lunes, 7 de octubre de 2024

Edmond Halley tiene nombre de cometa

 

«Un astrónomo, un biólogo y un matemático hacen una apuesta…». Este podría ser el inicio de un chiste, pero lo que voy a relatar ocurrió de verdad y, aunque algunos pasajes puedan parecer una broma, doy fe de que todo lo que viene a continuación fue real.

Estos tres individuos eran, Edmund Halley como el astrónomo, Robert Hooke como el biólogo y Christopher Wren como el matemático, aunque las tres profesiones mencionadas podrían adjudicárselas todos a la vez porque en el siglo XVII, época en que se desarrolla esta historia, la ciencia no estaba tan compartimentada como ahora y era habitual que un matemático fuera a la vez astrónomo, físico y un montón de cosas más.

Antes de seguir con la apuesta tan curiosa en la que participaron estos tres señores vamos a ponernos en situación.

Edmund Halley era un astrónomo nacido en Londres en 1656. Se le conoce bastante por el cometa que lleva su nombre y que muchos suponen que descubrió (si lleva su nombre, será por eso), una suposición errónea porque el cometa ya lo llevaban viendo otros desde dos siglos atrás. En realidad, lo que hizo fue calcular su órbita, un efecto colateral de la apuesta realizada con dos de sus colegas.

Este hombre tenía un currículum tremendo y muy variado: era cartógrafo, profesor universitario en Oxford, escritor de tratados sobre magnetismo, las mareas y los movimientos planetarios, incluso llegó a inventar un método para mantener el pescado fresco. También fue capitán de un barco. Un lumbreras.

Pues bien, su cabecita andaba dándole vueltas a cómo eran los movimientos de los objetos celestes. Se sospechaba que los planetas tendían a orbitar formando un óvalo o elipse, pero en realidad no se sabía por qué. Una noche, cenando con sus colegas Hooke (el primero en describir una célula) y el engreído de Wren (además de matemático era «sir», de ahí el engreimiento) se apostaron una buena cantidad de dinero que ganaría quien demostrara matemáticamente cómo era la curva de dichas órbitas.

Hooke señaló que lo sabía, pero que no lo iba a desvelar para dejar que los demás se tomaran su tiempo y pudieran llegar a la misma conclusión que él consiguiendo la satisfacción personal de averiguarlo. Este hombre no era «sir» pero a engreimiento no le ganaba Wren (y a marcarse faroles parece ser que tampoco). De hecho, este señor anduvo a la greña años después con Isaac Newton porque le disputaba la autoría de la ley de la gravitación universal cuando este último la publicó; Hooke alegaba que él ya lo sabía antes que pero que no lo había compartido con nadie por modestia. Sin comentarios.

Halley se tomó muy en serio la apuesta porque la pasta en juego era importante y porque la fanfarronada de Hooke le picó el orgullo. Sin embargo, por muchas vueltas que le daba no conseguía llegar a la demostración.

Un día se fue a visitar a su amigo Isaac Newton, una excentricidad de Halley, más que nada porque Newton no era de hacer amigos ya que se caracterizaba por ser huraño y muy poco sociable.

No se sabe a ciencia cierta qué se dijeron estos dos monstruos de la ciencia, pero podría haber sido algo parecido a esto:

—Oye, Isaac, ¿qué curva crees que describen los planetas, suponiendo que la fuerza de atracción del Sol fuese la recíproca del cuadrado de su distancia de él? —como los dos eran matemáticos se entendían diciéndose cosas de este jaez aunque para el resto de los mortales pueda parecer un galimatías.

—Es una elipse —respondió Newton sin dudarlo.

—¡Anda! ¿Y por qué estás tan seguro?

—Porque lo he calculado.

En ese momento un tumulto de sensaciones encontradas embargó a Halley, por un lado, su amigo había hecho un descubrimiento asombroso, pero por el otro le había chafado la apuesta.

—¡Genial! ¿Dónde están esos cálculos? Me gustaría verlos.

—No sé, andan por ahí —señaló Newton hacia una mesa llena de papeles desordenados, algunos con manchas de ácido.

Revolvieron el ya revuelto laboratorio de Newton intentando dar con los dichosos cálculos, pero fue en vano. Tras horas de infructuosa búsqueda, se dieron por vencidos.

—No me lo puedo creer, Isaac, has resuelto una de las dudas que más quebraderos de cabeza nos está dando a los astrónomos y ¡has perdido los cálculos!

—No te preocupes. No pasa nada. Cuando tenga un hueco lo vuelvo a calcular, te lo prometo. Tú tranquilo —fue la asombrosa reacción del padre de la mecánica clásica.

No sabemos quién ganó la apuesta. En rigor debería haberla ganado Newton porque más adelante, y cumpliendo la promesa hecha a su amigo Halley, rehízo los cálculos y los publicó. Desde luego no la ganó ni Wren, con su título de «sir», ni Hooke que no soltó prenda. Halley se supone que tampoco porque anduvo bastante atareado calculando la trayectoria de un cometa que de vez en cuando solía aparecer por los cielos: el cometa Halley que, evidentemente, en aquella época aún no se llamaba así.

