domingo, 26 de enero de 2020

Tormenta, tienes nombre de mujer (pero no siempre)



Elegir el nombre de según qué, siempre es difícil. Por ejemplo, el de un hijo o hija. En estos casos siempre hay que ser cuidadoso, porque ese nombre va a acompañar a la criaturita toda su vida, algo de lo que no son conscientes algunos padres viendo las cosas que aparecen en algunos registros civiles.
Pero, muchas veces, elegir el nombre del bebé en camino es motivo de una gran preocupación y algunos progenitores se lo toman tan en serio, y les suscita tantas dudas, que conozco un caso en que el niño a punto estuvo de ser un ‘sin papeles’ porque la falta de decisión de sus padres hizo que se pasara el plazo de inscripción como nuevo ciudadano.
Un nombre no es cosa baladí. Aunque yo no creo, como algunos espiritualistas piensan, que el nombre defina a una persona, sí creo que algunos nombres despiertan determinadas sensaciones en función de la persona con la que lo asociamos. Yo tengo una vecina que es un auténtico incordio, una señora de muy mal carácter y muy mala intención. Un auténtico bicho, vaya. Pues, cuando conozco a alguien que se llama igual que ella, no puedo evitar ponerme en guardia.
Estos días andamos todos con un nombre en la cabeza: Gloria. La borrasca así llamada y que ha asolado media península ibérica ha estado en boca de todos. Los destrozos han sido considerables y desde luego su recuerdo no es nada glorioso. Así que el nombre no parece muy adecuado.
¿Quiénes se encargan de nombrar los huracanes, los ciclones y las borrascas? O ¿qué criterios se emplean para bautizar estos fenomenos atmosféricos? ¿Por qué algunos tienen nombre de mujer y otros de hombre? Es más, ¿por qué se les pone nombre?
Pero antes de explicar el cómo y el porqué de esos nombres, vamos primero con unas breves definiciones de meteorología.
Empezamos por la más sencilla: borrasca. Una borrasca es una zona de baja presión. Son fáciles de identificar en un mapa meteorológico porque se dibujan con una gran b mayúscula (b de borrasca, fácil ¿no?). ¿Y qué es una zona de baja presión? Pues es un lugar donde la presión atmosférica es más baja que la del aire que está circulando. Cuando esto ocurre se suelen generar fuertes vientos, cielos nubosos y precipitaciones. En función de la intensidad y la cantidad de vientos y nubes, la borrasca es un fenómeno más o menos pasable o la lía parda (como la última que nos ha visitado). Que haya grandes cantidades de agua cerca (léase mares u océanos) influye, y mucho, en la formación de las nubes y la cantidad de agua a jarrear.
Cuando dos masas de aire con temperaturas distintas se encuentran se forma una tormenta. El contraste entre esas temperaturas tan diferentes da lugar a fenómenos atmosféricos violentos en forma de lluvia, truenos, rayos, granizo y mucho viento. Lo que viene a ser una tormenta de toda la vida. Las tormentas se caracterizan también porque las corrientes de aire describen una espiral que gira en el sentido contrario a las agujas del reloj en el hemisferio norte y en dirección opuesta en el hemisferio sur.
Los huracanes, los ciclones y los tifones se originan cuando hay bajas presiones, o sea, cuando hay una borrasca, y se consideran fenómenos tormentosos, pero a lo bestia, caracterizándose además por algunas peculiaridades como que en el centro suele haber un agujero donde las condiciones son de calma y al que se le llama «ojo».
En estos tres fenómenos la velocidad del viento es mucho mayor que la de una tormenta ‘corriente’, superando los 120 km/h y llegando incluso a alcanzar los 400 km/h.
La diferencia entre huracanes, ciclones y tifones radica en el lugar donde se dan. Los huracanes aparecen en el océano Atlántico occidental y el océano Pacífico oriental, o sea, cerca de las costas del continente americano. Los ciclones (tropicales) aparecen en el océano Índico y el Pacífico sur. Mientras que los tifones dan la lata en el océano Pacífico occidental, o sea, por China y alrededores.
