«Cuando
un médico va detrás del féretro de su paciente, a veces la causa sigue al
efecto.»
Robert Koch
Muchos de los
protagonistas de las biografías de locos científicos han sido mujeres. Valía y
méritos académicos aparte me gusta destacar la labor de estas científicas
porque tuvieron un problema añadido para descollar en su terreno: eran mujeres.
Las mujeres, independientemente de su actividad profesional, han sido relegadas
a un segundo plano muchas veces, por eso sacar a la luz la vida de algunas de
ellas me parece una manera de reivindicar el derecho a ser tenidas en cuenta.
La entrada de
hoy va un poco en esa línea, aunque el protagonista es un hombre; un varón que se
implicó y desafió a una sociedad machista para aumentar la esperanza de vida de
las mujeres. El protagonista de hoy fue un médico que se preocupó por la sepsis
puerperal (infección postparto) que causaba gran cantidad de muertes entre las
mujeres cuando estas realizaban una función fisiológica exclusiva de ellas,
parir, y que por tanto no era un tema prioritario, ni importante, para los médicos (todos ellos varones).
Ignaz
Semmelweis nace el uno de julio de 1818 en Budapest. Es el cuarto hijo de una
familia numerosa y acomodada. Ingresa en la Universidad de Viena para cursar
Derecho, pero abandona la carrera para dedicarse a estudiar Medicina tras ver a
un famoso patólogo realizar una autopsia. Se especializa en obstetricia y
comienza a ejercer en el Hospital Maternal de Viena.
En el siglo XIX
se comenzó a institucionalizar el dar a luz en los hospitales. Lo normal era
hacerlo en casa, la parturienta era asistida por una comadrona o simplemente
ayudada por alguna mujer de la familia o una vecina. Esta práctica era la
habitual, pero las autoridades vieron que muchos infanticidios se daban en el
propio parto, especialmente cuando el niño era fruto de relaciones ilegítimas o
simplemente no deseado.
Fue entonces
cuando se crearon los hospitales maternales, unas instituciones gratuitas donde
las mujeres más pobres, incluso las prostitutas, podían ir a parir sabiendo que
sus hijos serían cuidados con seguridad en las horas inmediatamente posteriores
―y las más delicadas― al nacimiento. A cambio de ser atendidas, y dado que no
pagaban nada, debían servir de práctica para algunos experimentos a los
estudiantes de medicina o a las matronas en formación. O sea, que lo de
gratuito…
El hospital
maternal donde recaló Semmelweis tenía dos salas de parto. Ignaz observó que la
mortalidad de las mujeres atendidas era muy dispar según en qué sala dieran a
luz. El motivo de la muerte de una madre al parir casi siempre era el mismo:
sepsis puerperal.
Antes de proseguir
me detendré a explicar brevemente qué es exactamente eso de sepsis puerperal.
Una vez que el
recién nacido sale por el canal del parto, la placenta se desprende y los vasos
de la pared uterina quedan abiertos siendo este momento uno de los más
peligrosos del maravilloso acto de dar a luz, pues el riesgo de hemorragia es
altísimo, y la exposición a los gérmenes también. Estos vasos acaban
contrayéndose, se cierran y el riesgo desaparece… a no ser que quien esté
manipulando a la parturienta tenga las manos sucias, entonces los
microorganismos entran en el torrente sanguíneo de la afectada provocando una
sepsis (infección) generalizada que normalmente acaba en muerte.
Cuando
Semmelweis observó que se daban muchas más muertes en una sala que en otra, no
se conformó con encogerse de hombros, como hacían sus colegas, y ya está. No.
Él se dispuso a investigar porque la diferencia era importante, mientras en una
sala la mortalidad alcanzaba el 30% de los partos, en la otra no llegaba al 3%.
Esta información era conocida hasta el punto en que muchas mujeres cuando
llegaban allí imploraban de rodillas que las atendieran en la sala que era a
todas luces la más segura; más de una, al saber que le había tocado la sala
chunga, acabó escapándose, prefiriendo parir en la calle.
