Hoy en «Esos
locos científicos» rindo homenaje a un farmacéutico maravilloso. Todos los que
han pasado por esta sección lo han hecho por méritos propios, y el protagonista
de hoy no es una excepción, pero tiene una característica que lo diferencia de
todos los demás: mi vinculación personal con él, porque una servidora tuvo la fortuna
de conocerlo y compartir experiencias.
Antes de entrar en vínculos y vivencias directas, hablemos de la
trayectoria vital y profesional de este farmacéutico.
Francisco José Sánchez Muniz nace el 19 de marzo de 1950 en Huelva. Su
padre es un farmacéutico con una oficina de farmacia y un laboratorio de
análisis clínicos. Francisco José es el mediano de tres hermanos. Estudia el
bachillerato en el colegio Cristóbal Colón de los Hermanos Maristas de Huelva.
El curso preuniversitario lo realiza en la Academia Krahe de Madrid.
Parece ser que la profesión de su padre influye en la elección de la
carrera a estudiar y se matricula en la Facultad de Farmacia de la Universidad
Complutense de Madrid. Sin embargo, sus intereses van encaminados a otro campo
distinto del paterno, Francisco José se decanta por la investigación.
Compagina los estudios universitarios con su afición por la música e
ingresa en la Tuna de la Facultad de Farmacia. En esta época organiza con otros
estudiantes la Agrupación Musical Arcipreste de Hita. La afición por cantar y
tocar la guitarra le acompañará toda su vida.
En 1975 consigue el título de doctor con la máxima calificación y se
integra en el departamento de Fisiología de la Facultad de Farmacia de la
Universidad Complutense de Madrid. Durante unos años parece que su lugar está
en el campo de la fisiología. Sin embargo, sus estudios sobre el aceite de
oliva le redirigen al mundo de la nutrición, obteniendo la cátedra de Nutrición
en la misma facultad. En este ámbito será donde desarrolle definitivamente su
labor investigadora y académica.
También funda una familia. Se casa con
Sara y tienen dos hijos, Kiko y Miguel.
Su investigación se centra en el papel de la nutrición y su influencia
en la aparición de enfermedades degenerativas y cardiovasculares. Con el
discurrir de los años se labra un prestigio y reconocimiento que lo llevan a
alcanzar los más altos honores. Compagina su labor docente con la
investigadora, dirige tesis doctorales, forma parte de comités científicos, se
convierte en académico de número de la Real Academia Nacional de Farmacia… Si
pretendiera poner aquí toda la trayectoria profesional de este fantástico
profesor necesitaría muchas páginas.
Francisco José nos abandona el 11 de junio de 2025 repentinamente,
dejando en la más devastadora desolación a cuantos le trataron y conocieron.
Hasta aquí la presentación formal del protagonista de hoy en «Demencia,
la madre de la Ciencia»
Los que me soléis leer, sabéis que este espacio tiene un enfoque
distinto, cuando hablo de un científico no solo me centro en sus logros
profesionales. Me gusta ir más allá. Si aparece un científico por aquí es por
algo más.
En esta ocasión, el vínculo es especial porque tuve la suerte de conocer
personalmente a quien protagoniza esta publicación. Fue mi director de tesis. Y
por esa relación tan directa me voy a permitir, a partir de aquí, llamarle Paco
cuando me refiera a él.
Conocí a Paco en el año 2011, casi de rebote. Yo estudié farmacia en la
Universidad de Alcalá, por lo que no lo tuve de profesor durante mi formación
académica (bien que lo lamento). Una compañera de la universidad me lo
presentó, y me incluyó en un estudio nutricional que por aquel entonces se
iniciaba en colaboración con el CSIC. Durante casi seis años trabajé con él en
la realización de mi tesis. Aprendí muchísimo, de hecho, todo lo que sé de
investigación y todos mis logros en ese ámbito se los debo a él.
Aún recuerdo el primer día que lo vi. Sabía que era el catedrático de
Nutrición y, basándome en mi pobre experiencia en el trato con personas tan
distinguidas, estaba en la idea de que sería alguien súper serio y algo
estirado. Nada más verme, me soltó un chiste con el gracejo andaluz que siempre
le caracterizó. «Para ser todo un señor catedrático, menuda guasa se gasta.» me
dije, «Esto pinta bien». Aquel inicio en nuestra relación fue toda una
declaración de intenciones porque si algo define a Paco es la palabra
«alegría».
Tras ese chiste vinieron muchos más, los que estuvo contándome durante
los 14 años en los que compartí con él experiencias, no solo académicas, que
esas fueron las del principio.
