sábado, 19 de septiembre de 2020

Como el perro y el gato (Segunda Parte)

 

En la anterior entrega hablamos de perros, los de Paulov, ahora vamos a hablar de un gato, el de Schrödinger. Pero antes de meternos con el minino vamos a hablar de física atómica, pero a nivel muy, muy básico, que nadie se me asuste.

El primero en hablar de átomos fue Demócrito, un filósofo y matemático griego que vivió en el siglo V a.C. Este hombre ya teorizó sobre la composición de la materia, pero lo hizo de manera difusa y poco concreta; teniendo en cuenta que la tecnología aún no existía, el buen hombre bastante hizo.

Para profundizar en el tema hubo que esperar hasta el siglo XIX, cuando Dalton, un químico-matemático-naturalista británico, dijo que los átomos eran la unidad más pequeña que formaba la materia. Ya en el siglo XX, el científico también británico Thomson dijo que el átomo no era la unidad más pequeña, pues los átomos estaban formados por una masa y otras partículas más chiquititas y “pegadas” a esa masa, que eran los electrones ―este señor se imaginaba los átomos como las galletas con trocitos de chocolate donde esos trocitos serían los electrones―. Rutherford, un físico de Nueva Zelanda, especificó algo más: los átomos estaban compuestos por un núcleo muy pequeño donde se encuentra casi toda la masa y además tiene carga positiva, más una nube de electrones que están cargados negativamente y que contrarrestan la carga del núcleo. Otro físico (ya no pongo el nombre para no agobiar), un poco después descubrió que en el núcleo había otras partículas, sin carga, llamadas neutrones.

Por tanto, básicamente, y en los inicios de la física atómica, los átomos están compuestos por un núcleo donde están los neutrones (partículas sin carga) y los protones (las partículas cargadas positivamente) y “alrededor” de ese núcleo, están pululando los electrones (partículas con carga negativa).

Durante muchos años esto fue lo que imperó. No había partículas más pequeñas que estas tres partículas subatómicas. Ahora la cosa ha cambiado mucho, hay mogollón de partículas muuucho más pequeñas, pero yo no voy a hablar de ellas. Para explicar lo del gato, con esto es más que suficiente.

En los años veinte del siglo pasado, un físico danés, Bohr (no confundir con Borg, el tenista sueco) dijo que los electrones que pululaban alrededor del núcleo lo hacían en órbitas concéntricas, algo parecido a los planetas cuando dan vueltas alrededor del sol. Y aunque ya avanzó que los electrones no se movían a tontas y a locas por cualquier sitio alrededor del núcleo, él pensaba que estaban bien localizados.

Pero, luego vino Heisenberg, un físico teórico alemán (no confundir con el protagonista de la serie Breaking Bad), y enuncia su principio de incertidumbre o de indeterminación, que viene a decir que no podemos saber a la vez dónde se encuentra un electrón y a qué velocidad está orbitando alrededor de un núcleo. O se averigua una cosa, o la otra, pero las dos no. Además, el principio de indeterminación sugiere que tanto la velocidad como la posición se encuentran «en estado de superposición».

¿No lo entendéis bien? Bueno, no os preocupéis, es normal, a la mayoría de los mortales les pasa lo mismo. Recuerdo que cuando estudié este concepto en el instituto, pensé que el nombre ya anunciaba problemas, porque si una servidora ya es un poco zote con la física y se siente muy insegura, que te hablen de incertidumbre no ayuda nada.

Sigamos un poquito más, que el gato está al caer.

Estábamos con Heisenberg y su incertudidumbre, pues bien, entonces llega Schrödinger ―por fin― que era de Austria, de profesión físico y, además, ― tomad nota de esto porque es importante para lo del gato, ya lo veréis― fi-ló-so-fo. Este señor habló de los orbitales, es decir, unos lugares donde había una probabilidad grande de encontrar un electrón, lo que no quiere decir que lo encuentres, porque como va a mucha velocidad, cuando vas a verlo, ya se ha ido y no está allí (que me perdonen los puristas por la simplicidad, pero esto es la versión Disney).

Esta indeterminación, este no saber muy bien si es o no es, esto de sí pero no, es la esencia de la llamada física cuántica. No me voy a meter en más profundidades sobre este tipo de física, no por deferencia hacia mis lectores sino porque yo misma no la entiendo muy bien, para qué os voy a engañar.

Tras esta leve introducción ―para el que no se crea que lo que he contado ha sido leve, puede ir a consultar un libro sobre mecánica cuántica y comprobará lo que vale un peine―, vamos con el gato.

