«Un astrónomo, un biólogo y un matemático hacen una apuesta…». Este
podría ser el inicio de un chiste, pero lo que voy a relatar ocurrió de verdad
y, aunque algunos pasajes puedan parecer una broma, doy fe de que todo lo que
viene a continuación fue real.
Estos tres individuos eran, Edmund Halley como el astrónomo, Robert
Hooke como el biólogo y Christopher Wren como el matemático, aunque las tres
profesiones mencionadas podrían adjudicárselas todos a la vez porque en el
siglo XVII, época en que se desarrolla esta historia, la ciencia no estaba tan
compartimentada como ahora y era habitual que un matemático fuera a la vez
astrónomo, físico y un montón de cosas más.
Antes de seguir con la apuesta tan curiosa en la que participaron estos
tres señores vamos a ponernos en situación.
Edmund Halley era un astrónomo nacido en Londres en 1656. Se le conoce
bastante por el cometa que lleva su nombre y que muchos suponen que descubrió
(si lleva su nombre, será por eso), una suposición errónea porque el cometa ya
lo llevaban viendo otros desde dos siglos atrás. En realidad, lo que hizo fue
calcular su órbita, un efecto colateral de la apuesta realizada con dos de sus
colegas.
Este hombre tenía un currículum tremendo y muy variado: era cartógrafo,
profesor universitario en Oxford, escritor de tratados sobre magnetismo, las
mareas y los movimientos planetarios, incluso llegó a inventar un método para
mantener el pescado fresco. También fue capitán de un barco. Un lumbreras.
Pues bien, su cabecita andaba dándole vueltas a cómo eran los
movimientos de los objetos celestes. Se sospechaba que los planetas tendían a
orbitar formando un óvalo o elipse, pero en realidad no se sabía por qué. Una
noche, cenando con sus colegas Hooke (el primero en describir una célula) y el
engreído de Wren (además de matemático era «sir», de ahí el engreimiento) se
apostaron una buena cantidad de dinero que ganaría quien demostrara
matemáticamente cómo era la curva de dichas órbitas.
Hooke señaló que lo sabía, pero que no lo iba a desvelar para dejar que
los demás se tomaran su tiempo y pudieran llegar a la misma conclusión que él consiguiendo
la satisfacción personal de averiguarlo. Este hombre no era «sir» pero a
engreimiento no le ganaba Wren (y a marcarse faroles parece ser que tampoco).
De hecho, este señor anduvo a la greña años después con Isaac Newton porque le
disputaba la autoría de la ley de la gravitación universal cuando este último
la publicó; Hooke alegaba que él ya lo sabía antes que pero que no lo había
compartido con nadie por modestia. Sin comentarios.
Halley se tomó muy en serio la apuesta porque la pasta en juego era importante
y porque la fanfarronada de Hooke le picó el orgullo. Sin embargo, por muchas
vueltas que le daba no conseguía llegar a la demostración.
Un día se fue a visitar a su amigo Isaac Newton, una excentricidad de
Halley, más que nada porque Newton no era de hacer amigos ya que se
caracterizaba por ser huraño y muy poco sociable.
No se sabe a ciencia cierta qué se dijeron estos dos monstruos de la ciencia,
pero podría haber sido algo parecido a esto:
—Oye, Isaac, ¿qué curva crees que describen los planetas, suponiendo que
la fuerza de atracción del Sol fuese la recíproca del cuadrado de su distancia
de él? —como los dos eran matemáticos se entendían diciéndose cosas de este
jaez aunque para el resto de los mortales pueda parecer un galimatías.
—Es una elipse —respondió Newton sin dudarlo.
—¡Anda! ¿Y por qué estás tan seguro?
—Porque lo he calculado.
En ese momento un tumulto de sensaciones encontradas embargó a Halley,
por un lado, su amigo había hecho un descubrimiento asombroso, pero por el otro
le había chafado la apuesta.
—¡Genial! ¿Dónde están esos cálculos? Me gustaría verlos.
—No sé, andan por ahí —señaló Newton hacia una mesa llena de papeles
desordenados, algunos con manchas de ácido.
Revolvieron el ya revuelto laboratorio de Newton intentando dar con los
dichosos cálculos, pero fue en vano. Tras horas de infructuosa búsqueda, se
dieron por vencidos.
—No me lo puedo creer, Isaac, has resuelto una de las dudas que más
quebraderos de cabeza nos está dando a los astrónomos y ¡has perdido los
cálculos!
—No te preocupes. No pasa nada. Cuando tenga un hueco lo vuelvo a
calcular, te lo prometo. Tú tranquilo —fue la asombrosa reacción del padre de
la mecánica clásica.
No sabemos quién ganó la apuesta. En rigor debería haberla ganado Newton
porque más adelante, y cumpliendo la promesa hecha a su amigo Halley, rehízo
los cálculos y los publicó. Desde luego no la ganó ni Wren, con su título de
«sir», ni Hooke que no soltó prenda. Halley se supone que tampoco porque anduvo
bastante atareado calculando la trayectoria de un cometa que de vez en cuando
solía aparecer por los cielos: el cometa Halley que, evidentemente, en aquella
época aún no se llamaba así.
Desde hacía mucho tiempo, antes de que nacieran Halley y sus colegas, ya
se sospechaba que los cometas tenían su propia órbita, como si de planetas se
tratara. Es decir, que no eran bolas luminosas que iban por el espacio sideral
al buen tuntún. Esto no era óbice para que se los considerara signos de mal agüero
y mensajeros divinos con avisos chungos, por tanto, impredecibles y sujetos al capricho
de la divinidad encargada de lanzarlos. Aun así, algunos astrónomos empezaron a
ver cierto patrón en estos objetos celestes que nada tenía que ver con la
arbitrariedad a la hora de divisar uno surcando los cielos. Halley era uno de
esos astrónomos.
Con 26 años observa un cometa no demasiado llamativo y anotó ciertas
peculiaridades sobre él. Se olvidó del tema hasta que tuvo la reunión con su
amigo Newton y que se ha escenificado anteriormente. De aquella plática Halley llegó
a la siguiente conclusión: si los cometas, al igual que los planetas, tenían
una órbita determinada, entonces pasarían por un lugar con una regularidad establecida
en función de esa ruta susceptible de ser calculada. Fue entonces cuando se
acordó de «aquel» cometa visto años atrás y se dedicó a calcular su trayectoria
de tal manera que dedujo, de dichos cálculos, cuándo volvería a aparecer. El
problema es que el año que le salía de calcular dicho evento, noviembre de 1758,
se emplazaba para más de medio siglo algo que hacía poco atractivo el tema pues
muy pocos de los presentes estarían para comprobar si aquello era cierto o no.
Por eso, cuando murió en 1742 nadie integró en su póstumo panegírico que
había «predicho» el paso de «ese» cometa. Sin embargo, en noviembre del año
calculado, algunos con buena memoria miraron los cielos y el cometa no dio
señales de vida. Pero el día de navidad… ¡Voilà! ¡El cometa se hizo ver! Y,
además, en el emplazamiento que Halley avisó.
Por lo tanto, los cálculos de Halley eran correctos y el cometa «ese»
que había estudiado y que se empecinaba en volver con una cadencia, ahora
previsible gracias al astrónomo ya fallecido, recibió el nombre de quien, mediante
sus cálculos, averiguó su trayectoria.
Puede que después de la estrella de Belén el cometa Halley sea el astro
más conocido por el público. Espero que, después de leer esta historia, sepáis
un poco más de quién le dio su nombre y por qué.