Desde hacía mucho tiempo, antes de que nacieran Halley y sus colegas, ya se sospechaba que los cometas tenían su propia órbita, como si de planetas se tratara. Es decir, que no eran bolas luminosas que iban por el espacio sideral al buen tuntún. Esto no era óbice para que se los considerara signos de mal agüero y mensajeros divinos con avisos chungos, por tanto, impredecibles y sujetos al capricho de la divinidad encargada de lanzarlos. Aun así, algunos astrónomos empezaron a ver cierto patrón en estos objetos celestes que nada tenía que ver con la arbitrariedad a la hora de divisar uno surcando los cielos. Halley era uno de esos astrónomos.

Con 26 años observa un cometa no demasiado llamativo y anotó ciertas peculiaridades sobre él. Se olvidó del tema hasta que tuvo la reunión con su amigo Newton y que se ha escenificado anteriormente. De aquella plática Halley llegó a la siguiente conclusión: si los cometas, al igual que los planetas, tenían una órbita determinada, entonces pasarían por un lugar con una regularidad establecida en función de esa ruta susceptible de ser calculada. Fue entonces cuando se acordó de «aquel» cometa visto años atrás y se dedicó a calcular su trayectoria de tal manera que dedujo, de dichos cálculos, cuándo volvería a aparecer. El problema es que el año que le salía de calcular dicho evento, noviembre de 1758, se emplazaba para más de medio siglo algo que hacía poco atractivo el tema pues muy pocos de los presentes estarían para comprobar si aquello era cierto o no.

Por eso, cuando murió en 1742 nadie integró en su póstumo panegírico que había «predicho» el paso de «ese» cometa. Sin embargo, en noviembre del año calculado, algunos con buena memoria miraron los cielos y el cometa no dio señales de vida. Pero el día de navidad… ¡Voilà! ¡El cometa se hizo ver! Y, además, en el emplazamiento que Halley avisó.

Por lo tanto, los cálculos de Halley eran correctos y el cometa «ese» que había estudiado y que se empecinaba en volver con una cadencia, ahora previsible gracias al astrónomo ya fallecido, recibió el nombre de quien, mediante sus cálculos, averiguó su trayectoria.

Puede que después de la estrella de Belén el cometa Halley sea el astro más conocido por el público. Espero que, después de leer esta historia, sepáis un poco más de quién le dio su nombre y por qué.

 


miércoles, 21 de agosto de 2024

Así en la guerra como en la ciencia: Bohr y Heisenberg

 

Más de una publicación del blog está dedicada a los rifirrafes que se trajeron muchos científicos entre ellos. Las rencillas personales, los celos y hasta la paranoia provocaron que algunos genios se pelearan entre sí por acaparar el mérito de un descubrimiento o simplemente por destacar más que su oponente.

La disputa que hoy traigo va más allá de un enfado entre dos científicos, de hecho, algunos historiadores creen que en el suceso que voy a relatar no hubo conflicto sino connivencia.

En plena Segunda Guerra Mundial, dos científicos de renombre se reunieron en Copenhague, los dos eran premios Nobel de Física y los dos tenían conocimientos suficientes para contribuir a la fabricación de una bomba atómica. El problema radicaba en que cada uno se encontraba en un bando diferente de la conflagración. Con estas premisas cabe suponer que esa reunión no debió de ser muy amistosa, pero no está claro porque los dos personajes eran grandes amigos, al menos hasta que la guerra estalló. Esos dos científicos eran Niels Bohr y Werner Heisenberg.

Vamos a resumir sucintamente los campos de investigación de estos dos genios de la física.

Niels Bohr nace en Dinamarca en 1885, hijo de un catedrático luterano y una adinerada judía. Completa su doctorado en Gran Bretaña y tiene como tutor a Ernest Rutherford (un estudioso de las partículas radioactivas). Bohr se establece como profesor de física teórica en la Universidad de Copenhague y da clases a un joven alemán llamado Werner Heisenberg.  Desarrolla un modelo atómico llamado de Bohr (¡qué nombre más original!) por el que recibe el premio Nobel en 1922. Cuando Dinamarca es tomada por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, primero aguanta el tipo porque él está bautizado, pero ser hijo de madre judía le puede acarrear problemas y decide huir a Londres incorporándose al Proyecto Manhattan en EE. UU. para fabricar armas nucleares junto a otros eminentes físicos como Enrico Fermi o Albert Einstein (Proyecto Manhattan: ética y ciencia no siempre se llevan bien).

Pasemos ahora a Werner Heisenberg (no confundir con el prota de Breaking Bad, por favor). Nace en Alemania en 1901, estudia en Múnich y con una beca se marcha a Copenhague a las órdenes de Bohr, con él aprende física y desarrolla sus propias teorías cuando ejerce como docente en las universidades de Leipzig, Berlín, Gotinga y Múnich. Gana el premio Nobel de Física en 1932 por su famoso principio de incertidumbre que, simplificando mucho, se podría resumir en que no se puede saber el momento y el lugar donde se encuentra un electrón en su órbita alrededor del núcleo; este principio revolucionario fue el punto de partida de la mecánica cuántica. En la Segunda Guerra Mundial se hace cargo del Proyecto Uranio para fabricar una bomba atómica alemana.