Schrödinger planteó un sistema, o un experimento teórico. El experimento de este señor consistía en meter un gato, el gato de Schrödinger , en una caja cerrada y opaca, o sea, nosotros no vemos nada de lo que pasa en el interior. Además del gato, en la caja hay una botella llena de gas venenoso y un dispositivo que tiene una partícula radiactiva con un 50% de probabilidad de desintegrarse tras pasar un tiempo determinado, de manera que, si la partícula se desintegra, la botella suelta el veneno y el gato la espicha, pero si la partícula no se desintegra, el veneno no se libera y el gato se salva.

Cuando el tiempo estimado para que la partícula se active o no, ha pasado, hay dos posibilidades:

A.    La partícula se ha activado, se ha liberado el veneno, el gato se muere.

B.    La partícula no se ha activado, el veneno no se ha liberado, el gato vive.

Bueno, esto es lo que se espera con la física tradicional, pero la física cuántica nos dice que las dos cosas son ciertas, por ese «estado de superposición» del que hablé antes. Es decir, según Schrödinger, el gato está muerto y vivo a la vez. ¡Toma ya! 

No obstante, una persona lógica y normal, podría pensar:  «Vamos a abrir la caja y a ver qué ha pasado», y al abrir la caja nos podemos encontrar dos cosas:

A.    El gato está muerto.

B.     El gato está vivo.

Asunto resuelto.

Pues no, no está resuelto el problema porque en el momento de abrir la caja, estamos interactuando con el sistema y ya hemos influido en el resultado. En realidad, y siguiendo lo principios de la mecánica cuántica, hemos “pillado” al gato en una de las dos situaciones.

Por tanto, según la mecánica cuántica, el gato está vivo y muerto a la vez. Raro, ¿verdad? Bueno, ya os avisé que Schrödinger además de físico era filósofo, ahí lo dejo, porque para mí solo alguien que puede elucubrar y abstraerse como lo hace un amante de la filosofía es capaz de aceptar esa explicación por mucho que la sustente en principios físicos.

No obstante, si os habéis quedado estupefactos por esa dualidad de estar vivo y muerto a la vez, no os hagáis mala sangre. Podéis hacer algo parecido a lo que hago yo que, a lo largo de mi trayectoria académica, me he topado con axiomas, conceptos y teorías difíciles de entender y acabé por tomar una posición determinada: recurrir a la fe. Es decir, cuando no entiendo nada, me lo creo y ya está (y me lo aprendo de memoria por si me cae en el examen). No hay que darle más vueltas, no merece la pena.




 


 

 

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Como el perro y el gato (Primera Parte)


De vuelta de un verano atípico por la situación excepcional que estamos viviendo, este blog regresa con energía renovada y con un firme propósito: hablar lo menos posible del coronavirus (aunque algo caerá).
Como todos estamos aún resacosos del periodo vacacional donde, el que más o el que menos, se ha dedicado a vaguear, empiezo este nuevo curso hablando de animalitos célebres en ciencia.
Son muchos los perros y los gatos protagonistas de historias más o menos famosas: Lassie, Rin-Tin-Tin, o Niebla, dentro de los cánidos, y Garfield, Silvestre o Hello Kitty entre los felinos. Pero todos estos animales son ficticios. Los gatos y perros sobre los que hablaré en esta publicación y en la siguiente son reales aunque no tengan un nombre propio porque el que recibieron fue el del investigador que los empleó para llevar a cabo la demostración de sus teorías científicas. Me estoy refiriendo al perro de Páulov y al gato de Schrödinger, donde los nombres corresponden a dos científicos que desarrollaron sendas teorías utilizando (más o menos en el caso del gato, ya lo veremos) a esos animalitos.
Ahora, y para no empezar demasiado fuerte, me centraré en el caso del perro, el de Páulov y al minino de Schrödinger lo dejaré para la próxima publicación cuando estemos todos algo más despejados que lo vamos a necesitar.

