jueves, 28 de mayo de 2020

Expedición Balmis: cuando la filantropía salva vidas


Quizás lo que voy a contar a continuación les suene a muchos porque hay varias novelas y películas sobre el tema, pero una servidora fue conocedora de los detalles hace bien poco (consecuencias de no estar al tanto de todo lo que se publica en España y de ser una inculta en materia cinematográfica). No obstante, se conozca o no lo que voy a contar, creo que es preceptivo recordar y/o volver a saber sobre el doctor Balmis y su expedición porque lo que hizo (él y sus colaboradores) es una de esas cosas que nos reconcilian con el género humano.
La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna o Expedición Balmis (en honor a su director) tuvo lugar entre 1803 y 1806; su objetivo era llevar la vacuna de la viruela hasta el último rincón de lo que por aquella época era el imperio español. Se la considera la primera expedición sanitaria internacional de la historia.
Antes de contar las peculiaridades de esta expedición y su periplo, pongámonos en contexto.
La enfermedad de la viruela causaba alta mortandad entre la población. Cada cierto tiempo se desataba una epidemia y se llevaba por delante a un montón de gente. A finales del siglo XVIII, un tal Edward Jenner vino a aliviar el asunto cuando descubrió la vacuna. Ya hablé de este hito histórico en el blog con la entrada “Blossom, la vaca que salvó vidas” (si queréis recordar pinchad AQUÍ): esta vacuna consistía, a grandes rasgos, en obtener el virus de la viruela de las vacas (menos dañino que el que afectaba a los humanos) e inocularlo en las personas; estas desarrollaban la enfermedad con síntomas muy leves y obtenían además inmunidad para el virus de los humanos que era el chungo y el que se cargaba a la población.
Cuando el descubrimiento de Jenner se hizo público y trascendió, el rey de las Españas, Carlos IV, decidió repartir la vacuna a todo el reino (que incluía mogollón de territorio porque América era casi enterita parte de ese reino). Dicen que este rey estaba muy sensibilizado con el tema de la viruela porque él mismo perdió a una hija, de tres añitos, por esta enfermedad, otros dicen que la sensibilización le venía de ver perder demasiados súbditos por culpa de la viruela y que, al espicharla, dejaban de colaborar en forma de trabajo y de impuestos para el glorioso imperio.
Sea como fuere, este señor decidió organizar una expedición con el fin de llevar la vacuna. En realidad, la idea se la dio su médico personal, Francisco Javier de Balmis y Berenguer, un alicantino nacido en 1753 y que se hizo militar y cirujano para ir primero a ultramar (Cuba y México) a ejercer la profesión de médico curando enfermedades venéreas y luego regresar a la madre patria para convertirse en médico de la corte.
Carlos IV se deja convencer por Balmis y paga con fondos públicos la expedición para vacunar a la población infantil principalmente por ser la más propicia a no haber pasado la enfermedad (aún no se conocían los test serológicos, de hecho, ni se sabía que existían los anticuerpos) y por tanto la más necesitada de la profilaxis. Yo tenía a Carlos IV por un idiota nefasto (por largarse en cuanto le vio las orejas a Napoleón y por engendrar a Fernando VII), pero se ve que todos tenemos nuestra redención de una manera u otra y esta expedición fue la de aquel rey.
El objetivo de la expedición ya es algo peculiar, no era habitual gastar dinero en prevenir enfermedades entre toda la población (aunque fuera para evitar otros males de tipo tributario), pero esta, además, tuvo otra particularidad.
Por los inicios del siglo XIX no existían las neveras, cuando uno quería conservar algo se dedicaba a meterlo en algo frío, o sea, nieve y conseguirla no era fácil a no ser que se viviera en Groenlandia o en las cercanías. Además, esta nieve tenía una caducidad más o menos breve dependiendo del clima (en los veranos de Madrid, unos segundos). Así que conservar muestras vivas, o parecidas como son los virus de la viruela vacuna, era complicado. Si el virus se metía en una rama de algodón, se guardaba en una placa de vidrio y se sellaba con cera, parece que aguantaba activo unos diez días. Este era el método para llevar la vacuna (recordad, el virus vacuno) de una ciudad a otra si la distancia a recorrer no llevaba más tiempo de esos diez días.
