.    La partícula no se ha activado, el veneno no se ha liberado, el gato vive.

Bueno, esto es lo que se espera con la física tradicional, pero la física cuántica nos dice que las dos cosas son ciertas, por ese «estado de superposición» del que hablé antes. Es decir, según Schrödinger, el gato está muerto y vivo a la vez. ¡Toma ya! 

No obstante, una persona lógica y normal, podría pensar:  «Vamos a abrir la caja y a ver qué ha pasado», y al abrir la caja nos podemos encontrar dos cosas:

A.    El gato está muerto.

B.     El gato está vivo.

Asunto resuelto.

Pues no, no está resuelto el problema porque en el momento de abrir la caja, estamos interactuando con el sistema y ya hemos influido en el resultado. En realidad, y siguiendo lo principios de la mecánica cuántica, hemos “pillado” al gato en una de las dos situaciones.

Por tanto, según la mecánica cuántica, el gato está vivo y muerto a la vez. Raro, ¿verdad? Bueno, ya os avisé que Schrödinger además de físico era filósofo, ahí lo dejo, porque para mí solo alguien que puede elucubrar y abstraerse como lo hace un amante de la filosofía es capaz de aceptar esa explicación por mucho que la sustente en principios físicos.

No obstante, si os habéis quedado estupefactos por esa dualidad de estar vivo y muerto a la vez, no os hagáis mala sangre. Podéis hacer algo parecido a lo que hago yo que, a lo largo de mi trayectoria académica, me he topado con axiomas, conceptos y teorías difíciles de entender y acabé por tomar una posición determinada: recurrir a la fe. Es decir, cuando no entiendo nada, me lo creo y ya está (y me lo aprendo de memoria por si me cae en el examen). No hay que darle más vueltas, no merece la pena.




 


 

 

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Como el perro y el gato (Primera Parte)


De vuelta de un verano atípico por la situación excepcional que estamos viviendo, este blog regresa con energía renovada y con un firme propósito: hablar lo menos posible del coronavirus (aunque algo caerá).
Como todos estamos aún resacosos del periodo vacacional donde, el que más o el que menos, se ha dedicado a vaguear, empiezo este nuevo curso hablando de animalitos célebres en ciencia.
Son muchos los perros y los gatos protagonistas de historias más o menos famosas: Lassie, Rin-Tin-Tin, o Niebla, dentro de los cánidos, y Garfield, Silvestre o Hello Kitty entre los felinos. Pero todos estos animales son ficticios. Los gatos y perros sobre los que hablaré en esta publicación y en la siguiente son reales aunque no tengan un nombre propio porque el que recibieron fue el del investigador que los empleó para llevar a cabo la demostración de sus teorías científicas. Me estoy refiriendo al perro de Páulov y al gato de Schrödinger, donde los nombres corresponden a dos científicos que desarrollaron sendas teorías utilizando (más o menos en el caso del gato, ya lo veremos) a esos animalitos.
Ahora, y para no empezar demasiado fuerte, me centraré en el caso del perro, el de Páulov y al minino de Schrödinger lo dejaré para la próxima publicación cuando estemos todos algo más despejados que lo vamos a necesitar.

