miércoles, 25 de junio de 2025

El ayuno intermitente en la Edad Media

 


Las llamadas dietas milagro están a la orden del día desde hace unos años. Este tipo de dietas adelgazantes se caracterizan por prometer rápidas pérdidas de peso mediante prácticas muy poco saludables. Efectivas, pero no siempre adecuadas. Cabría pensar que son producto de nuestra sociedad actual donde se rinde culto a la estética, especialmente una estética en la que hay que estar sumamente delgados. Pero lo de bajar peso empleando técnicas poco recomendables no es nada nuevo.

En el siglo X hubo un rey en nuestra piel de toro que tuvo serios problemas derivados de su obesidad y que debió recurrir a medidas extremas para reducir peso.

Sancho I de León también era conocido como «El Craso» o, lo que es lo mismo, «El Gordo». En la Edad Media no se andaban con rodeos a la hora de poner motes y les importaba un bledo lo políticamente correcto.

Este hombre llegó a alcanzar los 240 kilos de peso. Con semejante masa corporal le era imposible levantarse de la cama y mucho menos montar a caballo para comandar sus tropas cuando debía guerrear contra los musulmanes del califato de Córdoba o contra algún noble cristiano que no estaba de acuerdo con sus reales designios. Dada la situación geopolítica del siglo X en la península ibérica, tirarse prácticamente todo el día tumbado era incompatible con reinar.

La gota que colmó el vaso se produjo al perderse una batalla contra las tropas cordobesas achacándose la derrota a la falta de un líder al mando porque este no podía ni salir del castillo. Es entonces cuando los nobles de León se hartaron de las adiposidades del rey Sancho y le depusieron del trono leonés.

El obeso Sancho sin reino ni apoyos huyó a Navarra a refugiarse en los amorosos brazos de su abuela, la reina doña Toda que acogió a su exiliado nieto pero también se propuso recuperarle el trono. Consciente de los muchos kilos que le sobraban a su retoño contactó con la corte cordobesa de Abderramán III para formalizar un pacto: el médico de Abderramán se encargaría de hacer adelgazar al orondo exmonarca a cambio de la concesión de unas plazas cerca del río Duero. En el pacto también se incluía apoyo militar por si el presumible adelgazamiento de Sancho no era suficiente para recuperar la corona.

Sancho viajó a Córdoba y allí le recibió Hasday ibn Saprut, un médico judío famoso por su sabiduría. El galeno, al ver tan voluminoso reto, no se amilanó y decidió ponerse a la tarea siguiendo la sencilla premisa de que para adelgazar hay que comer menos; en el caso de Sancho, la regla a seguir fue no comer nada pues eran muchos los kilos a perder.

Pero el médico se encontró con la nula disposición de su paciente ya que el depuesto monarca no estaba por la labor de colaborar. Sancho tenía la costumbre de comer siete veces al día con una media de diecisiete platos por ingesta donde, seguramente, la verdura y la fruta no eran los alimentos mayoritarios. Viendo el percal, Hasday recordó que en boca cerrada no entran moscas (ni carne, ni embutido, ni dulces…), por lo que recurrió a la drástica técnica, pero efectiva, de coserle los labios. Literalmente. Tan solo le dejó una pequeña abertura para que pudiera beber infusiones y que el orondo paciente no se deshidratara. A grandes males, grandes remedios.

Con la boca cosida y bebiendo té moruno estuvo el leonés cuarenta días con sus cuarenta noches. En el tratamiento también se incluían baños de vapor para eliminar líquidos retenidos y la práctica de ejercicio (éste muy limitado porque, como ya se comentó anteriormente, apenas podía moverse).

Sancho lo debió de pasar bastante mal, pero el caso es que después de tanto suplicio perdió la mitad de su peso.

A mi modo de ver, Hasday ibn Saprut fue el primero en utilizar el ayuno intermitente en su modalidad más brutal. La variante de esta dieta de estar un día a la semana sin comer nada, él la empleó extendiéndola a 40 días. Un ayuno intermitente a lo bestia. De hecho, yo lo llamaría ayuno, a secas.

No voy a entrar en los inconvenientes de una dieta así porque creo que es de cajón los innumerables perjuicios que pueden derivarse de no comer absolutamente nada, por mucha infusión y sauna que se tome. Incluso, es posible que, tras tantos días sin ingerir nada sólido, siguiera confinado en la cama, pero esta vez por la falta de fuerza.

Aun así, la dieta funcionó, como lo hace ahora el propio ayuno intermitente, la dieta keto, la dieta crudívora, o tantas otras que están de moda y que igualmente son perjudiciales para la salud.