En 1941, Dinamarca es tomada por los nazis, Bohr, en principio, se queda en su patria y recibe la visita de su antiguo discípulo, Heisenberg. El alumno pertenece al país que ha ocupado el de Bohr. Ya se ha comentado que los dos poseen conocimientos útiles para la fabricación de una bomba atómica. ¿Qué se dijeron? Se ha especulado mucho sobre esto, pero lo cierto es que no se sabe realmente qué ocurrió en esa reunión.

Dada la implicación de Heisenberg en la creación de una bomba atómica alemana, algunos quieren limpiar su imagen explicando que esa reunión con su profesor fue una traición hacia Hitler alegando que acudió a Bohr para firmar un pacto entre caballeros (científicos) donde ninguno utilizaría sus conocimientos para crear un arma de destrucción masiva. Otros, los mal pensantes, creen que lo que pretendía el alemán era sonsacar información a Bohr sobre los avances en la creación de dicha bomba por parte de los aliados, algo ciertamente inútil porque en 1941 Bohr aún no formaba parte del Proyecto Manhattan.

¿Qué pasó en esa quedada entre colegas? ¿Pactaron no contribuir y luego si te he visto no me acuerdo? ¿Se dedicaron a añorar los viejos tiempos en que uno era el profesor del otro? ¿Repasaron viejos exámenes y el pupilo le reprochó que le suspendiera en alguno? ¿Hablaron de política en plan «tu país ha invadido el mío, quita tus sucias botas nazis de mi suelo» «nosotros somos la raza dominante así que ajo y agua»? ¿Hablaron de fútbol, de la clasificación del Bayern en la liga? Quién sabe.

Especular es todo lo que se puede hacer sobre esa reunión, pero a la luz de lo que ocurrió después se pueden obtener algunos indicios.

Si Heisenberg pretendía sonsacar información a Bohr, o el danés se cerró en banda o no sabía mucho porque Alemania, finalmente, no creó ninguna bomba atómica. En cambio, los aliados, con EE. UU. a la cabeza, sí que la fabricaron y en ese proyecto intervino Bohr (y Einstein, y Fermi) por lo que ese supuesto pacto entre caballeros (científicos) o no se dio o Bohr se lo saltó a la torera.

La implicación de Heisenberg en el Proyecto Uranio a las órdenes de Hitler convierte al alemán en un felón, pero Bohr contribuyó en el Proyecto Manhattan para hacer lo mismo y con resultados “satisfactorios”, aunque en este caso fue para los aliados que, como ganaron la guerra, no son cuestionados en absoluto. ¿Ganar una guerra es motivo suficiente para dar por bueno el aporte de conocimientos en un arma que ocasionó la muerte de cientos de miles de personas? ¿Quién de los dos es el infame?

La Historia la escriben los vencedores ¿y la Ciencia?

Siento dejar en esta publicación más dudas que respuestas, este no es el espíritu del blog, pero la realidad se impone. No obstante, el motor que mueve la Ciencia son los interrogantes que se nos plantean. Aquí ya he dejado unos cuantos.

 


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martes, 25 de junio de 2024

Transgénicos: que viene el Coco

 


Parece que debemos rendirnos a la evidencia de que un sector de la población está más receptivo a aceptar la cantinela de cualquier cantamañanas que se suba a un púlpito en lugar de seguir los consejos de quienes están capacitados para hablar sobre ciertos temas.

Sin ánimo de considerarme entre estos últimos no renuncio a aportar mi granito de arena en algunos terrenos donde veo que el personal se dispersa y se deja llevar por informaciones que no son rigurosas.

Hoy me voy a centrar en un tema polémico (aunque, bien mirado, polémica no tiene mucha porque la evidencia científica canta y ahí está): los alimentos transgénicos.

Quien más, quien menos, ha oído hablar de los transgénicos, pero ¿sabemos realmente qué son?

Hace unos años, hice un máster sobre Ciencias Farmacéuticas, en la asignatura «Nuevos alimentos» realicé una exposición sobre el riesgo percibido ante los transgénicos. En dicho trabajo evalué, mediante unas encuestas, qué conocimiento tenía la población sobre los transgénicos. Para no aburrir al personal resumiré que la mayoría percibía los alimentos transgénicos como poco recomendables, aunque, cuando se les preguntaba por qué, no sabían dar razones.

Vamos a definir primero qué es un transgénico o, lo que es lo mismo, un organismo modificado genéticamente.

Según la directiva de 2001 de la Comunidad Europea, un Organismo Modificado Genéticamente, OMG para abreviar, es un organismo cuyo material genético ha sido modificado mediante biotecnología, de una manera que no se produce naturalmente en el apareamiento ni en la recombinación natural.

Si nos fijamos en esta definición hay varios conceptos interesantes: «naturalmente», «apareamiento» y «recombinación natural».  Esto nos viene a decir que en la naturaleza y en la reproducción «ordinaria» pueden darse modificaciones genéticas. Porque un organismo puede tener material genético de otra especie de MANERA NATURAL, o de manera ARTIFICIAL, pero sin utilizar ingeniería genética, aunque en estos casos ya no se trataría de un OMG sino de un híbrido.

Desde antes incluso de conocer la existencia de los genes, los agricultores y los ganaderos «mezclaban» especies entre sí para obtener mejoras en el resultado. A veces, esas «mezclas» eran espontáneas, no dirigidas por la mano del hombre. En cualquier caso, si el resultado era un trigo más nutritivo o resistente a la meteorología o una oveja que producía más leche, el agricultor o el ganadero, se quedaba con esa «nueva» especie porque le rentaba más. Pura lógica.