Iván Páulov fue un fisiólogo ruso que recibió el Nobel de Medicina en 1904 gracias a sus experimentos con perros (se habla de el perro de Páulov, pero lo cierto es que fueron varios). El trabajo de este científico se basó en constatar la existencia del llamado «condicionamiento clásico».
Antes de seguir con el ruso y sus experimentos, debemos remontarnos un poco más en el tiempo, hasta Aristóteles cuando enunció la «ley de contigüidad» y que viene a decir: «Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente».
Páulov vino a demostrar esto, pero de una manera más científica y sustentada. Este fisiólogo sabía (porque para eso era fisiólogo) que cuando a un perro se le muestra comida, este empieza a salivar: su sistema reacciona ante la presencia de un alimento para poder digerirlo convenientemente y la saliva es uno de los componentes necesarios. En este caso, la respuesta a un estímulo (presencia de comida) no es condicionada porque el organismo reacciona de manera “fisiológica”: hay comida, voy a comer, necesito saliva, pues salivo (sería más o menos el discurrir ‘fisiológico’ del perro en cuestión).
Pero Páulov fue un poco más allá. Él pensó que si introducía otro elemento que nada tuviera que ver con el acto de comer quizás se podría asociar a un acto que sí lo tuviera. Me explico.
El ruso se dedicó a hacer sonar una campana al mismo tiempo que presentaba la comida a los perros. Estos al ver el alimento empezaban a salivar, como era de esperar, pero llegó un momento en que Páulov solo hacía sonar la campana, sin ir acompañado el sonido con la presencia de comida, y los chuchos también salivaban. Es decir, el sonido de la campana incitaba la salivación cuando estos dos hechos nada tenían que ver entre sí desde un punto de vista fisiológico.
Páulov también comprobó que esta respuesta condicionada tenía fecha de caducidad: se extingue. Si después de un tiempo, la campanilla suena, pero ya no aparece comida nunca, el perro deja de salivar, o sea, que al principio le engañaban pero luego, al ver que la manduca no venía detrás, dejaba de producir saliva, para qué, si ya se había aprendido que la campana no avisaba la llegada de comida.
Todo esto ocurría en animales, concretamente en perros, pero ¿y en los humanos? ¿existiría también la respuesta condicionada?
En los años veinte del siglo pasado, en una universidad de Estados Unidos, dos investigadores, una mujer y un hombre llamados Reyner y Watson respectivamente, experimentaron con un niño de once meses llamado Albert. Dado su nombre y la edad del sujeto, se llamó a la prueba y en un alarde de originalidad «El experimento del pequeño Albert».
A este bebé se le presentó primero una rata (era una rata de laboratorio, es decir, un animal libre de enfermedades, más o menos; nada que ver con las ratas de alcantarilla), y el niño no tuvo signos de miedo ni de aprensión hacia el animal. Luego, hicieron sonar un martillo contra una chapa de metal, el sonido tan fuerte sí que asustó al pequeño que se echó a llorar en cuanto sus tiernos oídos fueron así maltratados. Durante varias sesiones, al nene le ponían delante la rata acompañada del ruido fuerte, y el infante se ponía a llorar a moco tendido. Llegó un momento en que solo le presentaban la rata sin el fuerte ruido, pero el niño lloraba igualmente. Es decir, el niño asociaba la presencia de la rata con el ruido molesto y asustadizo por lo que se echaba a llorar: la respuesta de llorar estaba condicionada por un estímulo que no le daba miedo, la rata. El experimento fue más allá, al pobre bebé, cuando le ponían delante cualquier otro animal peludo (un perro, un gato o un conejo) lloraba también.
En el caso del pequeño Albert no se continuó el experimento para averiguar si, al igual que pasaba con los perros de Páulov, con el tiempo la respuesta condicionada se extinguía (dicen que la madre de la criatura se lo llevó maldiciendo a todos lo científicos de aquella universidad por hacer sufrir así a su pobre hijito). Como no se pudo terminar el experimento no se sabe si Albert arrastró durante toda su vida un miedo visceral a todo bicho peludo asociando su presencia a un ruido inaguantable. Solo como aclaración: un experimento de ese calibre no se podría haber hecho hoy en día por algo que se llama «protección a la infancia» y porque UNICEF y unos cuantos organismos más habrían metido en la cárcel a los investigadores correspondientes.
De todas formas, con Albert o sin él, sí se sabe que la respuesta condicionada existe en humanos, detrás de ella se encuentra la aparición de náuseas en pacientes sometidos a muchas sesiones de quimioterapia que tienen ganas de vomitar solo con entrar en la sala de oncología, o determinadas fobias que activan respuestas somáticas ante la aparición de elementos asociados a experiencias traumáticas.
Una servidora también tiene su propia constatación de la respuesta condicionada: me leí el Ulises de Joyce y fue tal el sopor que sufrí durante su lectura que ahora es oír el nombre del autor y empiezo a bostezar automáticamente.
Bueno, aquí termina la primera parte de esta entrada doble de perros y gatos. Solo añadir que hubo más perros famosos por su contribución a la ciencia, no siempre como animales de experimentación (por ejemplo, Balto, el husky que llevó la vacuna contra la difteria a Alaska y que algún día tendrá su espacio en este blog), pero hoy nos quedamos con el (los) de Páulov.
En la segunda parte hablaremos de los mininos, en concreto de uno que no se sabe si está vivo o muerto: el gato de Schrödinger. Pero esa es otra historia algo más difícil de explicar, lo dejamos para dentro de dos semanas y aviso: preparaos que la cosa tiene miga.