Tras desechar
diferentes factores como causa de la sepsis puerperal, entre los que se
encontraba el miedo que provocaba la aparición de un sacerdote tocando la
campanilla para administrar los últimos sacramentos, nuestro médico llegó a la
conclusión de que la única diferencia entre aquellas dos salas radicaba en el
personal que las atendía.
En la primera
sala, la de mayor mortalidad, las parturientas eran atendidas por médicos
estudiantes, en la segunda, y con mayor esperanza de salir vivas de allí, las
futuras madres eran atendidas también por estudiantes, pero de matrona. Cabría
pensar, al hilo de esta conclusión, que los médicos eran los causantes de las
muertes y esto no les molaba nada a los colegas de Ignaz ya que se supone que
uno va a un hospital porque allí hay médicos, especialistas de la salud, que
van a cuidar de ti, no que van a causarte la muerte. Aunque esto es muchas
veces cierto, no voy a entrar en polémicas estériles.
Pero Semmelweis
observó otro dato más, y en el que radicaba el motivo real de la sepsis. Los
estudiantes de medicina, al contrario que los de matrona, realizaban autopsias:
tocaban cadáveres con sus manos ―en aquella época los guantes de látex no
existían― y hurgaban en todos los órganos para aprender. Además, y lo más
grave, en aquel hospital, las clases de anatomía forense se impartían justo antes
de pasar a la sala de partos para asistir a las mujeres. Si a todo esto le
añadimos que las normas de higiene a mediados del siglo XIX brillaban por su
ausencia, la tragedia estaba servida, pues la mayoría de los estudiantes no se
lavaban las manos, a lo máximo que llegaban algunos era a mojárselas con un
poco de jabón y secárselas con un trapo.
Todo esto eran
sospechas que tenía nuestro médico observador, pero aún no las tenía todas
consigo, no sabía qué podían llevar en las manos los médicos que pudiera ser
tan letal. Recordemos que Pasteur, Koch y Lister ―los padres de la
microbiología― realizaron sus estudios unas cuantas décadas después.
La prueba
definitiva se la proporcionó un compañero de trabajo, un forense que, tras
hacerse un corte con un escalpelo al realizar la autopsia de una mujer
fallecida por sepsis puerperal, sufrió la misma infección que la difunta y con
el mismo resultado. Cuando se le hizo la autopsia al forense, se vio que
presentaba las mismas alteraciones orgánicas que las mujeres muertas por
infección postparto. Blanco y en botella.
Semmelweis
llegó a la conclusión de que los médicos que realizaban autopsias y tocaban
carne putrefacta, llevaban en sus manos un agente que al transmitírselo a las
parturientas las infectaba y les provocaba la muerte. Entonces ordenó que todo
aquel que asistiera a una sala de partos debía lavarse primero las manos con
agua clorada ―una especie de lejía diluida― «hasta que el olor a cadáver
desapareciera». Durante un tiempo así se hizo y la mortalidad en las salas de
paritorio ¡descendió al 1%!
Era evidente
que las premisas de Ignaz eran acertadas ¿verdad? Pues para sus colegas parece
que no lo fueron tanto porque la mayoría de sus compañeros se rebelaron y hasta
se rieron de él. El principal causante de esta reacción fue el jefe del
hospital, el doctor Klein, que ya había dado muestras de ser un zopenco. El
antecesor de este señor, el doctor Boër, aplicaba las normas de higiene
recomendadas por otro médico británico, un tal Alexander Gordon, que a finales
del siglo XVIII ya había dado la voz de alarma de lo peligroso que puede ser la
falta de aseo en los médicos. Boër sí hizo caso a este aviso y consiguió
descender la mortalidad, pero cuando llegó el cazurro de Klein al puesto de
director, este dejó de aplicar esas normas y la mortalidad volvió a aumentar
hasta el 30%. Cuando vino Semmelweis de nuevo con la cantinela de que había que
ser más pulcros y cuidadosos con la higiene, su jefe no solo no le hizo caso,
sino que le despidió por pesado y por poner en tela de juicio su
profesionalidad.
