Hace unos meses
hablé de una expedición que llevó la vacuna de la viruela a América (Expedición Balmis), en
aquella ocasión los héroes, aparte de los propios expedicionarios, fueron unos
niños que sirvieron de reservorios naturales de la preciada vacuna. Hoy voy a
hablar de otra expedición, o aventura, en la que los héroes fueron perros, unos
animales que contribuyeron a salvar vidas de manera heroica y excepcional.
Los perros protagonistas
de esta publicación participaron en la llamada Gran carrera de la
misericordia. Esta carrera fue singular pues en ella no se competía por
ganar ningún trofeo, al menos un trofeo material, sino por llevar el remedio
cuanto antes hasta una población en lo más recóndito de Alaska donde se había
declarado una epidemia de difteria.
Antes de seguir
con estos perros héroes, un breve apunte sobre la difteria y su vacuna.
La difteria es
una enfermedad causada por la toxina que produce la bacteria Corynebacterium
diphtheriae. Cuando la bacteria infecta a una persona, libera la toxina que
provoca lesiones en la piel muy dolorosas y sobre todo inflamación de las
mucosas, especialmente en garganta y vías respiratorias, lo que, en los casos
más graves, ocasiona la muerte por asfixia.
Ahora esta
enfermedad se combate mediante la vacuna triple DTP donde se combinan tres
toxoides (toxinas atenuadas que no provocan enfermedad, pero sí anticuerpos)
para tres enfermedades bacterianas (difteria, tétanos y tos ferina). En la
época a la que me voy a referir, la vacuna de la difteria consistía en una
antitoxina, es decir, una especie de anticuerpo que bloqueaba la toxina de la
difteria y que evitaba el desarrollo de la enfermedad igualmente.
Corría el mes
de enero de 1925 y en Nome, un pueblecito perdido en la parte más septentrional
de Alaska y muy cerca del círculo polar ártico, se desata una epidemia de
difteria. Algunos niños, los más vulnerables a la enfermedad, mueren y el
médico de la zona da la voz de alarma. Aquello puede ser un desastre si no se
pone remedio. Intenta paliar la que se viene encima con unas dosis de
antitoxina diftérica que les da un hospital relativamente cercano, pero las
dosis están caducadas y el efecto es nulo. Hay que llevar la antitoxina a Nome
porque, visto lo visto, se espera una mortalidad del 100%, es decir, cada
persona que se contagie ya se puede dar por muerta.
El problema,
además de la enfermedad, era que estaban en pleno invierno, y el clima cerca
del círculo polar ártico no es lo que se dice precisamente benigno. Temperaturas
medias de 46 grados bajo cero convertían los ríos en hielo y hacían imposible
navegar a los barcos; los fuertes vientos, sumados a las pocas horas de luz,
hacían imposible volar a los aviones. Así que ¿cómo llegar hasta Nome, tan al
norte y tan lejos y tan en peligro? Pues en trineos tirados por perros.
El trayecto a
recorrer sería desde Nenana, donde sí habían podido recalar otros transportes
más rápidos y con el preciado cargamento, hasta Nome. La distancia entre estas
dos localidades era de 1085 kilómetros, nada más y nada menos. Encima, la ruta atravesaba
parajes helados, con vientos fortísimos, tormentas de nieve donde la
visibilidad era nula la mayoría de las veces y con un frío del carajo. Además, y,
por si fuera poco, había que llegar lo antes posible porque cada día que pasaba
se cobraba nuevas vidas en aquel lugar perdido de Alaska.
Desde los
servicios públicos de salud se instó a convocar a los mejores conductores de
trineos, mushers los llaman los entendidos, para que con sus perros adiestrados
pudieran llevar, mediante un servicio de postas, la antitoxina hasta Nome. Se
presentaron los mejores, entre los que abundaban nativos de Alaska y atapascos
(un pueblo indio que habitaba amplias zonas de Norteamérica). Pero también se
presentaron otros conductores de raza blanca y que, al final, fueron los que
pasaron a la posteridad con nombre y apellidos.
