Elegir el nombre de según qué, siempre es difícil. Por
ejemplo, el de un hijo o hija. En estos casos siempre hay que ser cuidadoso,
porque ese nombre va a acompañar a la criaturita toda su vida, algo de lo que
no son conscientes algunos padres viendo las cosas que aparecen en algunos
registros civiles.
Pero, muchas veces, elegir el nombre del bebé en camino es
motivo de una gran preocupación y algunos progenitores se lo toman tan en
serio, y les suscita tantas dudas, que conozco un caso en que el niño a punto
estuvo de ser un ‘sin papeles’ porque la falta de decisión de sus padres hizo
que se pasara el plazo de inscripción como nuevo ciudadano.
Un nombre no es cosa baladí. Aunque yo no creo, como
algunos espiritualistas piensan, que el nombre defina a una persona, sí creo
que algunos nombres despiertan determinadas sensaciones en función de la
persona con la que lo asociamos. Yo tengo una vecina que es un auténtico
incordio, una señora de muy mal carácter y muy mala intención. Un auténtico
bicho, vaya. Pues, cuando conozco a alguien que se llama igual que ella, no
puedo evitar ponerme en guardia.
Estos días andamos todos con un nombre en la cabeza:
Gloria. La borrasca así llamada y que ha asolado media península ibérica ha
estado en boca de todos. Los destrozos han sido considerables y desde luego su
recuerdo no es nada glorioso. Así que el nombre no parece muy adecuado.
¿Quiénes se encargan de nombrar los huracanes, los
ciclones y las borrascas? O ¿qué criterios se emplean para bautizar estos fenomenos
atmosféricos? ¿Por qué algunos tienen nombre de mujer y otros de hombre? Es
más, ¿por qué se les pone nombre?
Pero antes de explicar el cómo y el porqué de esos
nombres, vamos primero con unas breves definiciones de meteorología.
Empezamos por la más sencilla: borrasca. Una borrasca
es una zona de baja presión. Son fáciles de identificar en un mapa
meteorológico porque se dibujan con una gran b mayúscula (b de borrasca, fácil
¿no?). ¿Y qué es una zona de baja presión? Pues es un lugar donde la presión
atmosférica es más baja que la del aire que está circulando. Cuando esto ocurre
se suelen generar fuertes vientos, cielos nubosos y precipitaciones. En función
de la intensidad y la cantidad de vientos y nubes, la borrasca es un fenómeno
más o menos pasable o la lía parda (como la última que nos ha visitado). Que haya
grandes cantidades de agua cerca (léase mares u océanos) influye, y mucho, en
la formación de las nubes y la cantidad de agua a jarrear.
Cuando dos masas de aire con temperaturas distintas se
encuentran se forma una tormenta. El contraste entre esas temperaturas
tan diferentes da lugar a fenómenos atmosféricos violentos en forma de lluvia,
truenos, rayos, granizo y mucho viento. Lo que viene a ser una tormenta de toda
la vida. Las tormentas se caracterizan también porque las corrientes de aire
describen una espiral que gira en el sentido contrario a las agujas del reloj
en el hemisferio norte y en dirección opuesta en el hemisferio sur.
Los huracanes, los ciclones y los tifones
se originan cuando hay bajas presiones, o sea, cuando hay una borrasca, y se consideran
fenómenos tormentosos, pero a lo bestia, caracterizándose además por algunas
peculiaridades como que en el centro suele haber un agujero donde las
condiciones son de calma y al que se le llama «ojo».
En estos tres fenómenos la velocidad del viento es mucho
mayor que la de una tormenta ‘corriente’, superando los 120 km/h y llegando
incluso a alcanzar los 400 km/h.
La diferencia entre huracanes, ciclones y tifones radica
en el lugar donde se dan. Los huracanes aparecen en el océano Atlántico occidental
y el océano Pacífico oriental, o sea, cerca de las costas del continente
americano. Los ciclones (tropicales) aparecen en el océano Índico y el Pacífico
sur. Mientras que los tifones dan la lata en el océano Pacífico occidental, o
sea, por China y alrededores.
Ahora hay otro término que se ha puesto en boga,
ciclogénesis explosiva. Para no hacer muy aburrida y pesada esta publicación,
simplificaré diciendo que es una borrasca que se forma de golpe y porrazo y
cuyos efectos son más fuertes por esa génesis brusca. O sea, una borrasca a lo
bruto.
Expuestos ya los conceptos básicos, pasemos a las
cuestiones de los nombres propios.
¿A qué viene eso de ponerles nombre?
Aunque la costumbre de nombrar a los huracanes nació en
las Antillas (se las denominaba con nombre del santo del día en que se daban como
una manera de diferenciarlas entre sí), Clement Wragge fue el primero al que se
le ocurrió poner nombres de persona a los ciclones a mediados del siglo XIX.
Este abogado británico metido a meteorólogo, primero empezó poniendo nombres de
personajes mitológicos (dicen que era muy espiritualista y estudioso de las
religiones), luego pasó a un plano más personal donde utilizaba los nombres de
políticos que no le caían bien (se ve que en aquella época la política cabreaba
igual que ahora) y al final utilizó solo nombres femeninos (el espiritualista
mitómano resultó ser un misógino).