Ignaz volvió a
su Hungría natal, apesadumbrado e impotente por el ninguneo al que estaba
siendo sometido. No obstante, quiso ser escuchado, levantó la voz e intentó que
sus teorías fueran valoradas. Pero todo fue en vano. Tanta fue la obsesión, que
se volvió arisco con su propia familia y empezó a beber demasiado y a
frecuentar prostíbulos donde se agarró una sífilis que lo volvió loco de
remate.
En 1865, completamente
demenciado, lo ingresaron en un manicomio. No llegó a permanecer allí ni
siquiera dos semanas porque una herida, provocada por una paliza de los
guardias, se le infectó y gangrenó, causándole una sepsis generalizada que lo
despachó en cuestión de días. Tenía cuarenta y siete años
Irónico que el
médico que tanto luchó por evitar la sepsis muriera precisamente de eso.
Dicen que a su
entierro apenas acudió gente pues su deterioro mental lo había aislado de todo
y de todos. Ni siquiera asistió su propia esposa ―probablemente el que pillara
la sífilis por frecuentar prostitutas tuvo algo que ver―. Su trabajo fue
durante mucho tiempo olvidado, nadie seguía las normas de higiene establecidas
por Semmelweis y las muertes tras el parto siguieron dándose.
Pero al final
la verdad vio la luz, y lo hizo de la mano de científicos que con perseverancia
consiguieron detectar a los verdaderos causantes de las infecciones: los
microorganismos.
En 1879,
catorce años después de la muerte de Semmelweis, se celebró un congreso en la
Academia de Medicina de París. Allí, el ginecólogo Edouard Hervieux criticó
duramente la teoría de los gérmenes como causa de la sepsis puerperal. Cuando
más enconada era su crítica, uno de los asistentes se levantó interrumpiéndole
y se acercó al estrado para dibujar en la pizarra una hilera de puntos diciendo
al airado ginecólogo: «Aquí están sus gérmenes, señor»
Los puntos
dibujados en el tablero eran la representación de los estreptococos, los microorganismos
causantes de la sepsis puerperal. El espontáneo dibujante era el científico que
los había descubierto en sus experimentos: Louis Pasteur.
Muy interesante, pero no solo eso, si no que al final muriera de una sepsis, curioso.
ResponderEliminarPor desgracia la he vivido muy de cerca, mi marido sufrió una hace muchos años, como consecuencia< de una piedra que taponaba la utrera , y tuvieron que operarle de urgencia, casi no lo cuenta, y estuvo cinco días en la UÇI con fiebre muy alta, eso si se tiro con ella cinco horas en urgencias y porque un médico tomo interés si no.
Besos y gracias por enseñarnos tanto.
Hola, Tere.
EliminarLas infecciones pueden ser muy peligrosas incluso ahora que tenemos remedios para combatirlas como son los antibióticos. Aunque, en el día de hoy, hay un problema añadido: la resistencia de muchas bacterias a la acción de los antibióticos. Esta es la causa de la mayoría de las muertes por enfermedad en el mundo, por encima del cáncer. Parece mentira ¿verdad? Y lo peor es que esas resistencias aparecen por un mal uso de estos fármacos (un tema que trataré más adelante en el blog). Toda una paradoja.
Me alegro de que tu marido saliera con bien de esa sepsis porque cuando aparece una, los desenlaces no suelen ser buenos.
Un besote.