Es decir, la modificación genética se lleva utilizando desde hace siglos y nadie ha cuestionado la idoneidad del producto resultante, sin embargo, cuando esa modificación se hace en un laboratorio a algunos se les encienden las alarmas y se echan a temblar. ¿Por qué?

Ciertos sectores son anti-transgénicos por ideología o por postureo, una servidora no lo tiene muy claro (y algunos anti-transgénicos, me temo, tampoco). Los argumentos para oponerse a este tipo de alimentos son de lo más variado y hasta peregrinos.

Los ecologistas aducen que los transgénicos atentan contra la biodiversidad, sin embargo, desde el Neolítico, cuando el ser humano comenzó a desarrollar la agricultura y la ganadería, se han estado seleccionando las especies que eran más rentables, apartando o descartando las que no convenían. Es ley de supervivencia y sentido común. Por muy ecológico que pueda resultar nadie va a cultivar un centeno que se malogra ante la falta de lluvia mientras que hay otro que resiste mejor la sequía. Igual se ha hecho con los animales, se seleccionan los mejores ejemplares y se emplean para aparearlos asegurando que su descendencia sea la que prevalezca. En estas técnicas se fundamenta el éxito de la agricultura y de la ganadería y en estas, a su vez, se basa el florecimiento de la civilización.

Abandonando las objeciones de algunos ecologistas por falta de fundamento vamos a hablar de seguridad.

Como ya se ha visto, las modificaciones genéticas en los alimentos (vegetales y animales) fuera del laboratorio se dan desde hace milenios, bien espontáneamente, bien a propósito. Nadie teme comerse un limón común cuando este fruto es el resultado del cruce entre un limonero francés y un naranjo amargo. La cosa se tuerce cuando nos dicen que ese cambio genético se da en un laboratorio, ahí el personal recela.

La diferencia entre conseguir una modificación genética en un «tubo de ensayo» o de manera «natural» estriba en el tiempo que se invierte para que dicho cambie se dé. El resultado es el mismo: una mejora en el producto final tanto a nivel de calidad como de productividad.

El arroz bomba es un producto transgénico que, al tener menos cantidad de amilopectina y más de amilosa, le da unas características sensoriales y culinarias especiales; el éxito de la cerveza Carlsberg radica en que su fundador desarrolló  una variedad de levadura especial responsable del color dorado característico de esa marca; el «Golden rice» es un arroz enriquecido con betacarotenos (precursores de la vitamina A) en su parte comestible protegiendo de enfermedades oculares a poblaciones orientales donde el arroz es la base de su alimentación.

Trigos modificados genéticamente producen el doble de grano en una misma superficie y necesitan menor aporte de agua consiguiendo que las cosechas sean más productivas y logrando que poblaciones enteras escapen a la hambruna que una temporada con falta de lluvia podría acarrear.

Aun así, sigue habiendo detractores de este tipo de alimentos. La suspicacia de la población ha hecho que los transgénicos sean evaluados de manera más exhaustiva que un alimento «normal» siendo sometidos a muchos más controles por lo que se puede decir que son mucho más seguros.

Otra cuestión, no menos importante, sería la ética profesional y el supuesto abuso con las semillas patentadas por grandes multinacionales. Como quiero centrarme en la seguridad alimentaria no voy a entrar en detalles, pero tan solo apuntaré que las semillas de los alimentos transgénicos, en su mayoría, pueden cultivarse, y que los contratos leoninos que deben firmar los agricultores de países empobrecidos no son tales (aunque hay excepciones).

Entre los sectores remisos no solo está la población, también hay países que, institucionalmente, cuestionan la seguridad de estos alimentos negándose a consumirlos. En la Unión Europea los adalides de esta postura son Austria, Hungría y Francia. En este último país es especialmente llamativa su preocupación por la seguridad de sus habitantes con este tema cuando es un firme defensor de la energía nuclear y de la homeopatía. Mucha preocupación y poca coherencia.

Los alimentos transgénicos no solo son seguros, además se presentan como la alternativa a la deriva de la humanidad. Vivimos en un planeta finito, la superficie no crece (al contrario, gracias al cambio climático cada vez hay menos área cultivable) pero el número de habitantes no para de crecer, ocho mil millones. Si queremos comer todos vamos a tener que ponernos las pilas y en los laboratorios de biotecnología puede hallarse una de las claves para sobrevivir.

 

¿Transgénicos? Sí, gracias.

 

 



martes, 16 de abril de 2024

Kurt Gödel: o matemáticas o coherencia.

 

«La mente, como las matemáticas, es incapaz de cuidar de sí misma frente a la incoherencia.»

En busca de Klingsor, Jorge Volpi

Retomo una sección del blog injustamente olvidada porque hablar de locos científicos fue el motor que impulsó a «Demencia, la madre de la Ciencia». Y, además, la retomo por todo lo alto, hablando de un matemático-filósofo. Quien por aquí se pasa y me conoce, sabe que esas dos materias las tengo atragantadas desde mi más tierna infancia.