domingo, 28 de junio de 2020

Covid-19: pinto, pinto, gorgorito


En esta vorágine por saber y averiguar más sobre el SARS-Cov-19, más conocido como el puñetero coronavirus, hay algunas informaciones que, como poco, son algo tendenciosas y bastante confusas. El afán por ser el primero en colgarse la medalla de dar con un fármaco que cure o que prevenga la infección ha hecho que algunos interpreten los datos que obtienen de cualquier manera para llegar a conclusiones con poca base científica y que se sujetan con alfileres, es decir, no tienen demasiada consistencia (o lo que es lo mismo: no tienen chicha).
Aquí voy a exponer tres de esas tendencias o posibles terapias o… lo que sea que vayan a ser, y que a mí no me convencen porque tan solo están basadas en estadísticas que yo dudo mucho estén bien hechas. Además, la estadística es una de las disciplinas en las que es más fácil obtener lo que uno busca si sabe manejar los números a su antojo.
Empecemos con estas tres teorías a las que me he permitido el lujo de poner nombre y todo (hoy me encontraba especialmente creativa).

TEORÍA 1. Frente al coronavirus: si eres calvo, se te ha caído el pelo.
Desde hace meses ya se está diciendo que la Covid-19 afecta más a los hombres que a las mujeres. Es cuestión de números: hay más varones que féminas infectados. Como, más o menos, la población en cuanto a sexos está repartida equitativamente, esto va a misa.
Ahora resulta que “expertos” (dermatólogos especialistas en tricología, o sea, en pelo (del tipo que sea) y cabello) creen que los varones que padecen alopecia androgénica (la calvicie asociada a un exceso de andrógenos) son los más propensos a pillar el virus y pasarlo peor. Esta teoría se basa en los números de las estadísticas que dicen que entre los infectados hay muchos calvos.
Antes de seguir, pongamos claro un concepto. Entre los que en algún momento de nuestras vidas hemos tenido que enfrentarnos a la estadística hay una máxima que debemos tener muy presente: correlación no implica causalidad. En castellano llano: el que dos variables estén relacionadas (en este caso, calvo y coger el virus), no implica necesariamente que una de esas variables sea la causa que provoque la otra (en este caso, coger el virus por ser calvo).
Además, en este tema en concreto, dado que partimos de la base de que los hombres pillan el virus más que las mujeres, que cuanta más edad se tiene, más susceptibilidad hay de pillarlo y que a partir de los cincuenta años la mayoría de los hombres pierden considerablemente el pelo… entre los infectados varones la mayoría son calvos. La correlación calvicie-coronavirus está justificada, pero no tiene nada que ver con que la calvicie sea la causante, al menos de momento. Otra cosa es que se empiece a mirar si el gen que determina la calvicie, o los niveles de andrógenos que la provocan, tienen algo que ver a la hora de que el virus se una a las células o que desencadene una respuesta más agresiva, eso sería otro cantar, pero de momento los números de las estadísticas no son concluyentes.

TEORIA 2. Dime de qué grupo sanguíneo presumes y te diré de qué te libras.
Otra información que nos da la estadística de la Covid-19 es que hay mayor incidencia de infección, y también de consecuencias graves, entre los individuos que tienen grupo sanguíneo A mientras que, por el contrario, los que tienen grupo sanguíneo 0 presentan una menor tasa de contagio. Algunos científicos, en este caso chinos, se han lanzado a la piscina y ya dicen que los del grupo 0 están protegidos, ¿cómo y por qué? ni idea, pero las estadísticas están ahí, así que algo tendrá que ver.
Una vez más yo recurro a esa frase que se nos graba a fuego a los que manejamos estadísticas para que no se nos cuele ningún error: correlación no implica causalidad.
He intentado averiguar algo más de cómo se han hecho esas estadísticas y cómo se han manejado algunos parámetros, pero no he tenido mucho éxito. La cosa está poco clara, algo que, viniendo de China y visto lo visto, tampoco debería sorprendernos. A mí me gustaría saber si se ha tenido en cuenta que el grupo sanguíneo mayoritario en la población (me refiero englobando a todos los grupos raciales del planeta) es el A y, por el contrario, el grupo 0 es el que menos gente tiene. Por tanto, si hay más personas con el grupo A, lo normal es que haya más infectados con este grupo que con el 0, que son menos. Es de cajón y de primero de matemáticas.