Iván Páulov fue un fisiólogo ruso que recibió el Nobel de Medicina en 1904 gracias a sus experimentos con perros (se habla de el perro de Páulov, pero lo cierto es que fueron varios). El trabajo de este científico se basó en constatar la existencia del llamado «condicionamiento clásico».
Antes de seguir con el ruso y sus experimentos, debemos remontarnos un poco más en el tiempo, hasta Aristóteles cuando enunció la «ley de contigüidad» y que viene a decir: «Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente».
Páulov vino a demostrar esto, pero de una manera más científica y sustentada. Este fisiólogo sabía (porque para eso era fisiólogo) que cuando a un perro se le muestra comida, este empieza a salivar: su sistema reacciona ante la presencia de un alimento para poder digerirlo convenientemente y la saliva es uno de los componentes necesarios. En este caso, la respuesta a un estímulo (presencia de comida) no es condicionada porque el organismo reacciona de manera “fisiológica”: hay comida, voy a comer, necesito saliva, pues salivo (sería más o menos el discurrir ‘fisiológico’ del perro en cuestión).
Pero Páulov fue un poco más allá. Él pensó que si introducía otro elemento que nada tuviera que ver con el acto de comer quizás se podría asociar a un acto que sí lo tuviera. Me explico.
El ruso se dedicó a hacer sonar una campana al mismo tiempo que presentaba la comida a los perros. Estos al ver el alimento empezaban a salivar, como era de esperar, pero llegó un momento en que Páulov solo hacía sonar la campana, sin ir acompañado el sonido con la presencia de comida, y los chuchos también salivaban. Es decir, el sonido de la campana incitaba la salivación cuando estos dos hechos nada tenían que ver entre sí desde un punto de vista fisiológico.
Páulov también comprobó que esta respuesta condicionada tenía fecha de caducidad: se extingue. Si después de un tiempo, la campanilla suena, pero ya no aparece comida nunca, el perro deja de salivar, o sea, que al principio le engañaban pero luego, al ver que la manduca no venía detrás, dejaba de producir saliva, para qué, si ya se había aprendido que la campana no avisaba la llegada de comida.
Todo esto ocurría en animales, concretamente en perros, pero ¿y en los humanos? ¿existiría también la respuesta condicionada?
En los años veinte del siglo pasado, en una universidad de Estados Unidos, dos investigadores, una mujer y un hombre llamados Reyner y Watson respectivamente, experimentaron con un niño de once meses llamado Albert. Dado su nombre y la edad del sujeto, se llamó a la prueba y en un alarde de originalidad «El experimento del pequeño Albert».
A este bebé se le presentó primero una rata (era una rata de laboratorio, es decir, un animal libre de enfermedades, más o menos; nada que ver con las ratas de alcantarilla), y el niño no tuvo signos de miedo ni de aprensión hacia el animal. Luego, hicieron sonar un martillo contra una chapa de metal, el sonido tan fuerte sí que asustó al pequeño que se echó a llorar en cuanto sus tiernos oídos fueron así maltratados. Durante varias sesiones, al nene le ponían delante la rata acompañada del ruido fuerte, y el infante se ponía a llorar a moco tendido. Llegó un momento en que solo le presentaban la rata sin el fuerte ruido, pero el niño lloraba igualmente. Es decir, el niño asociaba la presencia de la rata con el ruido molesto y asustadizo por lo que se echaba a llorar: la respuesta de llorar estaba condicionada por un estímulo que no le daba miedo, la rata. El experimento fue más allá, al pobre bebé, cuando le ponían delante cualquier otro animal peludo (un perro, un gato o un conejo) lloraba también.
En el caso del pequeño Albert no se continuó el experimento para averiguar si, al igual que pasaba con los perros de Páulov, con el tiempo la respuesta condicionada se extinguía (dicen que la madre de la criatura se lo llevó maldiciendo a todos lo científicos de aquella universidad por hacer sufrir así a su pobre hijito). Como no se pudo terminar el experimento no se sabe si Albert arrastró durante toda su vida un miedo visceral a todo bicho peludo asociando su presencia a un ruido inaguantable. Solo como aclaración: un experimento de ese calibre no se podría haber hecho hoy en día por algo que se llama «protección a la infancia» y porque UNICEF y unos cuantos organismos más habrían metido en la cárcel a los investigadores correspondientes.
De todas formas, con Albert o sin él, sí se sabe que la respuesta condicionada existe en humanos, detrás de ella se encuentra la aparición de náuseas en pacientes sometidos a muchas sesiones de quimioterapia que tienen ganas de vomitar solo con entrar en la sala de oncología, o determinadas fobias que activan respuestas somáticas ante la aparición de elementos asociados a experiencias traumáticas.
Una servidora también tiene su propia constatación de la respuesta condicionada: me leí el Ulises de Joyce y fue tal el sopor que sufrí durante su lectura que ahora es oír el nombre del autor y empiezo a bostezar automáticamente.
Bueno, aquí termina la primera parte de esta entrada doble de perros y gatos. Solo añadir que hubo más perros famosos por su contribución a la ciencia, no siempre como animales de experimentación (por ejemplo, Balto, el husky que llevó la vacuna contra la difteria a Alaska y que algún día tendrá su espacio en este blog), pero hoy nos quedamos con el (los) de Páulov.
En la segunda parte hablaremos de los mininos, en concreto de uno que no se sabe si está vivo o muerto: el gato de Schrödinger. Pero esa es otra historia algo más difícil de explicar, lo dejamos para dentro de dos semanas y aviso: preparaos que la cosa tiene miga.