Ahora hay otro término que se ha puesto en boga, ciclogénesis explosiva. Para no hacer muy aburrida y pesada esta publicación, simplificaré diciendo que es una borrasca que se forma de golpe y porrazo y cuyos efectos son más fuertes por esa génesis brusca. O sea, una borrasca a lo bruto.
Expuestos ya los conceptos básicos, pasemos a las cuestiones de los nombres propios.
¿A qué viene eso de ponerles nombre?
Aunque la costumbre de nombrar a los huracanes nació en las Antillas (se las denominaba con nombre del santo del día en que se daban como una manera de diferenciarlas entre sí), Clement Wragge fue el primero al que se le ocurrió poner nombres de persona a los ciclones a mediados del siglo XIX. Este abogado británico metido a meteorólogo, primero empezó poniendo nombres de personajes mitológicos (dicen que era muy espiritualista y estudioso de las religiones), luego pasó a un plano más personal donde utilizaba los nombres de políticos que no le caían bien (se ve que en aquella época la política cabreaba igual que ahora) y al final utilizó solo nombres femeninos (el espiritualista mitómano resultó ser un misógino).
¿Quién se encarga ahora de poner nombre a algunos fenómenos meteorológicos? Pues son unos señores que se reúnen en Suiza (país con muchos bancos, pero pocas tormentas explosivas por la falta de océanos cerca) y que trabajan para la Organización Meteorológica Mundial (OMM, para abreviar). Estos señores hacen unas listas de nombres donde se alternan los nombres masculinos con los femeninos en perfecta y correcta paridad, independientemente de si es un huracán, o una tormenta, y siguiendo un riguroso orden alfabético. Así, después de un nombre masculino con una inicial concreta, viene uno femenino con la siguiente letra del abecedario, para luego seguir con otro masculino, etc. Las listas las hacen pensando en cada año, y son distintas según el océano, el Atlántico tiene una y el Pacífico otra.
Esto de alternar un nombre masculino con uno femenino no siempre fue así. Ya hemos visto cómo a Clement Wragge se le vio el plumero al usar solo nombres femeninos. Pero, además, en Estados Unidos hasta mediado el siglo XX, también llamaban a los huracanes siempre con nombres de mujer (aún quedaba mucho para el «me too»). En los años ochenta la OMM decidió la alternancia que se sigue empleando en la actualidad.
No he conseguido averiguar qué criterios siguen estos señores y señoras para poner un nombre u otro. Por ejemplo, si entre los masculinos abundan los de vecinos molestos y entre los femeninos los de las suegras, o qué.
Hay un estudio de dudosa validez donde se analizan las consecuencias de los huracanes y dice que los que llevan nombre femenino suelen ser más devastadores que los que tienen nombre masculino, provocando un mayor número de muertes. Si tengo dudas sobre la validez de este estudio no es por el rigor de los datos, las estadísticas están ahí. Me surgen dudas porque el motivo que se alega para explicar esos datos se basa en que la población cuando sabe que el huracán que se avecina tiene nombre de mujer toma menos precauciones que si tiene un nombre masculino. O lo que es lo mismo: no tienen respeto a las mujeres. No tengo claro cómo interpretar estas conclusiones, la verdad. No sé si echarme a reír o a llorar.
Según otros investigadores, algo más abiertos de mente y con mejores conocimientos de matemáticas, la explicación de por qué los más devastadores huracanes/tormentas/borrascas suelen tener nombre de mujer se basa en que hasta los años ochenta del siglo pasado TODOS los huracanes tenían nombre femenino y desde hace relativamente poco los nombres masculinos también reparten lluvias y vientos, por lo que las ocasiones de cargarse al personal han sido menores.