Imposible enumerar las veces que me dejó con la boca abierta ante su
sabiduría. Paco no poseía un cerebro como el de los demás mortales, dentro del
cráneo tenía una CPU Intel Core 7, donde almacenaba toda la información que
luego nos regalaba a los demás en forma de explicaciones amenas y asequibles.
Con él aprendí qué es investigar. Antes de conocerlo, de la
investigación me atraía el cacharreo del laboratorio, el trajinar entre
matraces y buretas. Bajo su dirección me di cuenta de que la investigación es
lo que viene después de la parte experimental: analizar los datos, dar significado a los resultados y extraer conclusiones. En esto, Paco era el number
one. Un crack.
Era un entusiasta de su trabajo, y ese entusiasmo nos lo contagiaba a
los demás. Amaba y nos hizo amar la nutrición. Exigente con todos (consigo
mismo mucho más), pero también comprensivo, dispuesto a dar aliento y ánimo. El
día que defendí mi tesis, después del fallo del tribunal y ante una copita de
vino español, Paco, como mi director, me dedicó unas palabras. Utilizó un símil
taurino para definirme, algo así como que me enfrentaba al toro (léase la
tesis) de frente y sabía utilizar el capote con habilidad (léase resolver todas las dificultades surgidas al enviar los artículos a las revistas). Fue tan bonito lo que dijo y con
tanta pasión que yo, que no me gusta la tauromaquia, estuve a punto de abonarme
a todas las corridas de toros de Las Ventas. Así era Paco.
Entre mis colegas de la universidad, cuando hablábamos de las preguntas
peliagudas que a veces nos hacen los alumnos, yo solía bromear diciéndoles que
ese tipo de situaciones no me preocupaban porque yo tenía mi tratado de
nutrición personal, es decir, cuando no sabía contestar a alguna cuestión de un
estudiante, le mandaba un mensaje a Paco y en dos minutos el tema estaba
resuelto. Tengo algunos audios suyos que son auténticas clases magistrales. No
sé qué voy a hacer ahora. He perdido un referente en mi labor profesional.
La etimología de la palabra «alumno» es «persona que se nutre». Todos
fuimos alumnos, de una manera u otra, de Paco y él, además de darnos lecciones
de Nutrición y Salud, nos alimentó con su sabiduría haciéndonos mejores y más
sanos intelectualmente.
Pero, no solo he perdido a un mentor, también a un amigo. Y esta
ausencia es la más dura de sobrellevar. Porque, al final de la tesis, vino la
amistad, y eso sí que me honra y me enorgullece aún más. Fuera del ámbito
universitario descubrimos que compartíamos la afición por escribir. Llevo a
gala que fui de las primeras personas que le animó a compartir sus escritos,
bien en forma de poemas o de cuentos más o menos cortos.
Hemos publicado juntos artículos científicos fruto de ese trabajo en
común en la investigación, pero lo que más me ilusiona ha sido compartir
espacio literario con él en algunas antologías de relatos: «Moldeando palabras»
y «Arcanum Fabulis» con la asociación Alfareros del Lenguaje, y «Decamerón del
siglo XXI» con el colectivo Bremen. Paco, tras estos primeros pasos en el mundo
de la literatura, inició el vuelo en solitario y nos deslumbró con dos obras
maravillosas: «Cuentos del Espejo de Agua» y el poemario «La vida un camino»;
en este último se pueden leer algunos versos casi premonitorios donde habla de
la muerte y la vida sin él.
No sé si Paco, poseedor de una mente privilegiada, intuía su partida
prematura. Yo no. El golpe de saber que ya no está con nosotros ha sido tan
fuerte que apenas puedo escribir esto sin que las lágrimas acudan a mis ojos.
Paco se ha ido y muchos nos hemos quedado huérfanos.
Dicen que en el Parnaso habitan las Musas, que allí está la cuna de la
poesía, la música y el saber. Seguro que Paco anda por allí. O quizás lo
podamos encontrar en la línea del horizonte durante el ocaso, en esas puestas
de sol que tanto amaba contemplar en su refugio personal, el Portil de Huelva.
Sea como fuere, donde quiera que esté andará repartiendo alegría. Y,
casi seguro, contando chistes.
«Hoy he volado
más allá de las colinas de poniente. Se diría que el viento me empujó suave
pero firme, hasta donde nunca antes había llegado.»
Francisco
José Sánchez Muniz
Aprendiz
(Decamerón del siglo XXI)
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