Pero ya se ha comentado que el imperio español tenía un vasto territorio y llegar hasta algunos sitios llevaba mucho más de diez días. De hecho, ir de España a América se tardaba unos dos o tres meses (dependiendo de las borrascas, las olas y demás problemillas que uno se puede encontrar en alta mar). Así que lo de sellar un tubo con cera pues como que no iba a servir de nada.
Balmis ideó otra forma de transportar el virus: dentro de un ser vivo, concretamente un niño, o sería más correcto decir, varios niños. La idea consistía en inocular el virus de la vaca en dos niños para luego aislarlos, cuando a los diez días, aproximadamente, desarrollaran la enfermedad (recordad, atenuada) y tuvieran las pústulas características se les extraería de ahí el líquido que se inocularía a los dos niños siguientes y así sucesivamente hasta que llegaran a costas americanas donde los siguientes a inocular serían los propios habitantes de la zona.
Antes de salir ya hubo que bregar con el primer problema: reclutar a los niños. Se ofreció darles manutención (faltaría más) y formación para que pudieran ejercer un oficio cualificado. Pero los padres de las criaturitas no las tenían todas consigo, porque el viaje en sí ya era arriesgado, pero si encima les pinchan algo que provoca una enfermedad… pues como que no. Ante la reticencia paternal de la población infantil, se tomó una decisión firme: reclutar niños de los orfanatos, ahí no habría padres que protestaran ni dudaran. Entre los 22 niños elegidos se encontraban huérfanos de Madrid, La Coruña y Santiago. Entre el personal sanitario se encontraba el propio Balmis, dos médicos ayudantes, dos practicantes, tres enfermeras y la directora (y también enfermera) de uno de los orfanatos donantes de niños, Isabel Zendal Gómez, de la que volveré a hablar más adelante.
La expedición zarpó del puerto de La Coruña en noviembre de 1803 a bordo del navío María Pita. La primera parada fue en las islas Canarias, allí se hicieron las primeras vacunaciones masivas. La siguiente parada fue en Puerto Rico, y allí los expedicionarios se llevaron una buena sorpresa pues comprobaron que la vacuna ya era conocida, la habían obtenido de la vecina colonia danesa de Santo Tomás y mediante contrabando (estaba prohibido mercadear con los extranjeros que puteaban al imperio español). Algo parecido les pasó cuando llegaron a La Habana, allí había sido otro médico, Tomás Romay, un criollo nacido en Cuba, el encargado de conseguir la vacuna por medios poco claros. Esto se repitió en otros destinos de la ruta expedicionaria, y creo necesario puntualizar que la obtención de la vacuna extraoficial (de contrabando, de extranjis, o como se le quiera llamar) conllevaba que aquello no era legal y eso implicaba que se aplicaban precios abusivos y solo asequibles para las clases altas. Además, y esto es otra particularidad de la expedición, entre los objetivos no estaba solo vacunar a la población sino asegurar la conservación de la vacuna en cada zona para que se difundiera por más territorios de a los que llegaron los expedicionarios, esto se consiguió con la implementación de las Juntas de Vacuna, organismos encargados de mantener el virus vacuno fresco y disponible.
Cuando Balmis y compañía llegaron a Venezuela, la expedición se dividió en dos grupos; un grupo dirigido por el doctor José Salvany, se dirigió a América del Sur, el otro grupo dirigido por el propio Balmis se fue a la zona del Caribe, hacia el norte del continente y luego tomó rumbo a las Filipinas, que no estaban en América pero también formaban parte del vasto territorio español.
Cada grupo tuvo resultados algo diferentes. El de Salvany se caracterizó principalmente porque lo pasó fatal. Tuvieron un naufragio en la desembocadura del río Magdalena donde la mayoría de los miembros murió. El buen doctor Salvany perdió primero un ojo y luego la vida en Bolivia, varios años después. Evidentemente, no regresó a España nunca.