Bien, antes se ha comentado que hay listas para el Atlántico occidental y para el Pacífico, pero ¿qué pasa con el resto del Atlántico (el que nos afecta a nosotros)? En nuestro suelo patrio quienes se encargan de poner nombres a las borrascas (aquí, y de momento, no hay huracanes/ciclones/tifones) son los meteorólogos de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET, para abreviar) junto a sus homólogas francesas y portuguesas. En principio se encargan de «bautizar las borrascas profundas de carácter atlántico que afectan a España, Francia y Portugal» aunque la última donde ha estado fastidiando ha sido en el Mediterráneo.
Con este mar andan todos los climatólogos más perdidos que un pulpo en un garaje. Que un mar relativamente tranquilo haya desarrollado un poder tan destructor como el de esta última semana, nos tiene a todos con la boca abierta. Es tal el desconcierto que ya empiezan a acuñar un nuevo término: medicán (mediterráneo-huracán). Detrás de esta salida de tono de nuestro Mare Nostrum (valga la redundancia), se encuentra el cambio climático. El pasado mes de diciembre, las playas de la comunidad valenciana tuvieron bañistas como si del mes de junio se tratara, las altas temperaturas invitaban al baño y al cachondeo playero. Bueno, ese calor hizo evaporar grandes cantidades de agua que al toparse con temperaturas frías acordes al invierno formaron la borrasca Gloria que fue tan borrascosa (valga la redundancia) porque, además, un anticiclón se instaló en las islas británicas (para regocijo y alborozo de los british que tuvieron unas temperaturas cálidas con sol y todo).
Esta sería la explicación técnica, pero yo, como me gustan mucho las alegorías, tengo otra: el mar Mediterráneo se ha cabreado, se le ha agotado la paciencia y harto de que le echemos tanta basura y porquería ha decidido darnos una lección en plan «¡Ya está bien, colegas! ¡Os váis a enterar!».
Tampoco he conseguido averiguar en qué se basan para poner nombres los meteorólogos hispano-franco-portugueses. Es posible que Gloria sea el nombre de una exnovia de alguno de la AEMET, o la tía tacaña de algún climatologo portugués. Quien sabe.
Sea cual sea el motivo o la razón del nombre, es preocupante lo que está pasando. Y esto solo acaba de empezar. Yo estoy muy asustada, especialmente con la próxima que, aunque aún no se sabe cuándo vendrá sí se sabe cómo se va a llamar: Hervé.
Hervé es un nombre gabacho y me da que cargado de alegoría. Si hace honor al espíritu bronco de aquellas tierras galas, ya nos podemos preparar. Recordad cómo se las gastaban Asterix y Obélix, la que se lió con la Revolución Francesa, o la que montaron los de los chalecos amarillos. Al loro con Hervé cuando llegue. Que Robespierre nos pille confesados.



sábado, 18 de enero de 2020

El bosón de Higgs: una partícula divina


Hay mucha gente que espera las nominaciones de los Oscar como un evento especial, sienten interés por saber quiénes están en el candelero de la cinematografía. Yo no soy muy de oscars, pero hay otro evento con galardones que me pone mucho: los premios Nobel. De estos, los que más me interesan son los relacionados con la ciencia (el de física, el de química, el de medicina) no tanto por saber quiénes son los homenajeados (la mayoría de las veces no cononozco al científico en cuestión) sino por averiguar qué es trending topic en materia científica ese año, es decir, qué interesa o qué campo es lo más a la hora de investigar.
Hace siete años, en 2013, el Nobel de Física se lo llevó Peter Higgs (junto a François Englert) por el descubrimiento teórico para entender el origen de la masa de partículas subatómicas (que nadie se me ponga nervioso con esta última frase porque luego la explicaré). Si os soy sincera me picó la curiosidad este premio por el nombre que tenía la teoría en la que trabajó y sobre todo por el ‘alias’ de ese nombre. El nombre al que me refiero es «bosón» de Higgs, y el alias es «partícula de Dios». Que se hablara de Dios en una disciplina donde se tiende a dejarlo aparte me llamó poderosamente la atención. Antes de explicar de dónde viene ese alias y el porqué, primero intentaré explicar en qué consiste el trabajo de Higgs por el que fue premiado con un Nobel.