Siempre he creído que ciencia y filosofía no se llevan bien, la lectura de «El azar y la necesidad» casi me provoca un derrame cerebral (Reseña: El azar y la necesidad). No obstante, algunos científicos se decantaron por esa combinación, como el protagonista de esta entrada: Kurt Gödel.

Kurt nace el 28 de abril de 1906 en Brünn, una ciudad que pertenecía al Imperio austrohúngaro (ahora forma parte de la República Checa). Su familia tiene una posición acomodada, el padre es un hombre de negocios y su madre es una mujer culta y educada.

Cuando finaliza la Primera Guerra Mundial, la ciudad en la que vive forma parte de Checoslovaquia, pero él se siente austriaco (ni siquiera sabe hablar checo). Con 23 años se nacionaliza como ciudadano de Austria y cuando este país es anexionado por Alemania, Gödel se convierte en alemán, tiene 31 años. Varios años después volvería a cambiar de nacionalidad, la estadounidense, la colección de pasaportes de este hombre debía de ser antológica.

Estudia en la Universidad de Viena matemáticas y filosofía (algo incompresible para una servidora). Se doctora con una tesis titulada «¿Son suficientes los axiomas de un sistema formal para derivar cada una de las proposiciones verdaderas en todos los modelos del sistema?» Ni se me ha ocurrido leer dicha tesis porque el propio título ya es incomprensible para mí, no quiero ni pensar qué habrá dentro.

Con 32 años se casa con Adele, una mujer mayor que él y que la familia de Kurt detesta, no por su edad sino por la profesión que ejercía en su juventud: bailarina. Los padres de Kurt no tienen nada en contra del ballet, lo que les parece mal de Adele es que, después de bailar, se acostaba por dinero con algunos de los espectadores.

Gödel, durante varios años, viaja con asiduidad a EE. UU. a impartir diferentes conferencias. Allí conoce a Einstein y se hacen amigos.

A pesar de su mala salud (tiene episodios depresivos desde que un nazi asesina a uno de sus profesores, también padece una afección cardiaca), el gobierno alemán le declara apto para el servicio militar. Ante el canguelo de que lo llamen a filas, Kurt y su bailarina esposa se largan a EE. UU. y se instala en Princeton como docente en el Instituto de Estudios Avanzados.

Antes de instalarse en EE. UU., Gödel se hace famoso por un artículo que publica y que tumba de un plumazo las bases de las matemáticas modernas.

Pongámonos en situación.

Durante dos mil años, las matemáticas evolucionan descontroladamente. Los babilonios, los egipcios, los griegos y los árabes aportan su granito de arena, pero cada uno va a su bola. Cuando esta ciencia llega a Occidente, la aritmética es un galimatías incomprensible (cuando me llegó a mí, en la escuela, siguió siéndolo para una servidora).

Las matemáticas se empleaban para resolver casos prácticos del día a día, pero es cierto que algunas cosillas no se acababan de entender muy bien, no encajaban (consuela saber que no soy yo la única que no se entera).

Que los griegos, previamente, fueran tan amigos de plantear paradojas no ayudaba a entender las matemáticas, las cosas como son. De hecho, esas paradojas ponían en evidencia que esta ciencia hacía aguas. Para muestra dos botones.

La paradoja de Aquiles y la Tortuga: Aquiles disputa una carrera contra una tortuga y le concede a ésta una pequeña ventaja. Pues bien, en esa carrera, el corredor más rápido (Aquiles) nunca puede adelantar a la más lenta (la tortuga), ya que el perseguidor debe alcanzar primero el punto donde comenzó el perseguido, de modo que el más lento siempre lleva una ventaja.

La paradoja de Epiménides: Epiménides dice «Todos los cretenses son unos mentirosos», teniendo en cuenta que él es cretense… ¿Epiménides dice la verdad? (no voy a explicar la paradoja por no extenderme, dadle vosotros un poco al coco).

Jueguecitos como estos ponían en evidencia a la ciencia, dando a entender que ésta podía equivocarse.

Para poner orden en este caos muchos hombres de ciencia trataron de sistematizar las matemáticas. El primero fue Euclides que quiso derivar las reglas de la geometría a partir de cinco axiomas básicos. Descartes y Kant (tómese nota de que eran filósofos también) buscaron lo mismo con la estadística y el cálculo infinitesimal sin llegar a sólidas conclusiones. A todo este caos sin ordenar se añadían nuevas paradojas como la de Georg Cantor (no voy a contar esta para no marear al personal, pero sabed que volvió turulatos a los matemáticos, como si ya solitos no lo estuvieran suficientemente).

Ante este panorama, Bertrand Russell y Alfred Whitehead, dos ingleses matemáticos, recopilan todas las matemáticas, lo que es mucho recopilar, a partir de unos pocos principios básicos. En 1919 publican Principia Mathematica y se supone, lo que es mucho suponer, que desaparecen las contradicciones que desprestigian una ciencia tan exacta. Puede que lo consiguieran, pero la obra era tan vasta y compleja que nadie se enteró del todo.

Por su parte, otro matemático sesudo y alemán, David Hilbert, presentó una lista de problemas aún no resueltos, entre estos había uno que se titulaba «cuestión de la complitud» donde se planteaba si la matemática era coherente y completa, es decir, si no tenía contradicciones y se podía derivar de sus postulados. Hilbert estaba en la idea de que sí, que la matemática era coherente, llegando a decir que todo problema matemático se puede solucionar porque en matemáticas no existe el ignorabimus. Todos sus colegas aplaudieron ese enunciado y se quedaron más tranquilos sabiendo que TODO tiene solución. El programa de Hilbert se convirtió en la Biblia de los matemáticos. Amén.