El grupo de Balmis también pasó lo suyo, porque viajar en aquella época y más por algunos sitios, como selvas y lugares llenos de peligros, era una temeridad. A los trances propios de la situación, hubo que añadir un problema más, y es que casi nadie se quería vacunar voluntariamente en los sitios donde no estaban al tanto de los avances con la enfermedad, lo que era decir en casi todos los lugares. Con no pocos esfuerzos estableció, por donde fue pasando, las ya citadas Juntas de Vacuna. Llegó a vacunar a los habitantes de Nuevo México, California, Texas y Arizona, que ahora son muy estadounidenses, pero en aquellos años eran muy españoles (lo mismo ahora, con lo del coronavirus, les gustaría seguir siéndolo, quién sabe).
Cuando acabó con América (me refiero a vacunar), Balmis se fue a Filipinas, allí siguió con su labor profiláctica y, ya puestos, se fue a China a hacer lo mismo. Ni en aquella época, ni en ninguna otra China formó parte del imperio español porque ellos ya tenían el suyo propio, pero se ve que el bueno de Balmis se vino arriba y se fue a hacerles un favor a algunos chinos (‘solo’ estuvo por Cantón). En este punto debo volver a citar a Isabel Zendal Gómez, la directora de uno de los orfanatos de donde salieron los primeros niños. Esta mujer, con su dedicación personal y sus cuidados fue clave para que la expedición fuera un éxito. El personal sanitario tuvo un papel relevante, claro que sí, pero la implicación de Isabel para velar por los niños ayudó a que todos sobrevivieran (salvo uno que murió en el viaje a América). Ella misma enfermó gravemente y a punto estuvo de no contarlo. Por cierto, ni ella, ni ninguno de los niños, regresaron a España, todos se fueron asentando, de una manera u otra (algunos eran “reemplazados” por niños nuevos, en los diferentes países por los que recalaron. Isabel, en concreto, y finalizada la misión, cuando la expedición llegó a Acapulco, de vuelta de los mares chinos, se instaló en México para siempre.
Balmis sí decidió volver a España, pero como se quedó sin dinero (tanto viajar, tanto viajar, no sale barato) tuvo que pedir un préstamo. Llegó a Lisboa en febrero de 1806, pero antes se paró en la isla británica de Santa Helena a vacunar al personal. Se ve que le había cogido el gusto.
Una vez en la corte de Madrid, y cosa rara, fue recibido con todos los honores y el rey le felicitó, cosa rara también porque nuestros monarcas son de mucho pedir y luego, cuando lo consiguen, si te he visto, no me acuerdo.


En algunos sectores se considera que esta expedición llevó por primera vez la vacuna a América, pero esto ya se ha visto que no fue exactamente así pues en algunos lugares ya se conocía antes de llegar Balmis. Lo que sí es verdad es que esta expedición se encargó de la difusión masiva de la vacuna, pues en los sitios donde ya se conocía solo la podían obtener los privilegiados que, con precios abusivos propios del contrabando, conseguían acceder a sus beneficios.
Se estima que más de un cuarto de millón de personas fueron vacunadas; el efecto preventivo, es decir, cuánta gente se salvó de morir por viruela, es difícil de cuantificar pues esas personas inmunes evitaron, a su vez, ser personal de riesgo y contagiar a otras.
El propio descubridor de la vacuna, Edward Jenner, alabó la iniciativa:
«No puedo imaginar que en los anales de la Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este.»
Como comento al principio de la publicación, se han escrito varias novelas sobre el tema (yo no había leído ni una, algo a lo que pondré remedio enseguida) y también se han rodado películas. Hay diferentes versiones con pequeñas variantes (o eso me han dicho), pero en lo fundamental, el mensaje es el mismo: cuando algo nos ataca a todos, léase una enfermedad, lo mejor es cuidar de todos, y eso solo se hace con medidas colectivas y organizadas desde las instituciones, que para eso están.