Entre estos
últimos se encontraba Wild Bill Shannon, que fue el que inició el trayecto,
aunque hay que destacar la labor del noruego Leonhard Seppala, un empleado de
una empresa de la zona. Este hombre tenía sus propios perros adiestrados por él
mismo y era conocido por haber ganado alguna que otra competición de
importancia en carreras de trineos.
Hay que
señalar, para los profanos en esto de los trineos, o sea, para la mayoría de
los que estáis leyendo esto, que un trineo con perros, o mushing, es un
vehículo con esquíes o cuchillas tirado por varios perros, el número puede
variar, pero siempre, y esto es lo más importante, la eficacia del mismo
dependerá del conductor y del perro guía o líder del grupo de animales que
tiran de él. Las razas más habituales para este tipo de transporte son: perros
esquimales, huskies, siberianos y samoyedos.
Volvamos con
Seppala y sus perros. Este señor se hizo casi la mitad del recorrido total, su
perro líder se llamaba Togo y era un Seppala noruego (lo de que la raza se
llame igual que el dueño y su nacionalidad creo que es porque este señor crió
su propia raza de perros cruzando otras ya reconocidas, pero como no entiendo
de perros no sé si es realmente así, de hecho, he visto fotos y a mí me parece
un husky). Seppala, Togo y demás perros llevaron la antitoxina diftérica por la
parte más peliaguda del recorrido, incluyendo un atajo que, como todo atajo,
tuvo su trabajo. Atravesó colinas heladas donde los perros apenas podían
agarrar sus patas al suelo, lugares donde la velocidad del viento, 110 km/h,
causaba una sensación térmica de más de setenta grados bajo cero. Y todo esto
en un tiempo récord pues empleó tres días.
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Leonhard Seppala y Togo |
Seppala pasó el testigo de la carrera, y la antitoxina diftérica, a Charlie Olsen. Olsen se perdió y tuvo quemaduras muy graves causadas por la temperatura heladora. Cuando llegó a una de las postas, estaba bastante fastidiado y tuvo que dejar que otro colega, Gunnar Kaasen, siguiera la ruta. Gunnar también tenía su propio perro líder en su grupo de perros que se llamaba Balto, un husky siberiano. Conductor, perro líder y demás canes, realizaron la última parte del trayecto enfrentándose también a múltiples peligros, de hecho, el trineo llegó a volcar y casi se pierden los viales con la antitoxina ―Kaasen a punto estuvo de perder las manos por congelación al intentar recuperar las muestras entre la nieve―. Finalmente, Bolto y su equipo llegaron a su destino con la preciada carga incólume. La población de Nome y alrededores recibieron el remedio y se salvaron muchas vidas.
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Gunnar Kaasen y Bolto |
Tras esta
carrera contrarreloj, se sucedieron las felicitaciones y los reconocimientos
varios. Yo me he referido aquí a Seppala y a Kaasen, pero no fueron los únicos
que participaron en esta carrera para llevar la antitoxina hasta un lugar
recóndito. Como comenté al principio, fue un transporte de postas, y hubo otros
conductores, principalmente nativos, que participaron con sus perros y de los
que no ha quedado constancia de sus nombres.
De hecho,
incluso entre los “protagonistas” ha habido cierta injusticia. En Central Park
hay una escultura dedicada a Balto, de Togo… ni rastro. También hay una
película titulada «Balto» que cuenta esta peripecia y donde se le da nombre al
perro que llegó hasta Nome, sin tener
en cuenta que el trayecto más peligroso lo realizó Togo, aunque esta injusticia
se ha intentado subsanar con otro nuevo film donde se habla de este otro perro.
Pero, hasta después de muertos se les trató
diferente; el cuerpo de Balto está disecado en el Museo de Historia de Cleveland,
y el de Togo en otro museo más humilde de una ciudad más modesta, y por tanto
menos conocida, de Alaska. Una injusticia, como tantas otras, y si no que se lo
pregunten a los indios de Alaska.