El tratamiento cordobés también incluía una serie de masajes con el objeto de eliminar los colgajos de piel flácida al perder adiposidad, por lo que Sancho acabó con un tipazo de 120 kilos, que no es que estuviera delgado precisamente, pero comparado a cómo llegó...

Regresó a Navarra y se enfrentó al mando de sus tropas a quienes no le querían como rey recuperando el trono. En honor a la verdad, lo de recuperar la corona no solo se debió a su apuesta figura a caballo, parece ser que el ejército que le proporcionó el califa cordobés también ayudó lo suyo.

Sea como fuere, Sancho volvió al trono de León.

Sin embargo, entre los defectos del rey gordo no solo se encontraba lo de no comer con mesura; tampoco se le daba bien cumplir sus promesas. Las plazas del Duero prometidas al califa cordobés no fueron entregadas por lo que el musulmán se agarró tremendo cabreo y decidió acabar con el otrora aliado.

Según los cronistas no se sabe muy bien quién fue el artífice del final de Sancho I de León. Unos responsabilizan de su muerte a agentes de Córdoba enviados por Abderramán III mosqueado por la palabra no cumplida, otros echan la culpa a un sector de la nobleza que no le quería en el trono, ni gordo ni delgado. El caso es que seis años después de perder tanto peso se comió una manzana envenenada y la espichó.

Ironías del destino: quién le iba a decir al gordo Sancho que se iba a morir por comer fruta. 




martes, 10 de junio de 2025

Henri Nestlé: el boticario del nido.

 

De vez en cuando, el mundo alberga héroes anónimos que mejoran la vida de los demás. Esto se podría decir del protagonista de esta publicación en «Demencia, la madre de la Ciencia». Quizás muy anónimo no fue porque su apellido es bastante famoso, aunque los motivos reales de esa fama quizás no sean tan conocidos por la población.

Henri nace en 1814 en Alemania. Es el catorceavo hijo de una familia luterana de origen suizo dedicada a la fabricación de piezas de vidrio. Su apellido Nestle (sin tilde en la segunda e) en un dialecto alemán quiere decir «pequeño nido de pájaro», un detalle que será significativo cuando Henri destaque por méritos propios y se dedique a una actividad que nada tiene que ver con el negocio familiar.

Tras pasar por la escuela se convierte en boticario.

En la primera mitad del siglo XIX aún no se había reglamentado la profesión de farmacéutico con estudios universitarios. Para convertirse en boticario en aquella época era necesario aprender en una botica las propiedades saludables de las plantas y de compuestos químicos, así como el manejo de las materias primas para obtener los diferentes preparados en la forma adecuada para que la administración sea idónea y el principio activo efectivo. Tras este aprendizaje el aspirante a boticario debía examinarse ante un tribunal que diera fe de su capacidad.

Es en Lausana (Suiza) donde Henri supera el examen para ayudante de boticario cuando tiene unos veinticinco años. Se va a vivir a Vevey, otra ciudad suiza donde el idioma oficial es el francés. Ahí decide afrancesar su apellido añadiéndole una tilde a la segunda e, Nestlé, quedando así para la posteridad.

Henri dedica su tiempo a fabricar diferentes compuestos: aceite de nueces (por lo de los omega-3, aunque aún no se conocieran químicamente), aceite de colza (por lo de los omega-6 aunque tampoco se conocieran como tales), polvo de hueso (por lo del calcio) o mostaza en polvo (por lo de los isotiocianatos, compuestos azufrados con propiedades antiinflamatorias). 

Henri es curioso y emprendedor. Su iniciativa abarca diferentes campos porque no solo se dedica a los preparados farmacéuticos. Instala una pequeña fábrica de gas que suministra luz al alumbrado público de su ciudad. Este negocio se le hunde cuando el ayuntamiento decide construir su propia fábrica.

Este varapalo empresarial sirvió para que Henri empleara su tesón y sabiduría en otras áreas. Gracias al egoísmo municipal de Vevey, hoy le deben la vida millones de niños porque nuestro boticario decide elaborar un producto que pueda alimentar a los bebés y así evitar la alta mortalidad que había entre la población infantil menor de un año.

Antes de seguir con este nuevo proyecto de Henri hay que hacer un paréntesis para ponernos en situación.

Durante los primeros meses de un recién nacido el único alimento que puede tomar es la leche, materna a ser posible porque es la idónea para el tubo digestivo de un neonato. Por eso, cuando un niño perdía la posibilidad de amamantarse de su madre, mayormente por la muerte de esta durante el parto, era preciso recurrir a una nodriza, es decir, otra mujer que tuviera un lactante y cuya leche serviría para alimentar a otro niño. Si esto no era posible, lo más probable es que el niño acompañara a su madre a la tumba a los pocos días.