Por cierto, el Ministerio de Defensa español ha llamado «Operación Balmis» al dispositivo militar creado para luchar contra la pandemia de coronavirus en España. Buen nombre, sí señor. Aunque yo hubiera preferido que se llamara así a la vacunación masiva para la Covid-19 por lo que llevaría implícito, pero cuando eso llegue (que llegará) podemos repetir nombre o ya buscaremos otro, porque filántropos científicos hemos tenido unos cuantos.



lunes, 18 de mayo de 2020

Epidemias: la amenaza que no cesa


Después de muchas semanas publicando sobre el SARS-Cov-2 he decidido cambiar de tema, aunque lo que viene a continuación, a más de uno, le sonará mucho y creerá identificarlo con lo que nos está pasando ahora.
En este apartado de la Ciencia en la Historia, voy a contar una de las muchas epidemias que asolaron nuestro país (el coronavirus no es el único que nos ha visitado para fastidiarnos), concretamente me refiero a la epidemia de cólera de 1885.
Pero antes de entrar en materia explicaré qué es el cólera y cómo se propaga.
El cólera es una enfermedad infecciosa producida por el bacilo Vibrio cholerae y que se contagia por consumir agua y/o alimentos contaminados. Las malas condiciones higiénicas, donde el lavado de los alimentos no es el adecuado o donde las aguas residuales se vierten a ríos que posteriormente se utilizan para el consumo o para regar huertas ―contaminando verduras y hortalizas―, están detrás de la proliferación de la enfermedad.
Esta enfermedad se caracteriza por diarreas acuosas y alteraciones gastrointestinales que provocan la deshidratación afectando a órganos como el corazón y con resultados muy graves que suelen acabar en muerte. El tratamiento suele consistir en combatir los síntomas donde la principal meta es revertir el estado de deshidratación. También se pueden administrar antibióticos o sustancias antimicrobianas, aunque, una vez desencadenada la enfermedad, el principal objetivo sigue siendo combatir la deshidratación.
A lo largo de la historia han habido muchas epidemias de cólera. En España, solo en el siglo XIX hubo cuatro (en 1834, 1855, 1865 y 1885) con efectos demoledores.  Al cólera también se le han dado diferentes nombres: morbo asiático (por su procedencia de países de Asia), huésped del Ganges (por el mismo motivo que lo de asiático), peste azul (la deshidratación provoca cianosis que da un tinte azul a la piel), etc.
La epidemia de 1885 llegó a España en un vapor mercante que arribó al puerto de Alicante en el otoño de 1884, un año antes. Se empezó a propagar por la zona de Levante para llegar a todo el país en cuestión de meses. A Madrid, dicen que lo llevaron los segadores valencianos que finalizando las tareas agrícolas en su zona se fueron a otras comarcas a seguir segando.
Sea como fuere, el primer caso de cólera se da en Madrid el 20 de mayo, pero oficialmente se declara la epidemia el 16 de junio, casi un mes después. Por aquel entonces no existían las comunidades autónomas y la gestión de la sanidad corría a cargo de los órganos provinciales junto con los ayuntamientos por lo que la declaración de epidemia se publica en La Gaceta de Madrid ―el germen de lo que sería el Boletín Oficial del Estado décadas más tarde―. El caso es que al declarar en Madrid la epidemia, los comerciantes ponen el grito en el cielo y dicen que por qué en Madrid y no en otros sitios, que en Valencia también hay casos y ahí no han declarado nada.
Es tal el cabreo que se agarran que montan una huelga porque esa declaración va a asustar al personal y hará que se recluyan en casa abandonando la vida social ―recordemos que la población ya había sufrido otras tres epidemias de cólera en el espacio de treinta años―. Total, que los comerciantes e industriales se manifiestan en la calle para protestar provocando altercados públicos que obligan a las fuerzas de seguridad a poner orden y a repartir mamporros junto algún que otro tiro.