TEORÍA 3. Melatonina, la hormona prodigiosa.
Vamos con la tercera teoría, y que conste que a mí esta me parece algo más seria que las dos anteriores.
Se está hablando entre los virólogos y otra gente extraña que la melatonina podría proteger frente al coronavirus. Además, este conjunto de personas raras lo avisa con titulares de lo más grandilocuentes: La melatonina, guardián del cerebro frente al coronavirus (este titular se pudo leer en una web bastante rigurosa de divulgación científica).
A estas alturas se ha visto con claridad que entre los múltiples efectos devastadores del coronavirus se encuentra un importante daño en el sistema nervioso. El síntoma de perder el olfato que tanto ha alucinado a propios y extraños es una consecuencia de que el virus llega hasta el nervio olfativo y lo afecta. Se ha constatado, sin ningún género de dudas, que la Covid-19 provoca trastornos neurológicos.
Bueno, pues resulta que la melatonina podría servir para proteger nuestro sistema nervioso.
Pero ¿qué es la melatonina?
La melatonina es una hormona que tienen muchos seres vivos, entre los que estamos los humanos. Regula un montón de procesos fisiológicos, pero el más conocido, y por el que se la echa de menos cuando tenemos poca, es el de regular el sueño.
Esta hormona disminuye sensiblemente con la edad, por eso los ancianos, y los no tan ancianos, suelen dormir poco, o menos que los jóvenes. Que el coronavirus afecte a los más ancianos y que estos tengan menos melatonina ha despertado el interés de algunos científicos, pero yo, que soy muy pesada, sigo con mi cantinela: correlación no implica causalidad.
Sin embargo, en esta teoría hay elementos que le dan visos de poder ser real. Hay estudios que avalan que la melatonina regula la actividad de un tipo de linfocitos (células del sistema inmune) y, por tanto, podría evitar la llegada del coronavirus al sistema nervioso. Esta hormona, además, se pasea libremente por el cerebro (por un tema de permeabilidad al traspasar la barrera hematoencefálica, es decir, pasa de sangre a encéfalo con facilidad), y ahí, en el cerebro, ejerce una actividad antiinflamatoria y antioxidante que es bienvenida cuando el virus está puteando porque este inflama y oxida mogollón.
Además de la correlación niveles de melatonina-edad y susceptibilidad para agarrar el virus, la explicación a nivel de receptores de membrana que sustentan la actividad protectora de la melatonina podría poner en la lista de creíbles a esta teoría.

Hay más teorías circulando por ahí sin demasiada base científica. Yo creo que son fruto del agobio por la pandemia y por el bombardeo de datos que se obtienen y que hacen que algunos científicos se vengan arriba y se pongan a especular sin mucho rigor. La poca fiabilidad de estas teorías a mí me da, además de inseguridad, la sensación de que se está echando a suertes a ver a quién le toca pillar el virus, una probabilidad que se rige por el sistema del pinto, pinto, gorgorito.
En cualquier caso, la experiencia y el paso del tiempo irán aportando más datos y más informaciones, y esperemos que sean rigurosas y bien sustentadas, porque a la luz de esto que acabo de contar yo podría sacar conclusiones erróneas. Resulta que una servidora tiene grupo sanguíneo 0, duermo como un lirón (lo que se supone implica que tengo niveles de melatonina elevados), soy mujer y no estoy calva. Según lo que acabo de contar más arriba yo no tengo muchas probabilidades de agarrar el virus, pero como yo no me fío ni de mi sombra y mucho menos de este virus del demonio, seguiré lavándome las manos con asiduidad, respetando las distancias y protegiendo a los demás y a mí misma.
Más vale prevenir que curar (el coronavirus). A cuidarse toca.