¿Quién se encarga ahora de poner nombre a algunos
fenómenos meteorológicos? Pues son unos señores que se reúnen en Suiza (país
con muchos bancos, pero pocas tormentas explosivas por la falta de océanos
cerca) y que trabajan para la Organización Meteorológica Mundial (OMM, para
abreviar). Estos señores hacen unas listas de nombres donde se alternan los
nombres masculinos con los femeninos en perfecta y correcta paridad,
independientemente de si es un huracán, o una tormenta, y
siguiendo un riguroso orden alfabético. Así, después de un nombre masculino con
una inicial concreta, viene uno femenino con la siguiente letra del abecedario,
para luego seguir con otro masculino, etc. Las listas las hacen pensando en
cada año, y son distintas según el océano, el Atlántico tiene una y el Pacífico
otra.
Esto de alternar un nombre masculino con uno femenino no
siempre fue así. Ya hemos visto cómo a Clement Wragge se le vio el plumero al
usar solo nombres femeninos. Pero, además, en Estados Unidos hasta mediado el
siglo XX, también llamaban a los huracanes siempre con nombres de mujer (aún
quedaba mucho para el «me too»). En los años ochenta la OMM decidió la
alternancia que se sigue empleando en la actualidad.
No he conseguido averiguar qué criterios siguen estos
señores y señoras para poner un nombre u otro. Por ejemplo, si entre los
masculinos abundan los de vecinos molestos y entre los femeninos los de las
suegras, o qué.
Hay un estudio de dudosa validez donde se analizan las
consecuencias de los huracanes y dice que los que llevan nombre femenino suelen
ser más devastadores que los que tienen nombre masculino, provocando un mayor
número de muertes. Si tengo dudas sobre la validez de este estudio no es por el
rigor de los datos, las estadísticas están ahí. Me surgen dudas porque el
motivo que se alega para explicar esos datos se basa en que la población cuando
sabe que el huracán que se avecina tiene nombre de mujer toma menos
precauciones que si tiene un nombre masculino. O lo que es lo mismo: no tienen
respeto a las mujeres. No tengo claro cómo interpretar estas conclusiones, la
verdad. No sé si echarme a reír o a llorar.
Según otros investigadores, algo más abiertos de mente y
con mejores conocimientos de matemáticas, la explicación de por qué los más
devastadores huracanes/tormentas/borrascas suelen tener nombre de mujer se basa
en que hasta los años ochenta del siglo pasado TODOS los huracanes tenían
nombre femenino y desde hace relativamente poco los nombres masculinos también
reparten lluvias y vientos, por lo que las ocasiones de cargarse al personal han
sido menores.
Bien, antes se ha comentado que hay listas para el
Atlántico occidental y para el Pacífico, pero ¿qué pasa con el resto del
Atlántico (el que nos afecta a nosotros)? En nuestro suelo patrio quienes se
encargan de poner nombres a las borrascas (aquí, y de momento, no hay huracanes/ciclones/tifones)
son los meteorólogos de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET, para
abreviar) junto a sus homólogas francesas y portuguesas. En principio se
encargan de «bautizar las borrascas profundas de carácter atlántico que afectan
a España, Francia y Portugal» aunque la última donde ha estado fastidiando ha sido en el Mediterráneo.
Con este mar andan todos los climatólogos más perdidos que
un pulpo en un garaje. Que un mar relativamente tranquilo haya desarrollado un
poder tan destructor como el de esta última semana, nos tiene a todos con la
boca abierta. Es tal el desconcierto que ya empiezan a acuñar un nuevo término:
medicán (mediterráneo-huracán). Detrás de esta salida de tono de
nuestro Mare Nostrum (valga la redundancia), se encuentra el cambio climático.
El pasado mes de diciembre, las playas de la comunidad valenciana tuvieron
bañistas como si del mes de junio se tratara, las altas temperaturas invitaban
al baño y al cachondeo playero. Bueno, ese calor hizo evaporar grandes
cantidades de agua que al toparse con temperaturas frías acordes al invierno
formaron la borrasca Gloria que fue tan borrascosa (valga la redundancia) porque, además, un anticiclón se instaló en las islas británicas (para regocijo y alborozo de los british que tuvieron unas temperaturas cálidas con sol y todo).
Esta sería la explicación técnica, pero yo, como me gustan
mucho las alegorías, tengo otra: el mar Mediterráneo se ha cabreado, se le ha
agotado la paciencia y harto de que le echemos tanta basura y porquería ha
decidido darnos una lección en plan «¡Ya está bien, colegas! ¡Os váis a
enterar!».
Tampoco he conseguido averiguar en qué se basan para poner
nombres los meteorólogos hispano-franco-portugueses. Es posible que Gloria sea
el nombre de una exnovia de alguno de la AEMET, o la tía tacaña de algún
climatologo portugués. Quien sabe.
Sea cual sea el motivo o la razón del nombre, es
preocupante lo que está pasando. Y esto solo acaba de empezar. Yo estoy muy
asustada, especialmente con la próxima que, aunque aún no se sabe cuándo vendrá
sí se sabe cómo se va a llamar: Hervé.
Hervé es un nombre gabacho y me da que cargado de
alegoría. Si hace honor al espíritu bronco de aquellas tierras galas, ya nos
podemos preparar. Recordad cómo se las gastaban Asterix y Obélix, la que se lió
con la Revolución Francesa, o la que montaron los de los chalecos amarillos. Al
loro con Hervé cuando llegue. Que Robespierre nos pille confesados.