Algunos llegan a acusar al gobierno de «terrorismo epidémico» por alarmar injustificadamente a la población. A todo esto, el pueblo llano y pobre ―precisamente el más afectado por la epidemia pues las condiciones insalubres y el hacinamiento en el que viven les hacen ser la población más vulnerable― también protesta y sale a la calle, añadiendo más follón al asunto.
Mientras que la gente se enfada, el cólera va a lo suyo y se carga a gente a tutiplén, pero todos están enfrascados en sus quejas y mirando sus bolsillos.
Llega el verano y el tema en todos los corrillos es el cólera y las medidas que se están tomando. Los periódicos se venden como rosquillas porque el pueblo quiere saber algo más de una enfermedad de la que se conoce muy poco ―la microbiología en el siglo XIX aún estaba en mantillas y Koch, el verdadero entendido sobre este bacilo, lo había descubierto solo dos años antes―. En este aspecto se da una peculiaridad (o quizás no tanta): los rotativos afines al gobierno apenas hablan de la epidemia, mientras que los de la oposición empiezan a dar caña a base de bien.
Cuando aparecen los primeros casos en Madrid, las clases pudientes se piran a sus residencias de verano en la costa o en la sierra. Pero precisamente en Madrid es donde la epidemia tiene menor incidencia respecto al resto de España, y mucha gente de la zona de Levante (lugar donde se inició) se desplaza a la capital porque ven que ahí es más seguro.
¿Y qué medidas se toman para atajar la epidemia? Pues las autoridades provinciales de Madrid dan protagonismo a un recién estrenado laboratorio municipal que se encarga de establecer unas normas de desinfección. Reclutan a barrenderos, mangueros y otros operarios del servicio de limpieza para que fumiguen todos los rincones.
Esta medida tampoco es bien acogida por los madrileños que se sublevan, no porque no quieran acabar con el mal, es que el material para fumigar consiste en utilizar bicloruro de mercurio un compuesto muy tóxico que se carga al bacilo pero que provoca diarreas, vómitos y sangrado estomacal…  más o menos como tener el cólera. De hecho, algunos médicos no están de acuerdo con estas medidas y argumentan que «es peor el remedio que la enfermedad».
Sin embargo, ya hay científicos que se ponen a la tarea. Entre estos está un médico, Jaime Ferrán, que dice tener una vacuna. Tan seguro está de su efectividad que se inocula con ella y lo hace también con otras personas, pero el problema es que algunas de esas personas ya están infectadas cuando se vacunan, y en estos casos no suelen ser efectivas estas herramientas pues se trata de “prevenir” y no de “curar”. El caso es que algunos vacunados fallecen y los enemigos del buen doctor Ferrán se le echan encima diciendo que ha sido por la vacuna.
Tiene que intervenir el gobierno e intenta contentar a todos, así que da una de cal y otra de arena. Dictamina que la vacuna no hace daño, pero que, por si acaso, solo la ponga el propio doctor para estar seguros de que está bien elaborada. Ferrán dice que eso es mucho curro y decide dejarlo para otra ocasión.
Antes se ha comentado que en Madrid la mortalidad fue menor que en otras zonas de España, se cree que fue debido a que en las otras tres epidemias anteriores (1834, 1855 y 1865) causaron mucho más daño, pero, a cambio, confirió a la población cierta inmunidad que les hizo ser más resistentes en esta cuarta oleada. Aun así, la epidemia de 1885 provocó solo en Madrid 1.366 muertes (340 por cada 100.000 habitantes) y duró 133 días. Aunque estas cifras nos puedan parecer bajas, en aquella época supuso un grave problema, de hecho, los cementerios se quedaron literalmente sin sitio y se tuvo que abrir apresuradamente la Necrópolis del Este que estaba en construcción (hoy es el llamado cementerio de la Almudena).
En el siglo XIX, España no volvió a sufrir ninguna otra epidemia de cólera, pero cinco años después otra infección vino a visitarnos, en esta ocasión fue un virus, el de la gripe, que también la lio parda.