P.D. Por si alguno está pensando en tomar suplementos de melatonina, que los hay en las farmacias, que tenga mucho cuidado, si el organismo ve que tiene melatonina deja de sintetizarla. El problema de esta sustancia es que crea dependencia a largo plazo (si uno pierde/disminuye la capacidad de producir melatonina dependerá de la administración externa). Está indicada en tratamientos puntuales y mientras el problema base que provoca los descensos de esta hormona se corrige.



viernes, 5 de junio de 2020

Covid-19: antología de disparates


El virus de la Covid-19 tiene múltiples maneras de hacer daño en el organismo, y también son muchos los síntomas que manifiesta. De todas formas, hay un síntoma, o quizás un daño orgánico (no lo tengo claro), que no se está valorando en el estudio de este coronavirus tan puñetero, y es que no he oído a nadie entendido en el tema afirmando que el virus ataca el entendimiento y el sentido común, y algo debe de hacer a ese nivel porque todo lo que viene a continuación no tendría explicación en una mente sana.
Son muchos los disparates que se han dicho a cuenta del coronavirus, sería imposible ponerlos todos, así que he hecho una pequeña selección.
Muchos de esos dislates han venido de los políticos, pero en esos casos puede que no todo sea culpa del virus porque la mayoría de esos tipos ya eran unos tarados antes de la pandemia.
Trump es uno de esos políticos. Este señor es un crack lanzando perlas de todo tipo y sobre cualquier tema y, claro, con el coronavirus pues no iba a ser menos. Cuando los científicos aún no lo tenían muy claro y estaban evaluando la eficacia de la cloroquina en el tratamiento de la Covid-19, él se lanzó a la piscina y proclamó a los cuatro vientos que era el fármaco milagroso que curaba la infección. El efecto inmediato fue que la medicina, que se dispensaba en las farmacias para tratar enfermedades de tipo reumatoide, se acabó en cuestión de horas y quienes se quedaron sin sus comprimidos de cloroquina acudieron a otros productos donde aparecían derivados de esta sustancia, como un líquido para desinfectar piscinas que un matrimonio decidió beberse como si de un jarabe se tratara (uno de ellos falleció y el otro ingresó en la UCI con lesiones graves).
Pero lo mejor estaba por llegar. El día que, en una rueda de prensa, sugirió inyectar desinfectante a los enfermos o introducir en su interior luz ya que la radiación ultravioleta servía para acabar con el virus… aquello fue la repanocha. Recuerdo la cara de una de sus asesoras científicas que estaba con él en aquella rueda de prensa y a la que miró buscando aprobación a su genial idea. La pobre mujer no sabía dónde meterse. De aquella ocurrencia hubo que lamentar más de doscientos estadounidenses intoxicados por ingerir lejía en sus casas.
En nuestro suelo patrio también tenemos unos cuantos dirigentes que se han cubierto de gloria opinando con este virus. La presidenta de la Comunidad de Madrid llegó a decir que la enfermedad apareció en diciembre (cosa que es cierta) porque la ‘d’ de Covid-19 es por ‘diciembre’ (cosa que no es cierta porque esa ‘d’ es por ‘disease’, enfermedad en inglés). Otra de las perlas de esta señora fue cuando dijo que se veía venir lo que iba a pasar porque el virus venía de China y, cito textualmente, «no tenemos una sola goma del pelo que no sea Made in China». Desde que dijo eso, no he vuelto a hacerme una coleta no vaya a ser que me contagie por peinarme así.
Pero dejemos a los políticos porque, como ya he comentado, que digan tonterías es algo habitual y en este caso no iba a ser diferente, así que no tiene mérito.
Al inicio de la pandemia, y cuando todos estábamos más perdidos que un pulpo en un garaje, empezaron a circular consejos por las redes sociales para afrontar lo que se nos venía encima. Ante la duda que se nos planteó a todos de si estaríamos infectados o no, y ante la escasez de pruebas para diagnosticarnos, hubo gente (no sé si con buena o mala intención) que nos sugirió algunos métodos de andar por casa.
Uno de ellos consistía en aguantar la respiración diez segundos: si lo hacías sin problemas no tenías el virus, si no conseguías estar ese tiempo sin respirar, entonces sí. Cuando me enteré de este método tan simple para detectar neumonías yo me dije: «Y los idiotas que gestionan los hospitales gastándose fortunas en espirómetros y aparatos de rayos X para ver los pulmones. Qué despilfarro más tonto».