Es increíble que la cerrazón se diera precisamente en las mentes que, por su profesiñon, deberían ser las más abiertas. En su lugar, prevalecía el orgullo y no querer aceptar ideas ajenas que contravenían las propias. La base de la ciencia es la observación y sacar conclusiones de lo que se observa. Si Fleming hubiera destruido las placas de petri contaminadas por moho, como se decía por aquel entonces, sin darse cuenta que las colonias de bacterias que previamente había cultivado se habían lisado en su prssencia, no habría descubierto la penicilina. También resulta increíble la cantidad de científicos que, por aquellas épocas, eran menospreciados y ridiculizados por sus propios colegas y que, desafortunadamente, demostraron tener razón en la vejez o después de muertos.
ResponderEliminarExcelente artículo, con tu habitual metodo didáctico y desenfadado.
Un beso.
Hola, Josep Mª.
EliminarAceptar lo novedoso siempre cuesta, incluso entre personas de mente abierta como, se supone, deberían ser los científicos. Pero el problema es cuando algunos se creen que su trayectoria profesional es excelentísima y eso conlleva que nadie les puede llevar la contraria, entonces entran en juego los egos y se lía parda.
Al hilo de lo que comentas de Fleming y su descubrimiento de la penicilina, muchos aún hoy creen que aquello fue fruto de la suerte o de la casualidad, puede que la placa se contaminara por el azar pero no tirarla a la basura e investigar para saber qué había pasado ahí, eso es fruto de una mente curiosa, inquieta y excepcional.
Gracias por tu generoso comentario.
Un besote.
Me parece genial la frase de Koch con la que abres la entrada. No sabía de este científico. Sí que sabía que costó convencer a los médicos de que se desinfectaran bien las manos antes de atender a un parto y otras intervenciones, pero de Semmelweis no había oído hablar nunca. Tampoco entiendo la postura de gente como Klein. Entiendo que no crean que el lavarse tenga que ver con la disminución de las muertes, pero tampoco cuesta tanto y es de lógica que, tras manipular cadáveres, un buen lavado siempre viene bien. Aunque solo sea por propios escrúpulos y para poder morderse las uñas a gusto.
ResponderEliminarRealmente interesante esta entrada.
Un beso.
Hola, Rosa.
EliminarLa frase de Koch en cuanto la leí pensé que me venía como anillo al dedo para esta publicación, y la encontré documentándome sobre fechas de microbiólogos, ya ves tú qué casualidad.
A mí también me llama la atención esa falta de higiene en el siglo XIX, vale que en la Edad Media no se tuviera cuidado, pero después de la Ilustración y toda la revolución científica que ya se había dado, lo de no lavarse bien las manos después de tocar un cadáver parece de locos. Prefiero no imaginar qué más harían sin lavarse las manos...
El cazurro de Klein fue uno de tantos que por tener un puesto de responsabilidad creía que era el mejor y que nadie podía llevarle la contraria. De esos hay muchos y luego pasa lo que pasa, ahora mismo, no sé por qué me ha venido a la mente la imagen de Trump...
Un besote.
Qué interesante artículo! Nuestra historia está plagada de casos así, lamentablemente. Siempre que aparece una teoría nueva tiene que luchar con las costumbres establecidas.
ResponderEliminarMe encanta leerte y aprender sobre el fascinante mundo de la ciencia.
Un abrazo
Hola, Mirna.
EliminarEs cierto que las teorías nuevas tienen que pelear para que se tengan en cuenta, salvo si se trata de alguna tontería planteada por algún famoso, como comer cualquier bobada, que lo ponen en Instagram, y todos a hacer el canelo como el 'influencer' de turno. Es lamentable.
Gracias por visitar este laboratorio de dementes y disfrutar con los experimentos.
Un beso grande.
¡Así se divulga la ciencia, Paloma! Destaco en primer lugar tu estilo narrativo para contarnos una biografía como si de un relato se tratara. Es la fórmula mágica, inicio, nudo, y un desenlace con aparición sorpresa con esa aparición estelar de Pasteur.