Vaya por delante que soy consciente de que me voy a meter en un jardín del que no sé muy bien cómo voy a salir, porque los conceptos que voy a exponer son realmente complejos y bastante alejados de mi campo profesional. Allá voy y que sea lo que Dios quiera.
Más o menos todos hemos estudiado nociones básicas de física en el bachillerato, a todos nos han explicado que la materia está formada por partículas muy pequeñas llamadas átomos y que estos están, a su vez, formados por otras partículas subatómicas, evidentemente mucho más pequeñas. Cuando yo estudié esto, las únicas partículas subatómicas de las que se hablaba (en las aulas de los colegios) eran los neutrones, los protones y los electrones (y algún positrón de vez en cuando). Ahora, en cambio, se habla de muchas otras más: neutrinos, hadrones, quarks, fermiones, etc, etc. Porque el mundo ultramegasuperminúsculo es variado y está lleno de mogollón de ‘cositas’ que no se ven pero que están ahí (y que tendrán su espacio más adelante en el blog).
Otra cosa que nos enseñaron en el bachillerato es que todos los cuerpos están compuestos de masa, unos tienen más y otros menos. En la Tierra, donde existe la fuerza de la gravedad, esa masa es notoria. Si yo cojo una piedra y la suelto, esta cae al suelo porque su masa es atraída por otra masa, la de la tierra. Esto ya lo vio Newton, aunque nunca averiguó el mecanismo de esa fuerza de atracción. Está claro que es la masa la responsable, pero ¿cómo lo hace?
Einstein vino a explicar en qué consistía la gravedad con sus teorías de la distorsión espacio-tiempo, pero no supo describir qué es exactamente la masa, la causante de esa fuerza.
Es evidente que un cuerpo con mucha masa opone más resistencia al movimiento que uno que tiene menos. Es mucho más difícil mover un frigorífico que un microondas (estoy escribiendo esto sobre la mesa de la cocina y son los dos ejemplos que me han venido a la cabeza). Pero y ¿en el espacio, donde no hay gravedad? «En el espacio no hay frigoríficos ni microondas» contestará alguno. Es cierto, pero ¿otro cuerpo que no sea un electrodoméstico y que tenga más sentido encontrarse por el vacío interestelar?
Higgs y sus colegas (Englert, Brout, Guralnik, Hagen y Kibble) se pusieron en los años sesenta del siglo pasado a darle al coco para desentrañar el misterio de la masa y pensaron y pensaron y volvieron a pensar. Al final estos señores tan sesudos (y pensantes) plantearon una teoría: en todo el universo hay un campo de energía (que llamaron, curiosamente, campo de Higgs) que interacciona con la materia y que afecta a su movimiento.
Un cuerpo con poca masa se verá poco afectado por ese campo mientras que otro con mucha masa se verá más afectado y le costará más moverse.
Voy a poner una analogía que se emplea en muchos vídeos de la red para explicar de una manera más o menos asequible esta teoría. Los puristas están en contra de este símil, pero a mí me parece muy bueno y, como no aspiro a que me den el premio Nobel como profesora de física y tampoco pretendo que me publiquen esto en una revista científica, voy a emplearlo. Es el símil de la fiesta.
Imaginad que en una fiesta llena de gente aparezco yo, por poner un ejemplo asequible, y como a mí solo me conocen en mi casa a la hora de comer y algunos pocos amigos (pocos, pero escogidos, que conste), pues yo me muevo entre la gente sin problemas porque nadie me hace ni puñetero caso. Mi masa es insignificante (no le resulto interesante a nadie) y las personas que están allí no impiden que me mueva porque no interactúan conmigo.