Lo de conseguir nodrizas ni era tan sencillo ni tan barato. Asimismo, para que una mujer pueda alimentar a dos niños (o más) debe estar muy bien alimentada a su vez y en condiciones de salud que no abundaban precisamente entre la población más pobre.

Por otra parte, conseguir leche fresca en las zonas urbanas era bastante complicado, solo apto para los bolsillos más pudientes. La industrialización trajo grandes avances, pero la vida en la ciudad tenía sus inconvenientes. Con este panorama la mortalidad infantil en el primer año de vida era elevadísima.

Bueno, pues nuestro Henri decidió cambiar esto. En 1866 elabora una pasta compuesta por leche de vaca condensada, azúcar y harina de trigo. Deja reposar la mezcla y le añade bicarbonato potásico. A este producto lo llama farine lactée, harina láctea. Parece ser que el tratamiento físico al que es sometido el producto de Nestlé permite que sea más digerible para un bebé (hidroliza parcialmente el almidón y las proteínas).

No obstante, y para asegurarse, prueba su fórmula con un recién nacido prematuro (pretérmino lo llaman ahora) cuya madre está muy enferma y no le puede amamantar. El pretérmino sale adelante a pesar de no tener a su madre para que lo alimente.

La harina para bebés de Nestlé revoluciona el mundo de la nutrición infantil sobre todo en las zonas urbanas en pleno auge de la industrialización. Tanto es así que el señor Nestlé se monta un emporio de tomo y lomo.                                                


        A los tres años de comercializar la leche para bebés tiene que ampliar la fábrica, abre una oficina en Londres y su producto llega a lugares remotos, muy alejados de Suiza, como Australia y Sudamérica. Ha nacido la gran empresa Nestlé que tiene su propio logotipo basado en el escudo heráldico de su creador. Recordemos que nestle significa en suabo «pequeño nido de pájaro» y, casualidades de la vida, la representación gráfica es un nido con unos pajaritos dentro. Un símbolo cargado de simbolismo, valga la redundancia, pues ese nido representa también la protección que proporciona a las aves recién nacidas.

El nombre de Nestlé está hasta en la sopa, o sería mejor decir, hasta en la papilla. Gana dinero a espuertas.

Pero Henri cumple sesenta años y quiere jubilarse. Vende la compañía a otros empresarios de su ciudad y solo pone una condición: que su nombre se conserve.

Nuestro boticario se retira con todas las de la ley y no mantiene ningún contacto con el imperio que creó. Vive retirado del mundanal ruido hasta que la parca le viene a visitar el 7 de julio de 1890. Tiene 75 años.

Y hasta aquí el relato del protagonista de esta publicación. Sin embargo, como en toda historia donde se manejan millonadas de dinero, hay un lado oscuro. Una cara B que Henri, afortunadamente, nunca llegó a conocer porque se fue de este mundo antes.




Porque el imperio Nestlé tiene claroscuros.

En la Primera Guerra Mundial la leche en polvo alimentó a soldados y a refugiados donde el suministro de alimentos era deficitario. Esta socorrida ayuda se mantuvo igualmente en la Segunda Guerra Mundial, favoreciendo que la empresa obtuviera pingües beneficios. El negocio de la guerra no solo enriquece a la industria armamentística.

La multinacional estuvo involucrada en un turbio asunto cuando comercializó agua embotellada procedente de acuíferos situados en zonas pobres del planeta dejándolas así desabastecidas. Siguiendo con el tema del agua, hace unos meses Nestlé se vio envuelta en un supuesto fraude al potabilizar aguas que posteriormente embotellaba y comercializaba con una de sus marcas insignia en Francia: Perrier. Parece ser que empleó técnicas no permitidas por la legislación francesa, así como el uso de agua procedente de pozos insalubres.

Actualmente Nestlé es la empresa de alimentos más potente del mundo. El año pasado facturó 11.534 millones de euros. Da empleo a 330.000 personas y posee más de 400 fábricas distribuidas por 84 países del planeta.

Sin embargo, su fundador, un farmacéutico nacido en Alemania y afincado en Suiza, vivió toda su existencia de manera modesta. Nunca patentó la fórmula original que él mismo ideó porque tenía la firme creencia de que el conocimiento debía compartirse para ayudar a la humanidad.

De vez en cuando, el mundo alberga héroes que mejoran la vida de los demás.