Y es aquí donde aparece nuestro protagonista. Un jovencísimo Gödel publica un artículo donde, resumidamente, viene a decir que una proposición (problema) podía ser verdadera e indemostrable al mismo tiempo, es más, que eso ocurre necesariamente con cualquier tipo de matemáticas. Plantea un teorema que prueba su hipótesis (no lo voy a trasladar aquí porque es muy enrevesado), pero la traducción a castellano llano sería que en las matemáticas existen aseveraciones que son ciertas pero que no se pueden comprobar o, lo que es igual, (y esto es cosecha mía): si entiendes las matemáticas, es que no son matemáticas.

O sea, que un problema no está bien ni está mal, es indecidible. Sí pero no, como el gato de Schrödinger que está vivo y muerto a la vez (Como el perro y el gato). Los profesores de matemáticas que me suspendieron la asignatura no asistieron a clase el día que explicaron esto.

Pero Gödel, con su maestría para poner patas arriba todo lo establecido, fue más allá. He comentado que se hizo amigo de Einstein y, con la confianza que da la amistad, llega a demostrar soluciones paradójicas a las ecuaciones de la relatividad de su amigo hasta el punto de que el propio Einstein se llegó a plantear que su teoría de la relatividad estaba mal.

Poco a poco, Kurt, se decanta más por la filosofía, divaga y se contradice. Con las lecturas de Leibniz demuestra la existencia de Dios, pero encuentra algunas contradicciones y entonces tira por la calle del medio llegando a la conclusión de que parte del trabajo de ese filósofo y matemático alemán fue eliminado. Tal cual.

Es tal su genialidad, o locura, que cuando pidió la nacionalidad estadounidense, tras varios años como profesor en Princeton, Einstein le asesoró para el examen de ciudadanía pues el impredecible Kurt informó al juez que presidía su examen, que había descubierto una forma mediante la cual una dictadura podría instaurarse legalmente en EE. UU.  a través de una contradicción lógica de la constitución americana. Einstein interrumpió la disertación de Gödel antes de que la liara más y se quedara sin la ciudadanía. Por lo que se ve, muchos años más tarde, Donald Trump se enteró de esa contradicción lógica y está en lo de conseguir una dictadura que encaje en la Constitución de los EE. UU.

Los últimos años de Kurt están presididos por la enfermedad mental (la ciencia, al igual que la poesía, está a un paso de la locura). Tiene tanto miedo a ser envenenado que no come nada más que lo que su mujer le cocina, pero en 1978, Adele tiene que ser hospitalizada seis meses y Gödel, literalmente, muere de inanición. Tiene 71 años.

Otro genio que se nos va entre delirios de locura, o puede que la genialidad tenga un precio que solo unos pocos elegidos son capaces de asumir.



domingo, 11 de febrero de 2024

Chocolate, alimento de dioses.

 

Estamos a las puertas de la Cuaresma y, para los católicos practicantes, se inician unas semanas de ayuno y abstinencia hasta que llegue la Pascua. En este ayuno/abstinencia el miércoles de ceniza y todos los viernes hasta el Viernes Santo incluido no se puede comer carne de mamíferos, pero sí de aves siempre y cuando sean pollo o pavo, porque el pato y el ganso, a pesar de su condición avícola, están prohibidos (he intentado averiguar qué pasa con la gallina, pero no he obtenido conclusiones precisas; cosas del clero que, a mi modo de ver, tiene algo de lío con la clasificación taxonómica de las aves).

En cualquier caso, y sin ningún género de duda, lo que sí se puede comer en Cuaresma es todo tipo de verdura, hortaliza y/o fruta, es decir, productos vegetales. En esta época de contrición cabría esperar, para los practicantes devotos, que la ingesta energética se puede ver seriamente mermada, por no hablar de que tomar legumbres sin nada de chicha es muy sano, pero bastante soso, la verdad.

Bueno, que los penitentes no penen demasiado porque hay un alimento permitido por la Iglesia que puede paliar de manera muy eficaz esa merma energética: el CHOCOLATE.

El chocolate es el alimento resultante de mezclar azúcar con dos productos derivados de la semilla del cacao: la masa de cacao y la manteca de cacao. Según las proporciones de estos derivados y si se añade o no leche y/o frutos secos, se obtienen diferentes tipos de chocolate. Todos muy ricos. Este alimento se puede tomar sólido o semi líquido.

El cacao tiene su origen en Mesoamérica. Los pueblos indígenas de la zona empleaban diferentes preparados en ritos y banquetes. De hecho, la palabra ‘chocolate’ proviene de xocoatl, una palabra náhuatl (idioma de los aztecas). Según la mitología maya, el dios Quetzacoatl regaló un árbol de cacao a los hombres, pero como éste se consideraba un alimento exclusivo de los dioses, sus otros colegas se vengaron asesinando a la esposa del dios dadivoso. El viudo se puso a llorar sobre la tierra regada con la sangre de su cónyuge y brotó un árbol con el mejor cacao del universo: con un fruto amargo como el sufrimiento, fuerte como la virtud y rojo como la sangre de la esposa sacrificada.

