En la anterior entrega hablamos de perros, los de Paulov, ahora vamos a hablar de un gato, el de Schrödinger. Pero antes de meternos con el minino vamos a hablar de física atómica, pero a nivel muy, muy básico, que nadie se me asuste.
El primero en hablar de átomos fue Demócrito, un filósofo y matemático
griego que vivió en el siglo V a.C. Este hombre ya teorizó sobre la composición
de la materia, pero lo hizo de manera difusa y poco concreta; teniendo en
cuenta que la tecnología aún no existía, el buen hombre bastante hizo.
Para profundizar en el tema hubo que esperar hasta el siglo XIX, cuando Dalton,
un químico-matemático-naturalista británico, dijo que los átomos eran la unidad
más pequeña que formaba la materia. Ya en el siglo XX, el científico también
británico Thomson dijo que el átomo no era la unidad más pequeña, pues
los átomos estaban formados por una masa y otras partículas más chiquititas y “pegadas”
a esa masa, que eran los electrones ―este señor se imaginaba los átomos como
las galletas con trocitos de chocolate donde esos trocitos serían los electrones―.
Rutherford, un físico de Nueva Zelanda, especificó algo más: los átomos
estaban compuestos por un núcleo muy pequeño donde se encuentra casi toda la
masa y además tiene carga positiva, más una nube de electrones que están
cargados negativamente y que contrarrestan la carga del núcleo. Otro físico (ya
no pongo el nombre para no agobiar), un poco después descubrió que en el núcleo
había otras partículas, sin carga, llamadas neutrones.
Por tanto, básicamente, y en los inicios de la física atómica, los
átomos están compuestos por un núcleo donde están los neutrones (partículas sin carga) y los protones
(las partículas cargadas positivamente) y “alrededor” de ese núcleo, están pululando
los electrones (partículas con carga negativa).
Durante muchos años esto fue lo que imperó. No había partículas más
pequeñas que estas tres partículas subatómicas. Ahora la cosa ha cambiado mucho,
hay mogollón de partículas muuucho más pequeñas, pero yo no voy a hablar de ellas.
Para explicar lo del gato, con esto es más que suficiente.
En los años veinte del siglo pasado, un físico danés, Bohr (no confundir
con Borg, el tenista sueco) dijo que los electrones que pululaban alrededor del
núcleo lo hacían en órbitas concéntricas, algo parecido a los planetas cuando
dan vueltas alrededor del sol. Y aunque ya avanzó que los electrones no se
movían a tontas y a locas por cualquier sitio alrededor del núcleo, él pensaba
que estaban bien localizados.
Pero, luego vino Heisenberg, un físico teórico alemán (no
confundir con el protagonista de la serie Breaking Bad), y enuncia su principio
de incertidumbre o de indeterminación, que viene a decir que no podemos saber a
la vez dónde se encuentra un electrón y a qué velocidad está orbitando alrededor
de un núcleo. O se averigua una cosa, o la otra, pero las dos no. Además, el
principio de indeterminación sugiere que tanto la velocidad como la posición se
encuentran «en estado de superposición».
¿No lo entendéis bien? Bueno, no os preocupéis, es normal, a la mayoría
de los mortales les pasa lo mismo. Recuerdo que cuando estudié este concepto en
el instituto, pensé que el nombre ya anunciaba problemas, porque si una
servidora ya es un poco zote con la física y se siente muy insegura, que te
hablen de incertidumbre no ayuda nada.
Sigamos un poquito más, que el gato está al caer.
Estábamos con Heisenberg y su incertudidumbre, pues bien, entonces llega
Schrödinger ―por fin― que era de Austria, de profesión físico y, además,
― tomad nota de esto porque es importante para lo del gato, ya lo veréis― fi-ló-so-fo.
Este señor habló de los orbitales, es decir, unos lugares donde había una
probabilidad grande de encontrar un electrón, lo que no quiere decir que lo
encuentres, porque como va a mucha velocidad, cuando vas a verlo, ya se ha ido
y no está allí (que me perdonen los puristas por la simplicidad, pero esto es
la versión Disney).
Esta indeterminación, este no saber muy bien si es o no es, esto de sí
pero no, es la esencia de la llamada física cuántica. No me voy a meter
en más profundidades sobre este tipo de física, no por deferencia hacia mis
lectores sino porque yo misma no la entiendo muy bien, para qué os voy a
engañar.
Tras esta leve introducción ―para el que no se crea que lo que he
contado ha sido leve, puede ir a consultar un libro sobre mecánica cuántica y comprobará
lo que vale un peine―, vamos con el gato.
Schrödinger planteó un sistema, o un experimento teórico. El experimento
de este señor consistía en meter un gato, el gato de Schrödinger , en una caja
cerrada y opaca, o sea, nosotros no vemos nada de lo que pasa en el interior.
Además del gato, en la caja hay una botella llena de gas venenoso y un
dispositivo que tiene una partícula radiactiva con un 50% de probabilidad de
desintegrarse tras pasar un tiempo determinado, de manera que, si la partícula
se desintegra, la botella suelta el veneno y el gato la espicha, pero si la
partícula no se desintegra, el veneno no se libera y el gato se salva.
Cuando el tiempo estimado para que la partícula se active o no, ha
pasado, hay dos posibilidades:
A.
La partícula se ha activado, se ha liberado el
veneno, el gato se muere.
B. La partícula no se ha activado, el veneno no se ha
liberado, el gato vive.
Bueno, esto es lo que se espera con la física tradicional, pero la
física cuántica nos dice que las dos cosas son ciertas, por ese «estado de
superposición» del que hablé antes. Es decir, según Schrödinger, el gato
está muerto y vivo a la vez. ¡Toma ya!
No obstante, una persona lógica y normal, podría pensar: «Vamos a abrir la caja y a ver qué ha pasado»,
y al abrir la caja nos podemos encontrar dos cosas:
A.
El gato está muerto.
B.
El gato está vivo.
Asunto resuelto.
Pues no, no está resuelto el problema porque en el momento de abrir la caja,
estamos interactuando con el sistema y ya hemos influido en el resultado. En realidad,
y siguiendo lo principios de la mecánica cuántica, hemos “pillado” al gato en
una de las dos situaciones.
Por tanto, según la mecánica cuántica, el gato está vivo y muerto a la
vez. Raro, ¿verdad? Bueno, ya os avisé que Schrödinger además de físico era
filósofo, ahí lo dejo, porque para mí solo alguien que puede elucubrar y
abstraerse como lo hace un amante de la filosofía es capaz de aceptar esa explicación
por mucho que la sustente en principios físicos.
No obstante, si os habéis quedado estupefactos por esa dualidad de estar
vivo y muerto a la vez, no os hagáis mala sangre. Podéis hacer algo parecido a
lo que hago yo que, a lo largo de mi trayectoria académica, me he topado con axiomas,
conceptos y teorías difíciles de entender y acabé por tomar una posición
determinada: recurrir a la fe. Es decir, cuando no entiendo nada, me lo creo y
ya está (y me lo aprendo de memoria por si me cae en el examen). No hay que
darle más vueltas, no merece la pena.