No sé si a más de uno muchas de las cosas que he contado le suenan como algo más reciente, o si, incluso han tenido una especie de “déjà vu”. Las epidemias han sido, y serán, el pan nuestro de cada día, y se repiten cada cierto tiempo. Pero no hay nada más repetitivo que el ser humano. Su comportamiento es tan previsible que, a veces, me gustaría que fuésemos un virus para poder mutar más fácilmente, a ver si así salía otra especie mejorada, con cualquier cambio, por mínimo que sea, sale algo mejor, seguro.




viernes, 8 de mayo de 2020

June Almeida: una viróloga con mucha visión

Virus: un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias.
 Peter Medawar (inmunólogo)

Con esto de la pandemia y tanta información sobre la misma, tenía arrinconada la sección del blog que trata las biografías de científicos; hoy la recupero, pero no os creáis que me he olvidado del SARS-Cov-2, qué va. La protagonista de esta entrada también tiene que ver mucho con él, al menos con los de su familia, porque fue la primera persona en descubrir la existencia de los coronavirus, y además quien, junto a su equipo, los bautizó así.
June Almeida nace el cinco de octubre de 1930 en Glasgow (Escocia), pertenece a una familia muy humilde, su padre es conductor de autobús, así que sus recursos económicos son escasos. Esto la obliga  a abandonar los estudios cuando tiene 16 años, por lo que no pisa la universidad cuando le tocaba. Se pone a trabajar en el hospital universitario de Glasgow como técnico en histopatología, o lo que es lo mismo, se pone a manipular tejidos orgánicos enfermos. No he encontrado más información al respecto, pero supongo que se dedicaría a preparar las muestras para que luego, un histopatólogo, las viera en el microscopio y dedujera qué había ahí.
Con 24 años se casa con Henry Almeida, un artista venezolano, del que toma el apellido y que mantendrá siempre, incluso después de separarse de él y contraer nuevas nupcias con otro hombre. El matrimonio se traslada a Canadá, June trabaja allí como electromicroscopista (personal técnico de microscopios electrónicos) en un centro estatal de Ontario encargado de investigar y tratar a pacientes con cáncer. Sigue sin tener estudios superiores, pero en Canadá eso no es un impedimento para promocionarse científicamente y consigue ascender.
Antes de seguir con June, tengo que hacer un inciso. En publicaciones anteriores he explicado qué es un virus, una cadena de nucleótidos (ADN o ARN), pero no sé si dejé claro que una cosa así es muy, pero que muy, muy, muy pequeña. Para hacernos una idea, una bacteria, un microorganismo unicelular, o sea, algo muy pequeño, puede ser 25-250 veces mayor que un virus. A lo que voy es que, mientras una bacteria se puede ver en un microscopio óptico, para ver un virus hay que hacer encaje de bolillos y desde luego no con un microscopio “normal”. Además, hay que tener en cuenta que en los años cincuenta del siglo pasado, las técnicas de imagen tenían sus limitaciones.

June Almeida manipulando un microscopio electrónico

Bueno, pues la espabilada de June, ideó un sistema para visualizar algo tan pequeñito como son los virus. Siguió la máxima de que una cosa pequeña, si se une a otra cosa, abulta más que si está sola. Así que decidió unir los virus a unas moléculas que tienen afinidad por ellos: los anticuerpos. Empezó con el virus de la hepatitis B y siguió con otros virus responsables del llamado resfriado común. Parece ser que consiguió imágenes del virus responsable de la rubeola, siempre utilizando un microscopio electrónico (algunos modelos, pueden ser 700 veces más potentes que el mejor microscopio óptico), y salió tan (relativamente) “nítida” la imagen, que permitía identificarlo, algo que hasta entonces no era posible, porque a lo máximo que se llegaba era a ver ‘puntitos’ sin demasiada definición.
A partir de esas imágenes del virus de la rubeola, empieza a ser conocida en el mundo de la investigación.