Muchos años más tarde, y cuando el chocolate llegó a Europa gracias a los españoles, Linneo, el padre de la taxonomía, le otorgó como nombre científico Theobroma, alimento de los dioses en griego.

Dicen que el primer europeo en probar el chocolate fue Cristóbal Colón cuando contactó con pueblos de la costa en Tierra Firme, pero que su sabor amargo no le resultó agradable. Un melindres ignorante en cuanto a sabores este Colón. Hernán Cortés se encargó de insistir con dicho alimento cuando supo que el emperador Moctezuma bebía varias tazas diarias de este manjar de dioses y que se proporcionaba chocolate a los guerreros antes de entrar en batalla.

El valor nutricional del chocolate es significativo: contiene fósforo, magnesio, hierro, potasio, calcio, zinc, cobre, manganeso, vitaminas A, B1, B2, B3, C, E, cafeína, teobromina y taninos, antioxidantes naturales, mogollón de polifenoles con carácter protector frente a enfermedades degenerativas y algunos tipos de cáncer. En fin, como dirían los pijos de la nutrición, es un súper alimento (que conste que lo de ‘súper alimento’ no me gusta porque ese término es una moda de los gurús nutricionistas). Encima, y por si todo lo citado fuera poco, está rico, rico, rico. 

Pero los polifenoles, que tantos beneficios procuran, son los responsables del sabor amargo que hace que a gente como Colón no les guste. Ellos se lo pierden.

Poco a poco, y a pesar de su sabor amargo, el chocolate fue haciéndose un hueco en la sociedad europea. Fue tanta la afición que se convirtió en motivo de revueltas y hasta de asesinatos.

En el siglo XVII, el canónigo burgalés Bernardino Salazar y Frías la espichó por culpa de este alimento. Cuando se fue a Chiapas a hacerse cargo del obispado tuvo la mala idea de prohibir tomar chocolate en misa. Parece ser que había la costumbre de interrumpir con colaciones chocolateras los oficios religiosos. Como los sermones eran de Padre y Señor mío, las damas católicas tenían a bien llevarse jícaras (los recipientes donde se bebía el chocolate) y darse unos tragos durante las homilías. Al obispo burgalés esto no le parecía de recibo y decidió amenazar con excomulgar a las desvergonzadas que se pusieran a tomar chocolate mientras él sermoneaba a la parroquia. La orden fue muy mal recibida, hubo altercados y protestas ante la catedral. Una de las afectadas decidió ir más allá y pasó a la acción: añadió veneno a la jícara de chocolate que el prelado también se tomaba (en sus ratos libres, no durante la misa). El obispo la cascó y la prohibición se abolió. A aquella revuelta chocolatera se la llamó «el jicarazo».

Ya en el siglo XIX, en cualquier merienda española que se preciara era obligado degustar un buen chocolate con algún tipo de pastas o dulces. En Madrid se rozó (se roza) la perfección añadiendo a tan delicioso manjar otro de los mejores alimentos que se hayan podido concebir: los churros.

Ahora hay países que se vanaglorian de fabricar el mejor chocolate del mundo. Hay cierto pique entre Suiza y Bélgica, incluso Francia también se une a la competición. Yo no me decanto por ningún país porque hasta el chocolate malo está muy bueno.

Dicen que María Antonieta era una adicta al chocolate, igual que Napoleón; éste, parece ser, se llevaba a todas las batallas una tableta. Que digo yo que, lo mismo sus famosos retratos con la mano metida entre los botones del chaleco no es porque le dolía el estómago, como sugieren los entendidos, sino porque tenía ahí guardadas unas onzas para darles un mordisco mientras posaba ante el pintor.

Yo también soy una fanática de este alimento. El efecto relajante desencadenado por el cacao me parece pluscuamperfecto. Cuando el cacao llega al tubo digestivo y se metaboliza el triptófano presente (un aminoácido esencial) éste sintetiza serotonina, un neurotransmisor encargado de proporcionar sensación de relajación y bienestar. En mi caso, yo creo que empiezo a formar serotonina antes de que el triptófano del chocolate llegue a mi boca; puede parecer raro, pero veo una caja de bombones y solo de pensar que me la voy a zampar, ya me siento bien.

Yo no sé si Santa Teresa de Jesús tomaba cacao, pero yo, comiendo chocolate, he creído alguna que otra vez levitar como hacía ella cuando entraba en éxtasis. En mi caso no creo que fuera por intercesión celestial, es más cosa de mis papilas gustativas y de la serotonina sintetizada de manera muy eficaz. O puede que sí sea algo divino, porque cuando me como unos bombones, o un buen chocolate (con churros), me siento como una diosa.

 


 


miércoles, 31 de enero de 2024

Telepathy, la mente del futuro

 


Hace ya tiempo, en esta sección de Cagadas de la Ciencia, Elon Musk protagonizó una de las entradas. En aquella ocasión me refería a los intentos fallidos de despegar una nave que iba a permitir realizar viajes privados a Marte (Starship: aterrizacomo puedas). Tres años han pasado y, hoy en día, la dichosa nave sigue sin conseguir despegar. Mejor dicho, sí despega, el inconveniente es que se cae a los pocos minutos. El que quiera irse de vacaciones a Marte, que espere sentado porque este proyecto parece ser que va para largo.