Pero, de pronto, llega a la fiesta Brad Pitt (estoy viendo en la tele de la cocina Seven y es el primer ejemplo que me ha venido a la cabeza), todos (y especialmente todas) se acercan y le rodean (alguno incluso intentará meterle mano), todos quieren algo de él, un autógrafo, un selfie; interactúan con él de tal manera que no le dejan moverse y no puede casi avanzar. Su masa es grande (es un actor muy conocido) y las personas que allí están impiden que se mueva.
La masa es el impedimento al movimiento que produce el rozamiento con el campo de Higgs: los invitados a la fiesta.
Según Higgs y sus colegas pensadores, y siempre desde la teoría, la unidad fundamental de ese campo de Higgs sería el bosón (de Higgs, evidentemente). Así que el vacío no está vacío, tiene cositas: los bosones. El bosón de Higgs, por tanto, sería una partícula que se supone que está ahí, donde algunos dicen que no hay nada. Está en todas partes, pero ni se ve, ni se oye, ni se siente. Pero estar, se supone que está. Algo que pasa igualmente con Dios.
Pero lo de «partícula de Dios» no viene por eso; según algunos se le llama así al bosón porque sería la pieza que falta para comprender la estructura de la materia a nivel subatómico, o sea, es la repera de las partículas, lo superior en física y en todo. Hay que señalar que el propio Higgs siempre fue muy crítico con ese calificativo pues temía que pudiera herir la susceptibilidad de las personas religiosas.
Alias aparte para el bosón, Higgs y sus colegas siguieron dándole al coco. Puestos a suponer siguieron suponiendo y plantearon que, si al campo de Higgs se le sacude, se le menea, se le atiza o se le aplica una fuerza muy, pero que muy grande, se manifestará el bosón y así se podría constatar que existe.
Los del CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear), recogieron el guante y aceptaron el reto. Construyeron un acelerador de partículas híper mega enorme en Europa para hacer colisionar partículas subatómicas después de acelerarlas a toda pastilla y así atizarle con todas las de la ley al campo de Higgs y ver si el bosón se dejaba notar.
El cuatro de julio de 2012 se anunció a bombo y platillo que el bosón de Higgs se había descubierto, o sería mejor decir, que se había demostrado que existía porque Higgs ya lo había predicho, o teorizado, o deducido. ¡Qué listo el tío! Por eso, por listo, le dieron el Nobel al año siguiente. Natural.






martes, 7 de enero de 2020

Santiago Ramón y Cajal: un cerebro brillante


«Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro» 
Santiago Ramón y Cajal (1852-1934).

El protagonista de hoy fue un hombre excepcional, una de esas mentes maravillosas que se dan muy de tarde en tarde. De las muchas particularidades que lo hacen excepcional hay dos que destacan entre todas: fue un científico español reconocido mundialmente y ganó un premio Nobel. Estas dos cualidades son extraordinarias por separado, pero lo son mucho más cuando van juntas.
Si bien es cierto que un científico de nuestro suelo patrio sea reconocido en el exterior ya empieza a ser algo más común (en la actualidad hay varios investigadores españoles cuyo trabajo se valora muy bien por esos laboratorios de dios), lo de que ganemos un premio Nobel… eso ya es otro cantar.
Tan solo ocho españoles pueden presumir de haber conseguido tan excelso premio y si nos centramos en la materia científica el número se reduce a dos: Severo Ochoa más Ramón y Cajal. Si a algún despistado, después de leer estos nombres, le salen tres es que ha contado mal porque Ramón y Cajal es un señor solo, aunque valiera por varios en cuanto a actividad científica y sabiduría.
De los dos únicos premios Nobel en ciencia hoy nos centraremos en el primero en conseguirlo: Santiago Ramón y Cajal.
Santiago nace el primer día de mayo de 1852 en Petilla de Aragón (Navarra). Con la instauración de la Primera República como escenario político se escolariza en Jaca y en Huesca. Estas dos localidades le proporcionan otro tipo de escenario: la montaña. Se aficiona al montañismo y asienta la idea que defenderá durante toda su existencia: la propuesta de una vida sana en contacto con la Naturaleza.
