Las llamadas dietas milagro están a la orden del día desde hace unos
años. Este tipo de dietas adelgazantes se caracterizan por prometer rápidas
pérdidas de peso mediante prácticas muy poco saludables. Efectivas,
pero no siempre adecuadas. Cabría pensar que son producto de nuestra sociedad
actual donde se rinde culto a la estética, especialmente una estética en la que
hay que estar sumamente delgados. Pero lo de bajar peso empleando técnicas poco
recomendables no es nada nuevo.
En el siglo X hubo un rey en nuestra piel de toro que tuvo serios
problemas derivados de su obesidad y que debió recurrir a medidas extremas para
reducir peso.
Sancho I de León también era conocido como «El Craso» o, lo que es lo
mismo, «El Gordo». En la Edad Media no se andaban con rodeos a la hora de poner
motes y les importaba un bledo lo políticamente correcto.
Este hombre llegó a alcanzar los 240 kilos de peso. Con semejante masa
corporal le era imposible levantarse de la cama y mucho menos montar a caballo
para comandar sus tropas cuando debía guerrear contra los musulmanes del califato
de Córdoba o contra algún noble cristiano que no estaba de acuerdo con sus
reales designios. Dada la situación geopolítica del siglo X en la península
ibérica, tirarse prácticamente todo el día tumbado era incompatible con reinar.
La gota que colmó el vaso se produjo al perderse una batalla contra las
tropas cordobesas achacándose la derrota a la falta de un líder al mando porque
este no podía ni salir del castillo. Es entonces cuando los nobles de León se
hartaron de las adiposidades del rey Sancho y le depusieron del trono leonés.
El obeso Sancho sin reino ni apoyos huyó a Navarra a refugiarse en los
amorosos brazos de su abuela, la reina doña Toda que acogió a su exiliado nieto
pero también se propuso recuperarle el trono. Consciente de los muchos kilos
que le sobraban a su retoño contactó con la corte cordobesa de Abderramán III
para formalizar un pacto: el médico de Abderramán se encargaría de hacer adelgazar
al orondo exmonarca a cambio de la concesión de unas plazas cerca del río
Duero. En el pacto también se incluía apoyo militar por si el presumible
adelgazamiento de Sancho no era suficiente para recuperar la corona.
Sancho viajó a Córdoba y allí le recibió Hasday ibn Saprut, un médico
judío famoso por su sabiduría. El galeno, al ver tan voluminoso reto, no se
amilanó y decidió ponerse a la tarea siguiendo la sencilla premisa de que para
adelgazar hay que comer menos; en el caso de Sancho, la regla a seguir fue no
comer nada pues eran muchos los kilos a perder.
Pero el médico se encontró con la nula disposición de su paciente ya que
el depuesto monarca no estaba por la labor de colaborar. Sancho tenía la
costumbre de comer siete veces al día con una media de diecisiete platos por
ingesta donde, seguramente, la verdura y la fruta no eran los alimentos
mayoritarios. Viendo el percal, Hasday recordó que en boca cerrada no entran
moscas (ni carne, ni embutido, ni dulces…), por lo que recurrió a la drástica
técnica, pero efectiva, de coserle los labios. Literalmente. Tan solo le dejó
una pequeña abertura para que pudiera beber infusiones y que el orondo paciente
no se deshidratara. A grandes males, grandes remedios.
Con la boca cosida y bebiendo té moruno estuvo el leonés cuarenta días
con sus cuarenta noches. En el tratamiento también se incluían baños de vapor
para eliminar líquidos retenidos y la práctica de ejercicio (éste muy limitado
porque, como ya se comentó anteriormente, apenas podía moverse).
Sancho lo debió de pasar bastante mal, pero el caso es que después de
tanto suplicio perdió la mitad de su peso.
A mi modo de ver, Hasday ibn Saprut fue el primero en utilizar el ayuno
intermitente en su modalidad más brutal. La variante de esta dieta de estar un
día a la semana sin comer nada, él la empleó extendiéndola a 40 días. Un ayuno
intermitente a lo bestia. De hecho, yo lo llamaría ayuno, a secas.
No voy a entrar en los inconvenientes de una dieta así porque creo que
es de cajón los innumerables perjuicios que pueden derivarse de no comer
absolutamente nada, por mucha infusión y sauna que se tome. Incluso, es posible
que, tras tantos días sin ingerir nada sólido, siguiera confinado en la cama,
pero esta vez por la falta de fuerza.
Aun así, la dieta funcionó, como lo hace ahora el propio ayuno
intermitente, la dieta keto, la dieta crudívora, o tantas otras que están de
moda y que igualmente son perjudiciales para la salud.
El tratamiento cordobés también incluía una serie de masajes con el
objeto de eliminar los colgajos de piel flácida al perder adiposidad, por
lo que Sancho acabó con un tipazo de 120 kilos, que no es que estuviera delgado
precisamente, pero comparado a cómo llegó...
Regresó a Navarra y se enfrentó al mando de sus tropas a quienes no le
querían como rey recuperando el trono. En honor a la verdad, lo de recuperar la
corona no solo se debió a su apuesta figura a caballo, parece ser que el
ejército que le proporcionó el califa cordobés también ayudó lo suyo.
Sea como fuere, Sancho volvió al trono de León.
Sin embargo, entre los defectos del rey gordo no solo se encontraba lo
de no comer con mesura; tampoco se le daba bien cumplir sus promesas. Las
plazas del Duero prometidas al califa cordobés no fueron entregadas por lo que
el musulmán se agarró tremendo cabreo y decidió acabar con el otrora aliado.
Según los cronistas no se sabe muy bien quién fue el artífice del final
de Sancho I de León. Unos responsabilizan de su muerte a agentes de Córdoba enviados
por Abderramán III mosqueado por la palabra no cumplida, otros echan la culpa a
un sector de la nobleza que no le quería en el trono, ni gordo ni delgado. El
caso es que seis años después de perder tanto peso se comió una manzana
envenenada y la espichó.
Ironías del destino: quién le iba a decir al gordo Sancho que se iba a
morir por comer fruta.