June vuelve a Londres para trabajar como investigadora en la Escuela de Medicina del hospital St. Thomas. Trabaja con David Tyrrell, un virólogo del hospital. Este señor le da una muestra de un niño que parece estar afectado por una gripe “rara”. June utiliza su propia técnica y consigue una imagen borrosa, pero donde se pueden apreciar unas estructuras que nada tienen que ver con el virus de la gripe común. Esas estructuras son como puntas que sobresalen de la cubierta que suele recubrir a muchos virus y que le dan un aspecto de corona. June Almeida acaba de visualizar por primera vez un coronavirus humano. En realidad, ella ya había visto algo parecido, pero en muestras de pollos y ratones, así que esa forma peculiar no era nada nuevo para ella.
Tyrrell está entusiasmado y deciden enviar las imágenes a una revista científica, pero los editores, unos señores que se suelen pasar de listos muchas veces (lo sabré yo), rechazan publicarlo porque dicen que “eso” es un virus de la gripe, pero desenfocado. Unos crack de la investigación, los tíos esos. Años más tarde, otra revista, y muy prestigiosa, British Medical Journal, sí habla del descubrimiento de esta mujer y dos años después, el Journal of General Virology publica las imágenes.
En un momento dado, desde que vuelve a Londres y le publican las fotos del coronavirus, esta mujer se hace doctora, o quizás sería más apropiado decir que la empiezan a llamar doctora, ya que su trayectoria académica es confusa.
Si se la llama doctora Almeida, se supone que tiene una titulación: o bien hizo un doctorado, aunque previamente, incluso en la relajada Canadá, debería haberse licenciado/graduado en alguna carrera, o bien estudió “solo” medicina (la única carrera que te permite llamarte doctor sin necesidad de hacer la tesis doctoral). Una servidora no ha conseguido averiguar dónde realizó sus estudios o en qué consistieron, si se trató de una carrera X y el doctorado, o si se trató de estudios en medicina.
He llegado a leer que “terminó sus estudios” (no se especifica qué estudios) en el Wellcome Institute, y cuando he ido a investigar, me he topado con que ese “instituto” en realidad es un museo de medicina de Londres. Si busco Instituto Wellcome me sale un centro de investigación, pero sin actividad académica. En otros documentos se dice que “consiguió doctorarse gracias a las publicaciones en revistas científicas”, algo que podría ocurrir, siempre y cuando uno está previamente licenciado/graduado. Poco claro. Tan confusa es la información que se encuentra una por ahí, que, en algunos sitios, si pones ‘June Almeida’, sale la palabra ‘virólogo’ con la foto de un señor, toma ya.
El caso es que, cuando por fin le dan el reconocimiento que se merece, va ella y decide dedicarse a la enseñanza. Esto puede parecer normal ya que muchos científicos combinan su labor investigadora con la docencia. Lo raro de esta señora es que se hace profesora, pero de yoga. También se pone a estudiar más, pero no otra (¿otra?) carrera, sino que aprende a restaurar pocelana fina. Cosas de los genios.
A pesar de estas actividades extra científicas, Almeida no abandona la investigación y asesora a los científicos que están intentando obtener imágenes de otro virus muy puñetero: el VIH (causante del sida).
Cuando tiene 77 años, June sufre un infarto de miocardio y fallece en Inglaterra.
Ahora, con todo lo del SARS-Cov-2, se destaca que fue ella, una mujer, la primera en descubrir un coronavirus, pero la excepcionalidad de esta científica no radica en eso, lo importante es que su técnica novedosa para visualizar virus, con corona o sin ella, es tan buena que aún hoy se utiliza.
Esta mujer, si no fuera por lo de la pandemia, no la conocería nadie, o casi nadie, algo que es habitual con muchos científicos, y más si son mujeres. Pero el caso es que con todo el revuelo que hay, los buscadores de noticias y de datos han sacado a la luz la labor de esta científica, aunque, para mi gusto, aún nos faltan datos; a ver si algún espabilado nos da más información veraz y de paso conocemos mejor a esta mujer tan excepcional.