Su padre es médico cirujano, así que Santiago se familiariza con la práctica de la medicina desde chiquitito, pero en un principio se decanta por las artes plásticas como el dibujo y la fotografía, materias que se convertirían en aficiones posteriormente.
Estudia medicina en Zaragoza y recién salido de la facultad es llamado a filas porque a los partidarios del duque Carlos les da por volverse a poner reivindicativos con el trono y reclaman que este señor reine en España liándola parda con la tercera guerra carlista.
Con su título de médico bajo el brazo, Santiago oposita al Cuerpo de Sanidad Militar y obtiene una plaza como teniente en el regimiento de Burgos que está acuartelado en Lérida. Pero permanece poco tiempo en tierras leridanas ya que en aquella época a España en cuestiones bélicas le crecen los enanos con facilidad porque, además de los carlistas, las colonias de ultramar se ponen también en plan reivindicativo (en este caso pidiendo independencia de la madre patria) y nuestro médico protagonista se marcha a Cuba ya con el rango de capitán.
En la isla caribeña se dedica a atender principalmente casos de paludismo y disentería pues el peor enemigo que se encuentran los soldados son los mosquitos que abundan por la zona. Él mismo es infectado y la convalecencia que debe pasar le hace odiar la isla (dicen que los médicos son malos pacientes). Aquejado de caquexia palúdica grave (en castellano llano: adelgazamiento extremo debido al paludismo) obtiene la licencia y regresa a España en muy malas condiciones físicas.
Ya en casa Santiago abandona la vida militar en pos de otra igualmente guerrera pero más productiva: la docencia. Al mismo tiempo decide hacerse doctor ‘de verdad’, es decir, obtener el doctorado. Con veinticinco añitos Santiago es ya un doctor de pleno derecho y la realización de su tesis doctoral le despierta la vocación científica. Inoculado con el virus de la investigación se compra un microscopio y alterna su profesión médica en un hospital con algunos trabajos científicos más la participación en una logia masónica donde se hace llamar Averroes.
Durante unos pocos años se dedica a relacionarse con enfermedades infecciosas. Esta relación es tanto a nivel de investigador (estudia los mecanismos de propagación del cólera en una epidemia desatada en Valencia cuando él es catedrático allí) como a nivel de paciente (se agarra una tuberculosis que a punto está de despacharlo al otro barrio).
Con treinta y cinco años y tras casarse con el amor de su vida, Silveria Fañanás, se va a Barcelona como catedrático de histología. Allí empieza a investigar sobre la morfología y funcionamiento del sistema nervioso cerebroespinal.
En aquella época se creía que el tejido cerebral estaba compuesto de conexiones continuas. La tecnología del siglo XIX no daba para mucho y cuando del sistema nervioso se trataba a lo único que alcanzaba era a visualizar los nervios y poco más.
Santiago Ramón y Cajal empieza a bosquejar una teoría planteando que el sistema nervioso está formado por unidades estructurales independientes (neuronas) que funcionan mediante impulsos nerviosos.
En 1892 hace las maletas y se va a la Universidad Central de Madrid (la actual Universidad Complutense) para ocupar la cátedra de Histología e Histoquímica Normal y Anatomía Patológica. En la capital convence al gobierno para financiar el que se llamaría Laboratorio de Investigaciones Biológicas y donde investigaría hasta su jubilación en el año 1922 con setenta años. Pero que se jubilara no llevaba implícito que abandonara su labor científica pues siguió con sus estudios en el ya fundado Instituto Cajal. En este instituto investigador que lleva su nombre trabajaría hasta su muerte, acaecida en octubre de 1934, cuando una infección intestinal le acabó afectando al corazón. Tenía ochenta y dos años.