Por desgracia, no es la única vez que el nuevo propietario de Twitter, digo X, da el cante con sus “inventos”. En el año 2019 tuvo a bien hacer el más espantoso de los ridículos cuando presentó, a bombo y platillo como es habitual en él, el nuevo Tesla Cybertruck que se caracterizaba, entre otras muchas prestaciones, por ser un coche indestructible donde se incluían los cristales. Para demostrar, delante de miles de espectadores a través de diferentes medios audiovisuales, lo buenos que eran esos cristales, un colaborador lanzó un pedrusco de tamaño considerable contra una de las ventanillas para que todos los asistentes vieran el espectacular resultado.

Y la verdad, el resultado sí que fue espectacular, pero por lo inesperado atendiendo a la publicidad, porque el cristal se rompió al recibir la tremenda pedrada. Para más inri, el lanzador de la piedra se “excusó” alegando que igual le había dado demasiado fuerte. Sin comentarios.

Esta semana Elon Musk viene de nuevo a sorprendernos (y a algunos, entre los que yo me incluyo, a preocuparnos) con otra idea de las suyas. Neuralink, una de sus compañías (tiene más empresas que pares de zapatos en el armario), ha implantado un chip en el cerebro de un ser humano. Esto, si fuera otro el que lo anunciara, no tendría demasiada enjundia, porque la técnica de implantar un BCI (las siglas en inglés de interfaz cerebro-máquina) se utiliza desde hace tiempo para medir y procesar la actividad de las neuronas por un equipo informático. Esta técnica se emplea en algunos casos de rehabilitación para pacientes con ictus o daño medular.

Así que la cosa no era demasiado novedosa, pero cuando Elon Musk anuncia algo… esperamos algo diferente (y algunos, entre los que yo me incluyo, nos echamos a temblar). El magnate quiso mantener el suspense porque no dio demasiada información sobre qué hacía ese chip en el sujeto del experimento, tan solo dijo que «el humano recibió el implante y se está recuperando bien, con unos resultados que muestran una prometedora detección de picos neuronales». La parquedad en dar detalles no sabemos si fue por no dar pistas a la competencia o porque en realidad la cosa no ha funcionado (algo que no nos pillaría por sorpresa, dicho sea de paso).

Es más, sabiendo la moral que tiene este hombre que ve resultados positivos donde no los hay (cuando se estrelló el primer Starship, la nave para ir a Marte, dijo que el experimento había sido todo un éxito), no sé yo muy bien cómo interpretar ese «se está recuperando bien» porque lo mismo quiere decir que no ha entrado en coma o que aún es capaz de ver, aunque se haya quedado en una silla de ruedas, solo por poner un ejemplo y sabiendo cómo se las gasta este señor.

De hecho, no se ha publicado nada al respecto en ninguna revista científica, que es lo que se estila cuando de ciencia seria se trata. Lo que sí ha hecho es ponerle nombre al chip de marras, Telepathy. Según palabras de su promotor, lo que se busca, además de devolver la autonomía a personas con necesidades médicas (esto ya lo hacen otras empresas) es «desbloquear el potencial humano del mañana». Esta frase, al más puro estilo Musk, viene a decir, según el propio Elon, que Telepathy permitirá, en un futuro y a los que se dejen implantar el chip en su cerebro, controlar el teléfono o el ordenador con la mente. Como si te incrustaran un Alexa chiquitito en el coco, vamos.

Parece ser que Elon Musk, inasequible al desaliento, está buscando voluntarios para realizar más ensayos en personas. Supongo que no le faltarán aspirantes, hay gente para todo, pero yo les deseo suerte a los incautos que se presten porque en la fase previa del ensayo, la que se hizo con animales (obligatoria antes de pasar al ensayo con humanos) los resultados fueron poco alentadores.

La agencia Reuters denunció que las pruebas previas a este implante supusieron la muerte de mil quinientos animales entre cerdos y monos, además de provocarles un sufrimiento innecesario. El asunto se investigó y parece que no se hallaron pruebas que sustentaran esa denuncia. Aun así, las acusaciones continuaron porque un comité de médicos de Washington denunció la muerte agónica de doce primates a los que se implantaron esos electrodos. Chungo, chungo.

Para contrarrestar esta publicidad negativa el magnate multidisciplinar informó que le habían implantado un chip a un mono para que jugara a vídeo juegos sin necesidad de teclado o joystick. Qué majo Elon, se mueren los animalitos, pero antes de cascarla se divierten.

Aun así, y con estos antecedentes en la fase previa para actuar en humanos, la FDA (la agencia encargada de dar permiso en EE. UU.) ha dado luz verde, algo inexplicable a no ser que se tenga en cuenta también el mogollón de dinero que hay circulando, y no me quiero poner conspiranoica.

En fin, ya veremos en qué acaba esto. Supongo que este hombre seguirá sorprendiéndonos, de una manera u otra, como ya es habitual en él. Espero que lo próximo que sepamos sobre este tema no sea para informarnos de que un voluntario con el Telepathy incrustado se ha ido a vivir a los árboles de Central Park porque se cree la mona Chita. Todo puede ser.