ResponderEliminarA veces pensamos que en la Ciencia el único dios es la razón. Y siendo así, también la suelen rondar los demonios comunes del resto de los mortales: divismo, prejuicios, etc... Mientras te leía me acordaba de Darwin, de las burlas de los arqueólogos franceses cuando Sanz de Sautuola descubrió Altamira o un episodio en el que un físico se burlaba del movimiento relativo de Newton dándole una patada a una piedra.
La historia que nos traes la había leído u escuchado antes, pero no conocía al protagonista. Un tipo avanzado a su tiempo.
Y es en verdad curioso, que aunque solo fuera por sentido común, no vieran la evidencia de la falta de higiene, aunque también es verdad que debió llegar Pasteur para mostrarnos que la realidad es mucho más grande de lo que nuestros ojos pueden ver.
Genial artículo, Paloma. Un fuerte abrazo!!
Hola, David.
EliminarGracias por piropear mi estilo de contar estas cosas de la Ciencia. Intento darle un aire nuevo a datos que no dejan de ser técnicos, pero para "seriedad" ya están las enciclopedias y los libros de texto. Aunque, eso sí, el estilo pueda ser jocoso, todo lo que cuento es rigurosamente cierto.
La tendencia de reírse de los que innovan no es más que un prueba del endiosamiento de quienes han alcanzado un estatus de prestigio y piensan que nadie les puede quitar la razón. Estos individuos se resisten o no quieren aceptar que la Ciencia evoluciona que la observación y los conocimientos dan nuevas maneras de interpretar lo sabido y que no es una disciplina inmutable.
Antes que Semmelweis, otros médicos y científicos sugirieron la conveniencia de lavarse las manos antes de examinar a un paciente, pero este húngaro añadió que ese lavado se hiciera con agua clorada, es decir, implementaba el concepto de desinfección aunque realmente no sabía aún de la existencia de microorganismos.
Gracias por tu visita y entusiasta comentario.
Un beso.
Interesantísma entrada, Paloma. Algo conocía del asunto, pero nada sabía del médico húngaro que se dio cuenta del motivo de tanta muerte de mujeres tras parir. Ser precursor de algo suele ser recibido de malas maneras como le ocurrió a este doctor húngaro. Que luego él cayera en los excesos y contrajera la sífilis son cuestiones derivadas del ninguneo que recibió, aunque esto para nada justifica su conducta.
ResponderEliminarMe ha encantado, amiga.
Un beso
Hola, Juan Carlos.
EliminarYo tampoco voy a disculpar la deriva de autodestrucción que tuvo este pobre hombre cuando se vio ninguneado, pues su familia creo que fue la principal damnificada, pero es cierto que debe de ser muy frustrante saber que tienes razón y que nadie te escucha o que, encima, te denigra y calumnia.
Al menos, finalmente, se reconoció que tenía razón aunque eso él nunca lo llegó a saber y sigue siendo injusto.
Un besote.
Muy interesante Paloma.
ResponderEliminarDesde luego hombres y mujeres han tenido y siguen teniendo que luchar contra zopencos y zopencas que no quieren ver los avances. Es fácil ridiculizar y ningunear y menos tener ideas y ser pioneros y los pioneros siempre llevan de la manita la envidia y la incomprensión. Es triste el final que tuvo este médico por la incomprensión de sus colegas.
Me gusta esta manera de contarlo y conocerlo, gracias Paloma por mejorar mi conocimiento de estos grandes descubridores.
Besos
Hola, Conxita.
EliminarEs curioso cómo a la gente válida se la cuestiona y pone en tela de juicio sus teorías, generalmente por las envidias que suscita su brillantez. En cambio, viene un descerebrado, se pone a decir tonterías a diestro y siniestro por un canal de internet... y todos como borregos a hacerle caso. A ese tipo de personajes nadie les cuestiona, nadie se pone a indagar de dónde sacan sus "teorías". ¿Qué nos pasa?
En fin, un tema largo para reflexionar.
Gracias por valorar tan positivamente este espacio porque mi intención es informar pero también entretener.
Un besote, guapa.