De todas formas, y sin dar ningún tipo de validez a este método, hay que puntualizar que una de las pruebas que hacían los chinos cuando seguían la evolución de los dados de alta tras pasar la enfermedad y estaban bajo observación en los lugares donde estaban confinados, consistía en obligarles a hacer una especie de aerobic muy flojito para, después de esos minutos de baile-ejercicio, preguntarles si habían conseguido ejecutar el ejercicio por completo o habían tenido que abandonar por quedarse sin resuello. A los que decían que no habían podido terminar el ejercicio, se los llevaban de nuevo al hospital (supongo que ahí ya les harían la placa de tórax pertinente).
Otra idea de bombero que circuló por algunos sitios fue la de darle la vuelta a la mascarilla quirúrgica para así convertirla en protectora para el que la lleva y no para proteger al prójimo. El razonamiento se basaba en que si ese tipo de mascarillas evita que nuestra saliva y otras secreciones naso-bucales puedan infectar al vecino de al lado, pero no impide que las del vecino nos infecten a nosotros, si le damos la vuelta, será al revés. El razonamiento es totalmente erróneo porque el entramado del material de esas mascarillas no evita que pase el virus (muchísimo más pequeño y que puede filtrarse entre los huecos de la tela), ni en un sentido ni en otro. Lo que evita es que nuestras gotas de saliva (donde «viaja» el virus) no lleguen tan lejos como lo harían si no lleváramos nada, algo que protege al posible receptor de nuestras secreciones. Si queremos estar protegidos es necesario que el vecino se ponga su propia mascarilla y ya está, todos felices y contentos.
Entre las barbaridades que se están difundiendo a cuenta de la pandemia, hay algunas que pueden ser muy peligrosas (y si no que se lo pregunten a los que se metieron un lingotazo de lejía en EEUU). En algunos locales, y para dar una sensación de seguridad a los clientes, se han instalado en las entradas unos arcos que liberan al paso de la persona que va a acceder al establecimiento, ozono y radiación ultravioleta.
Vamos a ver, bajo ningún concepto se puede fumigar a las personas. El ozono es un potente oxidante que se carga, entre otras cosas, las membranas de las células; en el caso de los virus, rompe esa cubierta lipídica que lo recubre y así el virus queda inactivo. Algo parecido pasa con la luz ultravioleta. El problema es que ni el ozono ni la luz ultravioleta saben distinguir si las membranas pertenecen a virus o a las células de las personas, con lo que esos productos son súper peligrosos y pueden provocar graves daños.
En otros casos, los remedios disparatados solo buscan timar al consumidor, algo que está muy feo, aunque no sea peligroso para la salud. Cierta empresa española está publicitando unos colchones que eliminan el coronavirus en cuestión de horas. Para impactar más, añaden que sus fibras contienen nanopartículas de plata y que su eficacia está certificada por el Instituto Europeo de Calidad del Sueño. Con estos datos cualquiera daría una pequeña fortuna, que es lo que cuestan, por hacerse con uno de esos colchones. Cuando yo me enteré de esto me dije «Caray, pues en los hospitales se van a ahorrar un tiempo precioso en desinfectar habitaciones. Además, que de ahora en adelante hagan todos los EPIs con nanopartículas de plata y se soluciona el problema de reemplazar los equipos.»
Pero, si uno rasca un poco, se encuentra con la dura realidad. Para empezar, el instituto que certifica el colchón resulta que se montó con el capital de un grupo dedicado a fabricar colchones y no tiene ninguna acreditación oficial. De hecho, no hay un solo estudio científico que avale la supuesta acción antivírica del colchón de marras. O sea, que el certificado que acompaña al colchón vale lo mismo que un billete de dos euros, y eso de que elimina el virus en unas horas… nasti de plasti.
Otro de los remedios milagrosos que circulan por ahí es una sustancia que si se extiende por una superficie supuestamente contaminada, al pasar un haz de luz emite un color que avisa de la presencia del Covid-19. Algo así como lo que estamos acostumbrados a ver en las películas policíacas para ver rastros de sangre o restos biológicos: se pasa una torunda con luminol y luego una lámpara de luz ultravioleta nos avisa si hay o no sangre. En medios serios dicen que la cosa es verdad, pero a mí no me cuadran los datos porque aún se sigue empleando la PCR incluso para detectar presencia del virus en superficies, así que creo que esto está (puede que de momento) en el apartado de la ciencia ficción, aunque en ciencia, la palabra imposible se utiliza más bien poco.
En fin, olvidemos a tanto iluminado, famoso o desconocido, porque con este tipo de ocurrencias está claro que si no tenemos cuidado y nos dejamos llevar por las recomendaciones de estos cantamañanas, es peor el remedio que la enfermedad.