Los estudios histológicos de Ramón y Cajal permitieron conocer mejor el tejido nervioso. Aquellos nervios que se entendían como una unidad uniforme resultaron estar constituidos por pequeñas unidades autónomas, las neuronas. Estas células podían ‘tocarse’ entre sí y pasar el impulso nervioso de una a otra mediante el proceso denominado sinapsis. Pero en algunos tejidos Cajal observó que las neuronas estaban separadas entre ellas por un espacio que él llamó hendidura sináptica. Esta separación entre células nerviosas dificultaba entender cómo se podía dar la transmisión de los impulsos nerviosos: si las células estaban separadas esa transmisión se vería interrumpida. Ramón y Cajal propuso la existencia de unos ‘mensajeros químicos’ (neurotransmisores) encargados de llevar esa señal de una neurona a otra.
Esta explicación del funcionamiento del sistema nervioso se vería sustentada varias años después cuando un colega suyo, Henry Hallet Dale, descubrió el primer neurotransmisor, la acetilcolina. Para corroborar el modelo morfológico propuesto por don Santiago hubo que esperar hasta la segunda década del siglo XX cuando las imágenes proporcionadas por los microscopios electrónicos demostraron que Cajal no se había equivocado en su apreciación.
La teoría de la neurotransmisión o transmisión sináptica fue el detonante para comprender cómo funciona el sistema nervioso y como actúan muchas de las drogas que intervienen en él. La teoría de los neurotransmisores supuso el inicio de un campo fascinante de la farmacología.
Fueron muchos los reconocimientos internacionales que tuvo nuestro investigador. Son muchas las universidades que lo nombraron doctor honoris causa (Boston, la Sorbona, Cambridge, etc.). Los premios que recibió en vida (como debe ser) se cuentan por docenas, a destacar la Gran Cruz de Isabel la Católica, la Medalla Plus Ultra o la Gran Cruz de la Legión de Honor francesa (con lo remisos que son los franceses para premiar a un no-gabacho en general y sobre todo a un español en particular).
Pero de todo este reconocimiento la palma se la llevó cuando le dieron el Premio Nobel en medicina. En 1906 la academia sueca concedió este galardón a Ramón y Cajal por su contribución a la recién descubierta neurociencia y a otro investigador, Camillo Golgi, por contribuir a los descubrimientos de Cajal aportando un novedoso método de tinción celular que permitió al español estudiar mejor las muestras.
Que un español consiguiera la máxima distinción a la que puede aspirar un científico ha sido, y sigue siendo, un orgullo para España pues nuestro país no se prodiga mucho en este tipo de talentos. Quizás, bien mirado, habría que reflexionar y llegar a la misma conclusión que Ortega y Gasset, el cual dijo que en lugar de un orgullo era una vergüenza porque la trayectoria científica de Ramón y Cajal era la excepción y no la norma.
Este científico no solo dio muestras de ser un investigador excepcional, también demostró ser una persona honesta en sus cargos públicos, algo casi tan raro en España como tener un premio Nobel. Le propusieron ser ministro de Salud e Instrucción Pública pero lo rechazó aunque sí aceptó ser senador vitalicio porque el cargo era gratuito; cuando envió a su hijo a estudiar al extranjero él era presidente de una institución que patrocinaba estudios de investigación, pero los gastos derivados de esa estancia los pagó de su bolsillo en lugar de concederle una beca como todos esperaban y cuando le nombraron director del Laboratorio de Investigaciones Biológicas pidió que le rebajaran el sueldo por considerarlo demasiado elevado.
Como investigador y como persona, Ramón y Cajal fue un referente. Nuestro segundo y último premio Nobel en medicina, Severo Ochoa, reconoció que la investigación en España era muy pobre, pero sin Cajal habría sido nula.
Ojalá nos lleguen más premios Nobel en ciencia y superemos ese paupérrimo número dos. Ojalá las palabras de Ramón y Cajal dejen de ser ciertas algún día: «Al carro de la cultura española le falta la rueda de la ciencia».